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Tribuna:LAS NOSTALGIAS DE ULISES
Tribuna
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La India, pura y corrupta

Se ha extendido por toda la galaxia de la letra, de la onda y de la imagen. Asusta, preocupa, escandaliza, alegra, según sea la actitud previa del individuo ante la nación india. Es la palabra corrupción; se han vendido unos secretos, se ha vulnerado una confianza, alguien ha cedido algo que no era suyo, que era de todos, a cambio de unos billetes de banco.La palabra corrupción tiene un significado muy amplio. Así, puede explicarse que se aplique en su sentido moral al país más puro, fisiológicamente hablando, que es la India, el lugar donde la corrupción física tiene la enemiga constante de todos los que allí viven. Los restos mortales de los seres humanos y de los animales desaparecen prontamente en los picos de los buitres y otras aves de presa; los primeros, tanto cuando están anárquicamente abandonados en calles o campos como cuando devotamente son trasladados por los parsis a la Torre del Silencio, dejándoles a solas con las aves (son sólo unos minutos; después los huesos mondos van al fondo de un pozo, donde se convertirán en poco tiempo en blanco polvo).

Y para los que no siguen esta religión, pero tienen quien cuide de ellos en sus últimas horas, está el sagrado Ganges, está la sagrada e impresionante ciudad de Benarés, la Meca de los hindúes, a la que aspiran a ir una vez, al menos, durante su vida y que les llevan los suyos a la hora de la muerte. Benarés, una ciudad ante la que el viajero sofisticado de hoy, al que antes llamaban blasé, enmudece como enmudecieron los primeros occidentales que la visitaron. Benarés de las escalinatas que bajan hasta el río, donde, situados aisladamente, como en un friso griego, unas mujeres arrebujadas en sus sarís, unos hombres de camisa blanca en cuclillas, observan, atienden, vigilan el cuerpo del ser querido, ardiendo entre un armazón de leños del que emergen sólo los pies, cubiertos de tela blanca si es un hombre, naranja si es una mujer. La antorcha la ha traído prendida por el guardián del fuego el hijo del muerto si lo tenía, el hermano mayor en caso contrario.

Así hizo el nuevo jefe de la dinastía -ya es dinastía- de los Gandhi con el cadáver de su madre, aplicando sin vacilar la llama purificadora, enemiga de la carroña. Y así quiere hacerlo ahora simbólicamente con la otra corrupción, la de las almas, que amenaza la esencia misma de la mayor democracia que existe en el mundo, una cauterización necesaria ante el viento de suspicacias y temores que, según dicen, está pasando por las oficinas administrativas de Nueva Delhi. La gente se observa con recelo, los visitantes son recibidos siempre en presencia de una tercera persona (un testigo que pueda declarar en caso necesario que no hubo más relación que la legal), los altos jefes relatan ahora sus informes confidenciales a mano, en lugar de confiárselos a una mecanógrafa, que ya no sabe cuentas copias clandestinas podría hacer...

"Nos tratan como a leprosos", decía el agente de una multinacional antes acogido entre sonrisas y abrazos; "nadie quiere que le vean conmigo en un restaurante". Y a favor del general sentimiento de disgusto y deseo de cambio el Gobierno logró pasar una ley, muchas veces propuesta y otras tantas rechazada, que obliga a los diputados que dejen sus partidos a abandonar simultáneamente sus escaños, a fin de que no mantengan, como hasta ahora, el privilegio de representantes sin la disciplina de su grupo, lo que les permitía una facilidad de maniobra proclive al negocio de influencias.

"Algo huele mal en Dinamarca", decía Shakespeare. En ese ambiente tan propio del cisne del Avon que es la India, donde el amor puede erigir tumbas, como la del Taj Mahal, y la ira causar miles de víctimas en una sola jornada, la gente se revuelve inquieta ante las noticias que recibe. En el momento feliz de estrenar nuevo Gobierno, dando un mentís a quienes veían en la muerte de Indira el fracaso final del intento de regir democráticamente un país cargado de problemas regionales, sociales y religiosos, surge ahora el oscuro veneno de la desconfianza en los mandos. ¿Cómo podemos guiarnos de ellos si nos traicionan, si están -palabra horrible- corrompidos?

"Todo el agua del océano no podría hacer desaparecer esta sangre de mis manos", exclamaba, horrorizada, lady Macbeth. Los hindúes de hoy esperan que el Ganges, ese río madre, que no padre, de la patria, ese río en el que se lavan, del que beben, con el que comulgan y al que entregan las cenizas de los seres queridos, será más potente que el mar al que se refería la asesina esposa del ambicioso lord. De la la misma manera que deshace en sus aguas milagrosamente la corrupción física -los asombrosos análisis químicos las declaran absolutamente puras-, lo hará simbólicamente con la corrupción moral, la que ataca las almas en vez de los cuerpos, la corrupción dictada por la ambición y la codicia.

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