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El calendario

José Luis Leal

Afortunadamente para todos, ya se notan los primeros síntomas de la llegada de la primavera, el puente de San José es una realidad próxima y la Semana Santa no se pierde en las brumas de un lejano tiempo por venir. Y de golpe, como consecuencia de todo ello, es posible prever un alivio de la tensión que se ha instalado en la vida pública española. El mes de febrero, como casi todos los meses de febrero en este país, ha sido tremendo.Y es que la vida política, como la económica, tiene unos períodos estacionales con los que conviene contar a la hora de analizar los acontecimientos cotidianos. El calendario es más o menos el siguiente: se comienza el año con el cansancio inherente a las celebraciones navideñas, que desplazan a muchos españoles de sus hogares y que agotan, más allá de lo razonable, los presupuestos familiares, alimentados por la imprescindible paga extraordinaria de Navidad. Cualquier Gobierno que intentase suprimirla caería de inmediato.

Viene luego la cuesta de enero, un período de meditación afortunadamente respetado por la vida política, paralizada a su vez por las vacaciones parlamentarias. Es el momento que suelen aprovechar los gobernantes para subir el precio de la gasolina o de la electricidad, contando sin duda con el desarme anímico de la población.

Pero la calma dura poco tiempo: el reinicio de la vida parlamentaria, la difícil espera de la paga de fin de mes y la negociación colectiva rearman a los ciudadanos y políticos y los preparan para el mes de febrero, que es cuando suelen suceder las catástrofes (golpes militares, Rumasas, Flicks, atentados, etcétera). Suele hablarse de crisis de régimen, de 40 o 107 años en el poder y de otras calamidades hasta que, por fin, aparece la Semana Santa en el horizonte y todo vuelve a calmarse.

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La tensión reaparece a finales de mayo, momentáneamente, cuando hay que rellenar los impresos del impuesto sobre la renta. Ningún Gobierno debe convocar elecciones para el mes de junio (ahora que se pagan impuestos), a menos que quiera perderlas. Sin embargo, la tensión es transitoria y vuelve la calma hasta la segunda mitad de julio, cuando la burocracia se pone nerviosa al descubrir lo mucho que falta por hacer antes de irse de vacaciones. También se ponen nerviosos algunos parlamentarios al constatar que ya no podrán proponer aumentos del gasto público hasta el año próximo.

Las vacaciones de verano cortan de raíz inquietudes y proyectos hasta septiembre, mes de tempestades en vasos de agua. No hay año en que los periódicos no hablen de crisis ministerial y remodelación del Gabinete. Tras lo cual la vida pública se tensa de nuevo, se anuncian proyectos y reformas, se habla de moción de censura y los sindicatos reclaman la devolución del patrimonio sindical.

Las Navidades llegan a punto para impedir la desmoralización que produce el constatar que las cosas cambian más deprisa en las imaginaciones que en las conductas. Y luego llega enero, con su cuesta y sus problemas.

Este esquema se reproduce con regularidad todos los años, y por eso conviene corregir la estacionalidad de la vida política. Un escándalo vale menos en febrero (mes de tensión suceda lo que suceda) que en junio, y viceversa. Y los Gobiernos, que conocen este calendario, conducen prudentemente los asuntos del país de la Navidad a la Semana Santa, y de ésta, al verano, convencidos de que, evitados los escollos del tiempo, basta con un poco de suerte para llegar incólumes a la próxima etapa.

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