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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

A puerta cerrada

A Lo largo de 1984, las Cortes desarrollaron a buen ritmo el ejercicio de la "potestad legislativa del Estado" que la Constitución les asigna. Pero esa dedicación a las leyes contrasta con la escasa repercusión que tiene la vida parlamentaria sobre la opinión pública. Sólo los debates en que participa el presidente del Gobierno y que son transmitidos por televisión acercan a los ciudadanos a la Cámara baja. A ese desencuentro ha contribuido en cierta medida el presidente del Congreso, excesivamente preocupado por el boato institucional. Por otro lado, la desahogada mayoría socialista y la fuerte disciplina de su grupo parlamentario han eliminado la posibilidad misma de emboscadas contra el Gobierno, y garantizan la tramitación sin sobresaltos de cuantos proyectos legislativos remita al Parlamento el Ejecutivo. En su conjunto, el estricto control sobre los grupos parlamentarios de sus portavoces, que a su vez cumplen las órdenes procedentes de las direcciones partidistas, margina a la mayoría de los diputados de las intervenciones públicas -circunstancia que movió a Miguel Boyer a renunciar a su escaño en la anterior legislatura- y los reduce a la simple condición de obedientes votantes.Pero las Cortes no se limitan a ejercer la potestad legislativa, a controlar la acción del Gobierno y a aprobar los presupuestos generales del Estado. Entre sus competencias figura la designación de comisiones de investigación para esclarecer cualquier asunto de interés público, cuyas conclusiones no serán vinculantes para los tribunales ni afectarán a las resoluciones judiciales. Desgraciadamente, tampoco en este ámbito nuestros parlamentarios están satisfaciendo las expectativas de sus representados. La comisión sobre el dinero Flick y la financiación de los partidos ha dado ya lugar a un incidente de sainete entre el socialista Torres Borsault y el aliancista Ruiz Gallardón. Y la comisión sobre las catástrofes aéreas de finales de 1983 parece resuelta, tras un interminable período de gestación, a poner en escena, en la silenciosa penumbra de la puerta cerrada, una nueva versión del parto de los montes.

Es cierto que el artículo 63 del Reglamento del Congreso de los Diputados, tras establecer la publicidad de las sesiones del Pleno, admite la excepcionalidad del secreto cuando se debatan propuestas, dictámenes, informes o conclusiones formuladas por las comisiones de investigación. Ahora bien, el artículo 52 de ese reglamento otorga al presidente del Congreso la facultad de ordenar el debate de los plenos sobre los dictámenes de esas comisiones de encuesta. Dado que tanto las conclusiones aprobadas por la Cámara como los votos particulares de las minorías deberán ser publicados en el Boletín Oficial de las Cortes Generales, no se adivinan las razones de que el debate sobre los accidentes de Barajas tenga que ser secreto. Las catástrofes aéreas no son cuestiones que conciernan al decoro de la Cámara o de sus miembros o que pongan en peligro la seguridad del Estado o la defensa nacional. Mal servicio se prestaría al prestigio parlamentario con la decisión de mantener, contra viento y marea, el secreto de un debate que pudiera ser interpretado por la, opinión pública como un ocultamiento de los hechos. Que a estas alturas tenga que volver a pedirse luz y taquígrafos para las discusiones en las Cortes es sonrojante para el poder socialista y para la respetabilidad de nuestras instituciones parlamentarias.

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