Empate
Me niego a creer que la Liga española de fútbol ya sólo sea reflejo de sí misma, acontecimiento de uso exclusivo para hinchas y quinielistas, césped intransitivo sin relación con esos terrenos donde se juega esa otra liga que hemos dado en llamar la actualidad. Somos un país desmesurado. Tan pronto elevamos el fútbol a categoría trascendental y lo obligamos a oficiar el papel de metáfora generalizada y explicalotodo -en tiempos de aquel nada metafórico general inexplicable-, como expulsamos drásticamente el esférico del discurso de la realidad, reduciéndolo a mera anécdota dominguera; hacer ocio de socio.Pero ahí están los perturbadores signos quinielísticos de las últimas semanas para demostrar que no anda el fútbol tan huido de la realidad como algunos intelectuales pretenden. La mejor metáfora de los tiempos está en ese permanente empate que asola la Liga nacional. La excepción del Barça sólo confirma la regla del empate, la bostezante ley de la equis, porque lo normal ya no es ganar en casa, sino puntuar fuera. La lógica del esférico también es la lógica que rige los marcadores electrónicos y simultáneos de esa otra gran esfera achatada por los polos. Una equis recorre el mundo.
No son las tácticas ultraconservadoras de los entrenadores, no es el infantil miedo a jugar en casa. Esa quiniela saturada de equis por todas las partes menos por una, menos por Terry Venables, es justamente el aspado signo que preside el espíritu del fin de siglo. Se acabó la era de las goleadas, de las enormes victorias o derrotas, de los marcadores asimétricos. Vivimos el tiempo de los empates obscenos, de la paralizante ley de las tablas, de la inmóvil y tediosa lógica del 50%. El empate nuclear que a la vez provoca e impide la catástrofe. El empate tecnológico que duopoliza el progreso. El empate posindustrial que deja intactas las injusticias preindustriales. El empate electoral que anula la pluralidad. El empate cultural que disuade la imaginación. El mediocre ertipate social que atrofia la sociedad. Ese clamoroso empate indivual que, como rebeldía, instaura la cosmética del individualismo feroz para no morir crucificados de aburrimiento en la equis.
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