Champán y mujeres
Un alma sensible, hasta hace unos 80 años, cultivaba su espíritu con dedicación diaria. Viajaba, cuando nadie lo hacía por gusto, con esa lentitud contemplativa de los trenes monótonos, componiendo la estampa de negras diligencias, de buques humeantes. Sus baúles conocían el secreto de Goethe, de Byron, de los antiguos griegos. Leían. Meditaban. Paseaban. Se apasionaban. En sus cuadernos, donde anotaban la más mínima oscilación de su sufrir, brillaban dibujos y acuarelas impensables hoy, en época que mira el refinamiento como debilidad del alma.Las noches de ese régimen antiguo, bajo vacilantes bujías, escuchaban los antiguos nocturnos de John Field, las romanzas y las barcarolas, los lieder melancólicos. Más que el arte, preocupaba la vida, el laberinto humano.
Yo creo que resultaría de cándidos querer volver a aquellos años. Los nuestros han llegado a ser mejores, según el axioma de las vanguardias, por la única razón de que son los que nos han tocado vivir, lo cual es razón pobre. ¿Viajes románticos? ¿Viejas ciudades? ¿Lecturas apasionadas? Hoy cualquiera podría recorrer de punta a punta la que fue hasta ayer misteriosa Galicia y sorprender los mil sabotajes que han crecido en ella, bajo forma de casas alicatadas; probar en sus fondas los mismos comistrajos de diálogo fatigoso ("de postre: yogur, plátano y flan". "¿De la casa?". "No, señor") que a Lorca entristecería, porque fue él, en conferencia llena de su gracia, el que apuntó que a un país le definían sus nanas y sus dulces; y escuchar, en fin, en máquinas tragaperras de Compostela las mismas melodías que bailan, a esa misma hora, gentes de Dinamarca, de Japón o de San Diego, en San Diego, en Japón y en Dinamarca.
¿Nocturnos, lieder, cuartetos quejumbrosos? Si Napoleón, que inspiró a Beethoven, llegó a decir que la música era el menos molesto de los ruidos fue porque no conoció este siglo. En lo que uno alcanza a oír, la música ya es el peor y más molesto de los ruidos, en un siglo que sabe todo de la materia. ¿Clásicos de nuestro tiempo? De uno de estos clásicos, por azar de frecuencia modulada, pudimos escuchar, no hace todavía meses, una secuencia musical que el locutor no dudó en calificar como "una fantasía de gran cromatismo". Su título resuena aún, imborrable para siempre, con enigmático tono: Concierto para batería de cocina. Tras aquella demostración exhaustiva y cromática, uno, desconcertado, no sabía a qué atenerse. Seguramente si a aquello lo hubiesen titulado Amanecer, Elegía vietnamita o Paseos de un solitario, la partitura habría lucido con más empaque, con otro carácter, intelectual e incluso filosófico. Pero se conoce que el autor era sincero, un alma noble, y prefirió el impacto de la franqueza.
Yo no creo tampoco que toda la música de ahora sea así. Ahí está, en la poquedad de su piano, de una sola cuerda, como la poesía de Bécquer, el maestro Mompou. Sí, no todo será gaita gallega ni murga de sabihondos. Algunos entusiastas creen que con el tiempo esta clase de música a la que me refiero se hará popular y gozará de la misma audiencia que el Don Juan de Mozart. Puede, pero lo dudo, porque, sin ser Napoleón, el público no está para mucho.
¡Viva la fiesta!
De todas las artes, sin embargo, yo veo que la pintura tiene un papel ahora de vedette, quizá por su mucha vistosidad, quizá porque, como las queridas caras, tiene mucho rumbo con el dinero.
Las vanguardias, que entraron en Europa pegando portazos y saliéndose de los museos con cajas destempladas por la única razón de que no podían colgar en ellos sus obras, han terminado ocupándolos todos, lo cual es paradójico, porque quienes se salen ahora son de otra cuerda. Esto estaría bien como asunto para un vodevil. A mí que las vanguardias quieran quedarse en los museos no me parece mal. Pero me sigue asombrando que después de 80 años de haberse producido estén dando todavía la batalla del gusto, molestas de no ser populares, con grandes audiencias. Para algunos esto que digo es falso, pero no hay tal. Cuando se organiza una exposición de un vanguardista histórico y famoso, se ven muchas colas y en la población se despierta una curiosidad grande, por lo que acude en masa. Pero como se iría a una ejecución pública, o a un museo de figuras de cera a contemplar crímenes y aberraciones, del tipo de Landrú o de las siamesas tibetanas.
A la gente partidaria del arte de actualidad, de los modernismos, le molesta que uno, en el plan capcioso de las comparaciones, acerque, por poner un caso, los nombres de Zurbarán y Mondrian, "místicos cada cual de su época", como he leído recientemente. Para mí la historia del arte y la crítica, en estas cuestiones, aplican la ley del embudo. Comparar a Velázquez con Vermeer y a éste con Rembrandt parece adecuado, lógico, de profesores y estudiosos cabales. Ahora, comparar a Zurbarán con Mondrian levanta susceptibilidades. Yo no veo por qué.
Hace unos años, cuando se expusieron en Madrid las telas de este ingeniero de la pintura, supimos que la casa aseguradora había extendido sobre alguna de esas obras la bonita cantidad de siete millones de dólares. El mismo día en que se inauguraba aquella antológica del holandés abstracto, en París, por la razonable cifra de 120 millones de pesetas, no quedaba cubierto el precio de salida de un espléndido Goya, de proporciones notables. El retrato de aquel ilustrado, con chaleco azul, azul plateado, con banda blanca y bermellón, tuvo que dejar la subasta avergonzado, derrotado por un frío racionalista que entendía mejor que él, que entendía mejor que el propio Goya, el siglo XIX, convertido en hábil amanuense para amañar la historia.
Si las vanguardias sólo se hubiesen modificado a sí mismas, en régimen endogámico, cabe suponer que la cosa no hubiera tenido importancia. Pero despliegan gran fervor por el pasado, tanto como por el presente. No hace mucho aún escuchamos que alguien, tras la restauración de Las meninas, como mérito de Velázquez, señalaba entusiasmado que toda la parte del codo de la figura de Velázquez pintando era "igual que un Saura", sin menoscabo del aragonés. Es cierto que cada época mira de modo diferente el pasado, pero no hasta el extremo de que obliguemos al pasado a ser espectador de nuestro presente, lo que sería de una petulancia ridícula.
Yo he visto, en menos de 20 años, sucederse unos cuantos estilos que eran, y así se presentaban, superadores y definitivos. Luego se vio que todo paraba en camelo y charlatanería, en cosa de embaucadores. El arte conceptual, los jápenin, las corrientes pictóricas intelectuales y politizadas que apoyaron Pleynet y los franceses, el op art y el pop, el expresionismo de la mano tonta, cuando estallaron, movieron mucha tinta entusiasta, con despliegues y oriflamas de todo tipo, desde académicos y universitarios hasta municipales. Cada año, aquí y allá, por todo el globo, han ido apareciendo un par de mentes privilegiadas y geniales que luego se olvidan. Con el abstraccionismo pasó lo mismo.
Ahora esto parece que va cambiando, desplazándose a otro sitio. Una de las personas que defendió mucho la pintura abstracta nos sorprendía hace unas semanas, ante el empuje de las neovanguardias italianas actuales, con esta lápida indeleble: "Es algo irreversible. La abstracción ya no tiene nada que hacer en el mundo". A mí me parece de perlas que no se vuelva a pintar abstracto hasta el día del juicio, pero ¿dónde está el pensamiento, el verdadero sentir, la verdad de ese cambio, las hondas motivaciones del espíritu para este giro? Este modo taurino de ver la pintura a mí me deja turulato. Se conoce que como la pintura abstracta ha tenido unas malas faenas ya no le caen contratos de las galerías ni tampoco escriben de ella los críticos, que han terminado, después de un noviazgo tan largo, por quitarla de los carteles. ¡Viva la fiesta!
Divagaciones arbitrarias
Si a uno no le gusta Pollock, siempre hay alguien al lado que exige que tiene uno que ser partidario de Enrique Segura, lo cual es una memez. Casi se diría que a algunos les molesta incluso que uno prefiera la compañía de Mozart y de Corot, y no, como quisiera su fanatismo o su proselitismo, Cage o De Kooning. Para ellos lo natural sería que, ya que uno es poco entusiasta de lo contemporáneo, se mostrara encantado con el pasodoble Banderita española o con las estrafalarias esculturas del Valle de los Caídos, y yo no veo la razón.
Era común hasta hace poco creer que los gustos en cuestiones artísticas eran reaccionarios y progresistas, lo que se aceptaba con una ingenuidad angelical. Algo creo yo, sin embargo, que está cambiando. Ya nadie piensa que se está más al día leyendo a Flaubert que prefiriendo a Stendhal, como sugerían los discípulos de Joyce, hace unas décadas.
Incluso la pintura acusa este cambio. Casi todos, o una muy buena parte de los que practicaban el abstraccionismo, han ido metamorfoseando los fondos de sus cuadros, casi por arte mago de birlibirloque. Poco a poco, sus manchones de color se han ido concretando en bichos, perros, culebras, leones y cosas de aspecto feroz. Por el momento, son pinturas todavía paleolíticas, de mucho miedo. Veremos en qué paran. Los más delicados, en cambio, los que se cultivaban más, sus gasas inconcretas las han ido volviendo fruteros, litorales, oleajes, con tratamiento romántico y refinado.
Han cambiado los que aún podían hacerlo, o los que eran todavía jóvenes. Pero para los viejos pintores abstractos el panorama se les presenta sombrío, difícil, de gran competencia. Algunos, ante la moda figurativa, hablan de derechización de la pintura, lo que desasosiega algo, cuando no es causa de mucha risa. Todos hemos leído cómo un pintor de cartel reputaba de reaccionarias las moscas del pobre Dalí. Se conoce que debe pensar que sus abstracciones sobre tapias, cartones y cosas así son de gran provecho a la humanidad. ¡Qué fantasía! ¡Cuanto candor! Quizá este pintor, preocupándose por la ideología del arte, esté poniendo en evidencia el poco sentido que tienen las ideas en un tiempo que, a falta de ellas, descansa en la palabra eclecticismo.
Según esa defensa ecléctica del arte, se producen paradojas que a uno le chocan todavía. Cuando se expusieron, hace unos días, las obras del pintor Morandi, los críticos y los entendidos, en todos los medios de comunicación, se deshacían en lenguas. Esas cosas entonadas, claras y cremosas de Morandi a todos deleitaban por su recogimiento y bucolismo. Se habló mucho de la provincia, de la vida retirada, del desprecio de la corte. El silencio, la metafísica, lo profundo, la verdad estaban cada dos líneas. Levitando, se encontraban todos en la gloria. A la semana, también en Madrid, se abrieron las puertas de una exposición con los trabajos del vanguardista Picabia. En los mismos medios, por las mismas personas, se exaltó ahora todo lo contrario. Se lanzaron vivas al cachondeo, a las mujeres, al bicarbonato y a los coches. Y hubo mucha animación comentando la juerga, el erotismo, el jolgorio.
Yo veo estupendo que alguien reparta sus predilecciones en cosas opuestas y contrarias, y aun excluyentes, pero yo a eso ya no lo llamaría eclecticismo, ¿Los viejos problemas de la pintura? ¿El color, el dibujo, el alma de los personajes? Yo creo que para alguien contento con este tiempo la cosa es más sencilla: ¿Morandi? ¿Picabia? Sentencia salomónica: una vela a Dios y otra al diablo. O como en cuartelero apotegma quedó dicho: champán y mujeres hasta que se acabe el duro.
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