Sobre la psiquiatría y los enfermos mentales
Un artículo que Fernando Savater ha publicado recientemente en este periódico, aprovechando una supuesta entrevista que realiza al psicoanalista norteamericano Szasz, me ha decidido a escribir sobre algunos puntos polémicos que existen en torno a la psiquiatría y la enfermedad mental.Algunos juicios que Savater pone en boca de Szasz ilustran un estado de opinión más generalizado de lo que sería deseable. Así, por ejemplo: "El Estado terapéutico pretende curar a los hombres de ser lo que son, por las buenas o por las malas ( ... )". "Nadie debería ser jamás medicado contra su voluntad y todo el mundo debería tener derecho a automedicarse del modo que prefiera ( ... )". "Prohibir el suicidio es un acto de locura y de desprecio por el ser humano ( ... )". "Creo que la droga puede matar a quien quiera matarse y eso no puede ni debe ser perseguido como un problema público, porque es una cuestión privada". Son frases suficientemente elocuentes que expresan el sentir de algunos respecto a la psiquiatría y a la actitud que debería imperar frente a algunos problemas psiquiátricos.
En primer lugar hay que recordar que la auténtica enfermedad mental, la psicosis (por tanto, no me refiero a los frecuentes trastornos de personalidad o a los estados neuróticos o depresivos que se derivan de problemas biográficos o sociales), no la inventaron los psiquiatras, ni siquiera es producto de un tipo particular de sociedad o régimen político. Ya Hipócrates, 400 años antes de Cristo, describió enfermedades psíquicas cuya correspondencia con los actuales cuadros maniacos, melancólicos o esquizofrénicos es sorprendente. Sin embargo, la psiquiatría nació como ciencia a finales del siglo XIX y no antes de Cristo. Por otra parte, a lo largo de los siglos las enfermedades mentales se han presentado con una machacona y exasperante regularidad, al margen del estado de la medicina y de la actitud de ésta hacia el enfermo (recordemos que en la Edad Media muchos dementes fueron exterminados por la Inquisición por presuntos endemoniados). Tampoco el tipo de sociedad ha condicionado la incidencia de las auténticas enfermedades mentales y las estadísticas reflejan un equilibrio absoluto Este-Oeste, sociedades opulentas-tercermundistas, que para sí quisieran los paladines del pacifismo.
Otro tópico es el de la psiquiatría como ente represor al servicio de un Estado manipulador y alienante de sus súbditos. Pues bien, hay que disociar el papel directriz que un Estado dominante puede ejercer sobre infinidad de cuestiones morales y sociales y el supuesto atentado a la libertad que supone tratar la enfermedad mental incluso en contra de la voluntad de la persona que padece el trastorno. En efecto, todo el mundo debe ser libre para tratarse o no, pero siempre y cuando disponga del libre albedrío que le permita valorar adecuadamente todos los parámetros que configuran su/la realidad. Sin embargo, la esquizofrenia (prototipo de enfermedad mental) se caracteriza precisamente por la incapacidad de autocrítica y por una pérdida del sentido de realidad (delirios, alucinaciones, etcétera), que, según estudio exhaustivo de la Organización Mundial de la Salud (OMS), alcanza al 97% de estos pacientes.
Llegado este punto nos planteamos qué hacer, ya que o dejamos sin tratar a un enfermo grave que irremisiblemente evolucionará hacia un deterioro progresivo en todos los órdenes (personal, familiar, laboral, etcétera), o se le trata, con todo el respeto humano que se merece, pero en contra de su voluntad. Por otra parte, no hace falta caer en utopías, producto de la ignorancia o el esnobismo, para saber lo que ocurre cuando no se trata la enfermedad mental de una forma rápida y correcta. Hasta principios del siglo XIX los enfermos o fueron quemados en la hoguera o hacinados en cárceles, asilos, etcétera, junto al resto de marginados sociales. Ya en este siglo, y hasta la década de los cincuenta, eran almacenados en manicomios o recluidos en sus casas en un estado de vida casi vegetativo y animal. Sólo a partir de 1952, con la introducción del primer psicofármaco activo, la clorpromacina, se produjo un descenso tan espectacular en el índice de ingresos psiquiátricos que ni el crítico más radical puede negar. Todos los planteamientos que se alejen de esta verdad histórica están abocados al caos y, peor aún, a la pérdida de lo que con esfuerzo se ha hecho por el enfermo durante casi dos siglos.
Tercer punto polémico: el suicidio como elección que debe o no respetarse. "No se debe hacer vivir a quien no lo desee", defienden algunos. Pues bien, la psiquiatría responde: sí se debe intentar que la gente viva aunque no lo desee en todos aquellos casos en que la elección proceda de un estado psíquico anómalo que impida a la persona elegir libremente su destino. Existen, en efecto, actos suicidas que están asumidos con plena conciencia crítica; pero una gran parte de suicidios se nutre de pacientes depresivos o esquizofrénicos cuya decisión no es libre, ya que su libertad está coartada por su enfermedad. Es más, preguntamos a todos los defensores del respeto al suicidio: ¿es ético dejar morir a alguien que en un plazo de escasas semanas puede recuperarse totalmente y sentirse esperanzado nuevamente por la vida? Actualmente una depresión tratada correctamente se soluciona en un período breve, tras el cual el paciente puede asumir nuevamente las decisiones que mejor estime. Todos los depresivos, sin excepción, agradecen el tratamiento cuando están recuperados. Con estas premisas, ¿dejarían morir a un hijo, hermano, padre o amigo los defensores del libre suicidio?
Cuarto, y punto final: no hay trastorno psíquico que imponga un estado satisfactorio o de enriquecimiento existencial. Ninguno entraña una mejoría en la libertad personal. Por el contrario, todo paciente neurótico o psicótico sufre por su enfermedad. En contra de la opinión de algunos, la psiquiatría, como ciencia con hondas raíces médicas, intenta dar una respuesta al dolor humano, en este caso psíquico, de la forma más honesta y científica que tiene en cada momento histórico.
Finalmente, unas palabras de agradecimiento al profesor Savater por todo lo que su artículo me ha sugerido. Y una recomendación (sin acritud): que no acabe siendo "un hombre que habla por los demás, no paga las consecuencias de lo que escribe, olvida que las palabras puedan matar y a menudo no conoce de lo que habla", según se identifica a muchos intelectuales de izquierda en Europa, como dijo recientemente Regis Debray.
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