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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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Elegir la tecnología

Leo en un excelente semanario italiano las maravillas que ofrece en Estados Unidos la Compuserve, una gran red de servicios a través de ordenador. Al volver del trabajo o del estudio, el afortunado poseedor de un computer personal tiene a su disposición una apasionante variedad de posibilidades. Hacer nuevos amigos, charlar de política o de poesía, coquetear procazmente con un partner anónimo, intercambiar recetas de cocina, jugar al ajedrez, amén de recabar información sobre el tiempo, la situación de la bolsa, los horarios de vuelos, ofertas de coches de segunda mano, de baby-sitters y quién sabe cuántas cosas más. Todo con la sola ayuda del ordenador, sin moverse de la habitación. No es más que un ejemplo -más bien lúdico e inofensivo- de los muchos que nos sorprenden a diario a cuenta de los progresos de la tecnología.Dicen que fue el asombro lo que incitó a los primeros pensadores. Ellos se asombraron ante la naturaleza; a nosotros nos asombran nuestros propios inventos. Y tal vez sea ésa la razón de que el asombro hoy, más que incitar a pensar, provoque o profundos recelos o grandes entusiasmos. De un lado, la respuesta catastrofista y apocalíptica, temerosa ante la novedad y hostil al cambio. Del otro, la respuesta optimista y confiada, dispuesta a sacarle al desarrollo el máximo partido. Ambas actitudes, por ser extremas, llaman la atención, y ello, es positivo, pero nadie acaba de tomárselas en serio: son demasiado exageradas. Huyamos, pues, de los extremos si queremos invitar a la reflexión; distanciémonos del veredicto maniqueo del bien y del mal y partamos del supuesto de que el llamado progreso tecnológico no es, en principio, ni bueno ni malo: será lo que nosotros hagamos de él.

El mito de lo natural

El pensamiento negativo y catastrofista mira de reojo a la tecnología porque la concibe como una amenaza que pone en peligro la identidad de la persona humana. Es víctima de una concepción antropocentrista, característica de la modernidad, obcecada en salvar al individuo contra la sociedad, contra la naturaleza o contra las producciones de su propio magín. "¿Dónde empieza y dónde acaba lo humano?", se preguntaba ya, escépticamente, Locke: "¿Qué criterios permiten distinguir al ser humano del monstruo?". Eran preguntas no muy alejadas de las que se han vuelto a hacer a propósito de las técnicas abortivas, eugenéticas o de prolongación de la vida, a propósito de las fecuridaciones in vitro, de los trasplantes de órganos o de la congelación de cadáveres. Preguntas como ¿cuándo empieza la vida?, ¿cuándo se produce la muerte?, ¿es lícito controlar los estados de ánimo, leer el pensamiento, mejorar la eficacia de la memoria o incitar artificialmente a soñar?

Preguntas, con todo, mal planteadas porque no apuntan a la autonomía, la felicidad o la satisfacción de los deseos individuales o sociales, sino a la absurda e incomprensible preservación de una esencia de la vida humana. No por otra razón la respuesta a tales perplejidades viene dada por una moral contra la conservación, que se constituye en defensora de un legendario orden natural contra el que la técnica parece atentar. Pero es falso: no hay naturaleza contrapuesta a la técnica si asumimos que el ser humano es homo faber y su tarea consiste en transformar y reconstruir la naturaleza que lo ha engendrado, transformándose y reconstruyéndose también él, haciéndose a sí mismo. No vale como un argumento frente a la técnica decir que es contra natura, pues la naturaleza es un ente de ficción. No ha de preocuparnos que la identidad humana se mantenga o cambie, sino qué tipo de persona humana queremos hacer, y el objetivo, al parecer, está en nuestras manos.

Si se consiente universalmente en reparar el mal natural -defectos genéticos, catástrofes climatológicas- o en reducir el esfuerzo y el trabajo humano, el dolor, mediante la técnica, ¿qué argumento puede esgrimirse en contra de producir el bien, es decir, hacer seres más felices, más adaptados al medio, utilizando las mismas técnicas? ¿O seguimos pensando que la salud consiste sólo en remediar la enfermedad y no -también y quizá más- en evitar el sufrimiento? Sólo hay un argumento en contra de dicha terapia: que los costes de la experimentación sean excesivos. Pero los costes sólo son excesivos cuando la experimentación se convierte en su propio fin: experimentar por experimentar. Cuando, por ejemplo, no se investiga para disminuir el hambre o: la miseria, o para resolver el problema del fin de la energía, sino para acumular saber (o poder) tecnológico, cuando la tecnología. es un pez que se muerde la cola.

El homo faber transforma y reconstruye la realidad porque piensa y juzga antes de actuar, se siente insatisfecho ante el mundo con el que se ha encontrado y sabe que todo puede ser mejorado. De ahí que la actitud madura y prudente ante la sociedad automatizada no consiste en codificar y distinguir la buena de la mala tecnología, sino en impedir que sea la tecnología y no su productor quien imponga valores, necesidades o deseos. Karl Jaspers observó sagazmente el carácter ambivalente de las innovaciones tecnológicas: "El mundo técnico contiene las nuevas posibilidades del ser humano", y puesto que "no se plantea objetivo alguno puede servir para, la salvación y para el desastre". Es cierto, y, a mi juicio, la salvación por la tecnología sólo será posible si se torna conciencia de dos peligros inherentes a ella que mepropongo analizar:

1. Por un proceso de retroacción, la tecnología produce, sus propios valores o tiende a imponerse ella misma como valor absoluto, anulando la creatividad y capacidad de elección del individuo.

2. La tecnología descubra una serie de posibilidades que enriquecerían nuestra forma de vivir si supiéramos cómo usarlas. Si estas dos consecuencias de la revolución tecnológica cogen al individuo desprevenido y sin recursos será inevitable que vea más obstáculos que horizontes salvadores en el desarrollo de la técnica.

Los valores de la tecnología

Hemos rechazado la nostálgica vuelta a la naturaleza, pero no puede satisfacernos tampoco la contemplación amoral, el "nada se puede hacer" ante los cambios producidos por la tecnología. Queda una tercera vía: la selección y preferencia deliberada de lo técnicamente posible. Pues siendo la técnica un producto humano, "la producción de lo superfluo", como indicara Ortega, no siempre está claro con qué fin se produce lo superfluo, a quién sirve y qué deseos satisface. Mediante la técnica, ¿es el individuo quien gobierna su circunstancia para adaptarla a sus conveniencias y deseos, o acaba siendo al revés, y son nuestros deseos e intereses los dirigidos por la técnica?

Si hay que evitar que nuestros inventos acaben destruyéndonos, hay que saber elegirlos. No hacer todo lo posible ni todo lo que la técnica capacita para hacer. "No hay que probar nada que no sea para el bien de la humanidad" es el criterio que nos brinda G. Hottois. "El bien de la humanidad". Pero ¿sabemos cuál es, así, en abstracto? ¿Alargar la vida? ¿Procurar el máximo placer y el mínimo dolor? ¿Mejorar la calidad de vida? ¿Satisfacer las necesidades básicas y, a ser posible, las superfluas? Sí, todos son fines buenos y deseables, siempre y cuando seamos nosotros quienes los orientemos y les demos contenido y no dejemos que la tecnología lo haga en nuestro lugar. Ejemplos de que suele ocurrir más lo segundo que lo primero, es decir, ejemplos de que quien manda es la tecnología y no nosotros, los hay innumerables. Basta echar una mirada a nuestro alrededor y ver cómo las máquinas y aparatos domésticos satisfacen menos necesidades de uso que una irresistible necesidad de consumo, o contemplar cómo los ordenadores dirigen y transforman los métodos de investigación sin que ésta mejore por ello apreciablemente, o cómo nuestros hijos programan su tiempo libre en función de los programas de televisión. A otro nivel, las técnicas de prolongación de la vida nos mueven a preferir una supervivencia vegetativa a una muerte digna; la ingeniería genética determina de qué manera deben aliviarse las frustraciones de las mujeres estériles (excluyendo otras opciones -como la adopción de huérfanos- en las que la técnica no interviene). Y sin duda, el ejemplo más inquietante sea el de la tecnología militar, la cual tiene que disculparse a sí misma disfrazándose de estrategia defensiva, disuasoria u ofensiva (así acaba de definirse la guerra de las galaxias), para ocultar lo que de hecho es: el. motor decisivo de la reactivación industrial y de la innovación técnica en general.

Mayor calidad de vida, ¿mayor felicidad?

Pensar sólo negativamente la tecnología para evitar que nos domine y manipule es cerrar los ojos a la capacidad que tiene a su vez de liberarnos y hacernos más felices. Es evidente que toda la panoplia electrónica de ordenadores personales, calculadoras, vídeos, bancos de datos, robots domésticos producirá un cambio radical en las relaciones sociales, laborales, políticas, en la concepción de la educación, en la distribución del trabajo y del ocio, en los modos de producción y de servicio, en las posibilidades de dar y recibir información y en cantidad de otros ámbitos aún impensables. La tecnología abrirá infinitas posibilidades de diversión, de consumo, de mayor comodidad. Y todo ello es positivo, siempre y cuando se sepa utilizar racional y humanamente.

Quienes se han dedicado a vislumbrar ese futuro que la mecanización y automatización progresivas nos prepara, insisten sobre todo en la transformación radical en la concepción del trabajo. La eliminación de la mano de obra implica la desaparición de la clase obrera, y junto a ella, la extinción de la clase capitalista. No habrá propietarios, sino gerentes: científicos, eruditos, ingenieros, técnicos, organizadores de producción y servicios. En lugar de la equiparación entre trabajo manual e intelectual, proyectada por el marxismo, tenderá a prevalecer sólo el trabajo mental. Por supuesto, esta transformación requiere una serie de cambios de política económica, redistribución del trabajo y de la renta que hagan posible una mayor igualdad y acaben con la lacra del desempleo. (Por ese camino, Adam Schaff ve con entusiasmo el paso hacia un nuevo socialismo.) Dejando al margen los problemas y soluciones políticos o institucionales, es también evidente que la revolución tecnológica nos enfrenta a un cambio profundo en la vida cotidiana del individuo. Un cambio que puede esclavizarlo o liberarlo. Pensemos en la disminución progresiva del tiempo de trabajo y el aumento del tiempo de ocio. ¿Estamos preparados, educados para afrontarlo? ¿No es muy fácil que la disminución de ocupaciones obligatorias sólo genere aburrimiento y que de nuevo tenga que ser la tecnología la que nos brinde ocupaciones, necesidades y deseos que sólo favorezcan a la autorreproducción de la misma tecnología? Los valores dejan de serlo cuando no se siente necesidad de ellos. Cuando el ocio no es más que tedio, desocupación o preocupación (qué hacer el fin de semana), motivo de neurastenia, en lugar de ser un valor degenera en una alienación más. Gracias a las máquinas, la capacidad de pensar y juzgar -la antiguamente celebrada "vida contemplativa"- debería erigirse en el resorte del progreso productivo, pero, paradójicamente, las máquinas frenan, en lugar de potenciar, la capacidad de pensar: la automatización de los instrumentos ideados por nosotros no nos hacen más autónomos.

La calidad de vida y la felicidad no siempre coinciden, pues la felicidad no es un término descriptivo, sino prescriptivo: nadie ni nada nos la da, hay que hacérsela. Aristóteles lo vio cuando dijo que todos saben que el fin es la felicidad, pero pocos saben en qué consiste. Ningún código, ninguna receta; ningún consejo servirán al propósito. Ni servirá tampoco una "producción de lo superfluo" indiscriminada. ¿Satisface la tecnología que exime de trabajar "con el sudor de la frente" si al mismo tiempo incapacita para pensar, juzgar o imaginar? ¿De qué sirve tener acceso a tanta información si ésta no genera solidaridad entre los seres humanos? ¿No es contradictorio que la comunicación sea más fácil cada día y, sin embargo, sea también cada vez más intensa la soledad? Es la tecnología la que está cambiando el mundo, y no nosotros. Por otro lado, la producción de lo superfluo se legitima cuando las necesidades básicas están satisfechas. ¿Puede decirse que ocurre así en nuestro mundo? ¿O lo que ocurre es más bien que la técnica ayuda y favorece a quienes menos lo necesitan?

Heidegger se refirió a la época de la técnica como a das Unheimliche, la época de lo inquietante". Inquietante, dijo él, porque arranca y desarraiga al hombre de la tierra. Más inquietante aún, añadiría yo, por su ambivalencia y por sus contradicciones y, sobre todo, por el desequilibrio patente entre las posibilidades del ser humano y su incompetencia para orientarlas a su favor. Mas no se trata de acallar la inquietud y volver atrás, sino de mantenerse alerta.

Victoria Camps es profesora de Ética en la Universidad Autónoma de Barcelona. Autora de Pragmática del lenguaje y filosofía analítica y de La imaginación ética.

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