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A vueltas con los libros

¿Quién no ha reconocido en alguna ocasión que los libros que uno tiene en casa le agobian y le devoran, y que de buena gana haría con ellos -con más liberal criterio, claro está- el radical escrutinio del cura y del barbero en el capítulo sexto del Quijote? Una selección que tendría por fin poner un poco de orden en nuestras ideas y en nuestro mundo cotidiano, en ese mundo en el que a veces algunos llegan a hacer gala de la dimensión de sus tan inútiles como pretenciosas bibliotecas.No es raro que, de cuando en cuando, contemplemos nuestra biblioteca como un museo de materiales empolvados y muertos de cuya utilidad, por unos momentos, dudamos. Vamos observando parsimoniosamente los lomos de los ejemplares y -si somos sinceros- veremos asombrados que son muy pocos los volúmenes que nos pueden interesar vivamente, los que, a la larga, han dejado una huella decisiva y profunda en nuestra formación.

Incluso en este apesadumbrado y somero repaso vemos que hay libros que, en ocasiones, nos han hecho padecer; se trata de abundantes monografías sobre ciertos temas o autores, algunas de ellas medio desencuadernadas y siempre profusamente subrayadas, que en otros días robaron nuestro precioso tiempo. Observamos los resultados de aquel esfuerzo y comprendemos la inutilidad del mismo. ¿Mereció verdaderamente la pena ocupar dos o tres años de nuestra vida en este o en aquel árido proyecto?

Es dolorosa la contemplación de todos esos libros que reconocemos como materiales de trabajo. También materiales de trabajo son, por ejemplo, para el traductor sus diccionarios. ¿Qué traductor no ha echado pestes y derramado lágrimas y desatado sus nervios sobre las manoseadas páginas de sus diccionarios? Estos volúmenes de trabajo rara vez han tenido algo que ver con el placer de la lectura o con la delicia de traducir unos versos despreocupadamente, por gusto, sin más fin que el de pasar un rato al tiempo que obtenemos un mayor conocimiento. Son, en definitiva, textos que en nada han enriquecido nuestras vidas, aunque afortunadamente le-hayan servido al traductor para ganar unas pesetas y seguir tirando.

Continuamos nuestra revisión de los lomos encuadernados o en rústica y nos salen al paso nuevas decepciones: algún libro que compramos o que nos regalaron, pero que nunca hemos leído, ni probablemente leeremos, por simples razones de predilección. También nos preguntamos de qué utilidad pueden sernos en el futuro esos ejemplares de algunos best-seller que un día compramos estimulados por la atractiva propaganda de los mismos, pero que, leídos, jamás hemos vuelto a abrir ni abriremos. ¿Y qué decir de esa novela -tan de actualidad en su día- que leímos en la playa o en un viaje, por puro pasatiempo, pero que nada tiene que ver con lo que, en esencia, es la creación artística? ¡Bien que nos duelen, y qué mal empleamos, las 800 o las 1.000 pesetas que dimos por ella!

Por todo cuanto queda dicho urge a veces la necesidad de reavivar o de expurgar de algún modo la biblioteca propia, cosa que, a la larga, cualquier lector de juicio atinado acabará haciendo. Reavivarla comprando los volúmenes útiles e imprescindibles, aquellos que acaban siendo de un interés incuestionable para su propietario. De aquí nace el carácter monográfico de tantas bibliotecas. Uno se sorprende viendo que, a fin de cuentas, los seres humanos no precisan de los libros para ser más rectos y más sabios, sino para tener un exhaustivo conocimiento de Egipto, los platillos volantes, la psiquiatría o la novela pastoril, por citar al azar tan sólo cuatro temas.

Se puede, pues, ir avivando nuestro museo particular del libro con aquellos autores y títulos que aún nos apasionan. Rara vez el lector, absorbido por un tema concreto, podrá saciar sus necesidades en los fondos de una biblioteca pública; aquellas bibliotecas de nuestra primera juventud en las que leíamos voraz e indiscriminadamente. Tarde o temprano, el bibliófilo, el maniático de determinados temas, no podrá nutrirse con otras fuentes bibliográficas que no sean las de la compra de las atractivas novedades de última hora, o con libros extranjeros, de lenta y costosa adquisición.

Hay, qué duda cabe, otras formas de avivar la propia biblioteca. Una de ellas podría ser la de rescatar algunos libros de interés de fondos que desconocíamos o que teníamos olvidados. Me refiero a esos libros que pertenecen a nuestra primera etapa de lectores y que luego, por circunstancias debidas a los viajes o al cambio de residencia, acumulamos en algún trastero o desván. El sumergirnos en esos fondos supone toda una recuperación de las lecturas y de los años perdidos. En cajas o en estanterías abandonadas podemos encontrar, por ejemplo, una edición de Los Maias, de Eça de Queiroz, libro que en días lejanos hiciera de

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la lectura una experiencia rara e inolvidable. O podemos sorprendernos al descubrir inesperadamente la traducción que en 1926 hizo, para Revista de Occidente, Benjamín Jarnés de El cantar de Roldán; un libro del que ni siquiera teníamos el recuerdo, pero que hoy nos gusta poseer. Quizá hasta podamos encontrar una primera edición de los poemas de Gil y Carrasco, de modestísima impresión, u otra en pergamino, impresa en Venecia en 1754 de las obras de Horacio; dos libritos descubiertos en el Rastro una mañana de domingo y que ahora no nos explicamos por qué los teníamos tan olvidados.

Pero no todas son sorpresas extraordinarias en esos polvorientos fondos que a veces descubrimos en las casas familiares. A veces, abriendo cajas y carpetas, aparecen los viejos libros de texto. Y no nos explicamos por qué aquellas humedecidas y raídas páginas del bachillerato nos produjeron en su día tantos malos tragos. Afortunadamente, con los deshojados libros de texto suelen aparecer algunas ediciones juveniles que también -como un fermento para nuestra biblioteca- nos apresuramos a recuperar. Muchos dudarán de la utilidad de una edición juvenil de Salgari o de Mark Twain, pero tendiéndolas cerca de nosotros, salvándolas del desván es como si recuperáramos con ellas un poco de nuestros años más despreocupados y gozosos, es decir, de aquellos más puramente encendidos por la imaginación.

El tren o el coche van a partir. Ya hemos hecho un paquete con nuestros descubrimientos. Urge escoger ahora uno de esos volúmenes de antaño para distraer el viaje. El tomo de Queiroz es demasiado grueso y exige sosiego para su relectura. En el último momento nos decidimos por un tomito de Saint-Exupéry -Vuelo nocturno-, un autor que también en tiempos pasados estimulé la memoria juvenil.

Pero, ya viajando, y tras leer un buen rato, reconocemos con sorpresa que aquellas páginas no guardan el sabor de un tiempo. ¿Son otras? ¿Es otro el libro? En el desasosiego del viaje descubrimos simplemente que somos nosotros los que hemos cambiado.

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