La huida de la razón
BASTANTES PERSONAS están descubriendo que el uso creciente de la razón en nuestro tiempo conduce a fines que las parecen irracionales con arreglo a su concepto del mundo: huyen de ella. Algunas tratan de separarse de las máquinas pensantes y cibernéticas, o las acusan de ser las causantes de la deshumanización del mundo. Otras naufragan en la confusión y se hacen llamar posmodernas. Muchas, en fin, tratan de cubrirse en la zona de sombra de lo esotérico: hay un crecimiento considerable de peregrinos que buscan la magia.Los magos de moda pueden estar en un pueblo de Murcia o en el apartamento de un inmueble moderno de Madrid. Han desempolvado la bola de cristal, el tarot, la lupa del quiromante. Usan los posos del café turco, recuperan las fórmulas del Gran Alberto y el Pequeño Alberto, se sumen en trance o practican la imposición de manos. Hay curanderos paletos, echadoras de cartas, trabajosos científicos del mapa astral, fabricantes de amuletos personalizados. Un paso más allá, si se puede decir, están las heterodoxias: la multiplicación de sectas religiosas importadas o creadas, las medicinas paralelas o insólitas, las asociaciones de finalidades misteriosas.
Es probablemente inútil advertir los riesgos que se puede correr cuando se ponen, en las manos de iluminados y convencidos (para no hablar de los simples farsantes), normas de comportamiento, relaciones con otras personas o con la sociedad, nociones de destino. Los que no están alucinados ya lo saben; y los otros no lo van, a entender. Pero la abundancia de estos misticismos paralelos aconseja, por lo menos, buscar las causas de la generalización de un fenómeno que, aun no siendo patrimonio exclusivo de esta época, se beneficia ahora del prestigio de la moda y del desconcierto producido por la creciente falta de control de los hombres y mujeres corrientes sobre su existencia.
En estas reflexiones hay que incluir la falta de esclarecimiento de la dirección de la sociedad. Desde el lenguaje privado de la política -que se va convirtiendo en un idioma mandarín- hasta la falta de explicación de la técnica, pasando por las informaciones incompletas, las sospechas lanzadas sobre la ciencia (que hace un siglo era la gran esperanza de la humanidad y ahora se diseña como la creadora de las armas finales) o la creación de grandes sistemas estatales que reducen la participación del individuo, hay un conjunto de oscuridades que convierten en una incógnita absoluta no solamente el futuro sino también el propio presente.
El enfermo a quien el médico de la Seguridad Social concede tres minutos, para entregarle al fin la receta ilegible de un antibiótico como panacea, tiene algunas razones para correr al curandero del pueblo, que le trata con lentitud y mimo, aunque tampoco le cure. El parado que ve desvanecerse la seguridad en el trabajo ha perdido toda idea de futuro: la buscará en la esfera del mago. Y aquel a quien su Iglesia no le da respuestas positivas para su problema, las buscará en la secta. Y, a veces, el que no comprende el fondo de la política a la que se adscribió durante años, lo buscará en los grupos que proponen soluciones mágicas y recetas milagrosas.
Nadie parece ser ya ajeno a alguna superstición, aunque sea vergonzante. Mientras sirva como consuelo, puede tener su pequeña gracia. Cuando se convierte en obsesiva y empieza a dirigir la propia vida, es arriesgada. La razón se ha vuelto dura, implacable, muchas veces contraria a nuestros intereses, y nos cuesta algún trabajo convivir con ella. Pero la experiencia histórica -recordemos que Hitler se aconsejaba de los astrólogos- también nos enseña que la huida de la razón o su sueño producen frecuentemente monstruos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.