El ombligo del mundo
Los naturales de la isla de Pascua llaman a su tierra Rapa Nui, el ombligo del mundo. La teoría general supone que, para cada hijo de vecino, el ombligo del mundo es su más inmediata circunstancia tópica, el valle o la quebrada o el páramo que lo vieron nacer, cuando no su propia panza con su arrugada y redonda cicatriz; en la primera guarida reside el tuétano del patriotismo y en la segunda crecen los hongos, con frecuencia venenosos y casi siempre irreversibles, del egoísmo y su eficaz blindaje, el egocentrismo. Nosotros, los españoles, quiero decir los plumíferos españoles (y aun los europeos, claro es), que vivimos, suspiramos y morimos casi en los antípodas geográficos y culturales, también tenemos el ombligo del mundo al alcance de la mano, aunque en nuestro caso no se trate de ninguna trocha geográfica, sino de nuestro propio acariciado y denostado oficio. Los periodistas y los escritores acostumbramos a entender el mundo, mal que nos pese, a través del reconfortador tamiz que supone el hecho de contemplarnos como centro absoluto del universo. La costumbre no es buena -y quizá sea incluso pésima-, ya que con semejantes cristales correctores (?) lo único que se alcanza a conseguir es deformar y aun trastocar la perspectiva, pero no por eso deja de ser hábito de uso generalizado y abuso manifiesto. Para colmo de males, últimamente estamos alcanzando los límites de la más insólita majestuosidad en esta rara suerte de la contemplación del ombligo propio y su cuidadosa proyección hacia la trascendencia de lo universal.La práctica viciosa de la introspección, al menos entre los escritores, se justifica con el cómodo arbitrio de achacarla a los "motivos literarios", eso que nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que significa. Mirar hacia dentro y bucear en los abismos de la conciencia -o de la fisiología- se tolera en la medida en que el mundo interior sea capaz de prestar armazón bastante a una novela (o a 15 novelas). Hay escritores obviamente vertidos hacia dentro en todos sus temas literarios, sin que, tales prácticas tengan ni mayor ni menor importancia, y sus mundos son lo suficientemente fértiles como para poder flotar y permanecer en una especie de paraíso leibniziano. Pero, por desgracia, al traspasar la sutil frontera que lleva de lo literario a lo periodístico, son los modos peores los dañados por el trasvase.
La calidad literaria debiera ser un exigencia en todo periodista preocupado por su propia deontología, al margen de que semejante arte o maña o habilidad no pueda explicarse en la caritativa forma que tan ingenuamente reclaman los programas de la oportuna -y tan nueva- licenciatura. Pero la literatura en él periodismo es un compromiso difícil si se lleva más allá de la coherencia literaria que debe tener cualquier prosa y que se enorgullecen en machacar los oficinistas y aun los prebostes de la burocracia. Hay periodistas que supieron compaginar tan bien la noticia y su envoltura literaria que hasta llegaron a formar escuela. Pero también hay otros que al confundir el quehacer estilístico con la hojarasca, que no sólo carece de sentido, sino que también huye del tema, tuvieron que buscarlo asomándose y au-
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