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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los pícaros de la cultura

EL SEGUNDO puesto en la lista de recaudaciones por música ejecutada en radio durante el primer semestre de 1984 (161,5 millones de pesetas) corresponde a Nemesio Otaño. Su justificación es una decena de notas: se trata de la sintonía de Radio Nacional de España, que se viene interpretando numerosas veces al día desde la guerra civil y que ha proporcionado desde entonces una fortuna en derechos de autor al padre Otaño y a sus sucesores. La melodía no se le ocurrió a él: es un viejo toque de generala que encontró en los archivos -era un erudito- y registró a su nombre. Ésta es una de las anomalías de lo que está sucediendo con la cuestión de dominio público de la ley de Propiedad Intelectual (actualmente en vía de revisión). Prácticamente en todos los países está establecido que los derechos de propiedad intelectual generados por los autores sean percibidos por sus herederos hasta un cierto tiempo después de la muerte del autor (variable en cada legislación, aunque se tiende a un acuerdo internacional basado en los cincuenta años) y pasen después al dominio público. Excepción hecha de ese período de reserva de medio siglo en beneficio de los hijos y de los nietos de un autor, se considera lógica y justificadamente que las obras de creación pertenecen al patrimonio cultural universal.Esta socialización intelectual tiene como base principal que las grandes obras se puedan difundir a bajo precio. En ese sentido, las presiones gremialistas que se ejercen ahora sobre el Gobierno para que la nueva ley de propiedad intelectual establezca un canon sobre las obras de dominio público, a fin de que los fondos así recaudados sean luego aplicados en beneficio de los autores contemporáneos, constituyen una pretensión insostenible desde cualquier punto de vista mínimamente sensato. Que los escritores de hoy aspiren a repartirse los derechos de autor de Cervantes constituye una reivindidación corporativista tan peregrina que su simple formulación produce sonrojo. En un país como España, donde los clásicos se leen poco y mal, resulta asombroso que sean precisamente quienes invocan su magisterio los que propugnen el encarecimiento de su difusión mediante la creación de un impuesto añadido sobre su edición. Y entra ya directamente en el mundo del esperpento que el título para beneficiarse en del botín de ese canon sea figurar en el registro de autores de obras impresas, aunque sus páginas sean pura bazofia o penosos engendros. Un escritor debería preocuparse de que sus compatriotas leyesen a los clásicos y no de subrogarse, a efectos pecuniarios, en el talento de unos autores fallecidos que pertenecen a la sociedad entera.

Con independencia de esa disparatada pretensión, en el mundo de la música y del teatro existe ya una picaresca en tomo a este tema: aparecen los adaptadores o arregladores. Prácticamente ninguna de las grandes obras de la humanidad se publica, o ejecuta gratuitamente: siempre hay alguien que cobra, y se llama adaptador o arreglador. Siendo este acervo común, cualquiera pue de tomar de él uria obra y arreglarla, y aparecer como autor de la versión: los derechos de autor le corresponderán. En un principio, esta mediación se entendió como necesaria. Se suponía que los laúdes de Vivaldi o el clavecín de Bach necesitaban trasposiciones para instrumentos actuales, y los bajos cifrados, transformarse; como se entendía que el verso de Calderón podía tener que limpiarse de arcaísmos, y su construcción dramática adecuarse a las técnicas actuales; y desde luego, las lenguas extranjeras necesitan traductores. Y anotadores, y esclarecedores. Hubo especialistas, eruditos, estudiosos que cumplieron estas funciones. Poco a poco esto ha degenerado y forma ahora parte de los propietarios del medio por el que se difundan estas obras, estén o no caracterizados para ello. Dicho de otra forma: el director de un teatro puede programar un clásico, realizar él los arreglos más o menos necesarios y cobrar los derechos de autor, lo cual le disuadirá fácilmente de hacer el encargo a un especialista. No es frecuente que se acuda a los manuscritos o las ediciones príncipe, sino que se pueden depredar versiones, traducciones o ediciones anteriores. Las cifras más abultadas pueden corresponden actualmente a Televisión Española, donde es frecuente que los realizadores aparezcan como autores de obras de dominio público: su labor técnico-artística de adecuación al medio que poseen se confunde inmediatamente con la de creación de la obra del autor muerto. La actual serie Veraneantes, por ejemplo, está tomada de autores rusos de dominio público: Gorki, Chejov, Ostrovski: de ellos son situaciones, diálogos, creación de personajes. Se les han puesto a estos personajes nombres españoles, como a la geograrla o las situaciones; se han entreverado algunas frases y se han conquistado los derechos económicos. Una serie dramática en televisión puede producir varios millones de pesetas por este concepto (según su duración).

La picaresca y la impostura que pueda haber en algunos de estos casos no agotan, sin embargo, los supuestos criticables de esa situación. Se viola también la intención legisladora internacional, que pretende que las obras clásicas reviertan en favor de una cultura de bajo precio. Se aparta a escritores, autores, especialistas o estudiosos de las obras para suplantarlos por los propietarios del cargo técnico del medio, sin respetar lo que debía ser una incompatibilidad ética. Se desvirtúa hasta extremos alarmantes la originalidad de la obra clásica para justificar el arreglo: el pillaje suele ir acompañado por el destrozo. La programación de obras clásicas impide la de autores contemporáneos y vivos; se disfraza de culturalismo, pero se permite la sospecha de que se hace por conveniencia económica del titular del medio.

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La inmensa mayoría de estos hechos corresponde a medios institucionales, aunque en torno a los derechos de autor haya una jauría heterogénea. La obra legisladora podría ocuparse de este problema, cuidando la defensa de la obra como parte del patrimonio cultural -sin olvidar los desmanes que puedan hacer los propios herederos, cuyo derecho al cobro no debe confundirse con la libre disposición del monumento artístico- y tratando de evitar-el pillaje; pero sobre todo, la Administración debe cuidar de que sus propios medios no acepten el pillaje de las personas a quienes encarga de velar por él. Cortando la corrupción cultural.

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