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Reportaje:La lucha contra la mendicidad

Mendigos bajo techo

Los albergues municipales son el refugio para los vagabundos que quieren huir de las heladas

Maite Nieto

Luis Santos Regadera, de 52 años; Secundino Rivera López, de 51, y José Manuel Manzo Revilla, de 38 años, murieron de frío durante las madrugadas de los días 6, 8 y 11 de enero. Los tres tenían como techo el cielo raso y murieron en las calles de Madrid sin ser conscientes del hielo que traspasaba sus huesos. Formaban parte de un colectivo difícil de encuadrar en normas fijas; para ellos no existen más límites que los que marca su propia concepción de la moralidad. Las instituciones, oficiales o privadas, les llaman transeúntes o indigentes; para la sociedad son sólo mendigos. Ellos prefieren que se les considere marginados.

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Madrid tiene 900 plazas para acoger a personas que no tienen hogar ni posibilidades económicas para pagar el cobijo de una noche, lo que representa una cuarta parte de todas las plazas que existen en España. Las tres muertes provocadas por las bajas temperaturas que se han registrado oficialmente en Madrid en la última semana son consecuencia de una problemática más compleja que el simple recuento numérico de las camas que tienen los albergues municipales y las instituciones privadas dedicadas a la caridad. Los conflictos familiares, el desarraigo, la falta de traba o y el alcoholismo son algunas de las claves que determinan el comportamiento de esta casta especial que recorre Madrid sin rumbo fijo.Aunque el invierno es temporada alta para los centros de acogida de transeúntes e indigentes de Madrid, todavía un elevado número de estas personas no acepta de buen grado la idea de pasar algún tiempo en un albergue al amparo de la caridad pública.

Los miembros de la Policía Municipal tienen en muchas ocasiones grandes dificultades para hacerles desistir de la idea de pasar la noche cobijados en los lugares más insólitos de la geografía urbana madrileña. Rodeados de sus escasas pertenencias y envueltos en un amasijo de papeles de periódico y ropas viejas, prefieren las estrellas y el frío de la noche que encerrarse entre cuatro paredes, que para muchos son todavía un símbolo de represión.

Situación sin salidas

Narciso Herrero Muñoz tiene 67 años de edad y vive, desde un tiempo que no recuerda, de la práctica de la mendicidad. Con aspecto cansado y una expresión vacía en el rostro, ocupa una cama en una de las habitaciones del albergue municipal de San Isidro, situado en el paseo del Rey, cerca de la estación del Norte. No le gustan los albergues, aunque pasó 10 años seguidos en el mismo en el que se encuentra ahora. "Aquí no puedo permanecer mucho tiempo, porque me aburro. Me gusta dormir en la calle", explica, "y acepto mi situación porque sé que no tiene salida".

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Narciso ha sido un poco de todo en sus buenos años: legionario, fontanero, ferroviario, vendedor de frutas... Ahora dice que sólo vegeta. En un alarde de filosofía tremendista, asegura que no se le ocurre trabajar porque "ya no tengo años, y el que tiene dinero siempre es absolutista y trataría de quitarme parte de mi libertad".

La directora del albergue municipal de San Isidro, Carmen Mastro, asegura que la mayoría de los acogidos se presenta vo-

Mendigos bajo techo

Iuntariamente en el centro, pero algunos todavía piensan que continúa desempeñando la función represiva que tuvo durante much os años. "Un hombre que trajo la policía ayer", dice Carmen Mastro, "me preguntaba, un poco asustado, si le iban a pegar, cuando sólo le pedimos que pasara a ducharse".El albergue de San Isidro fue una especie de depósito intermedio de aquellos a los que afectaba la temida ley de vagos y maleantes, ya desaparecida, y cuyo rigor fue gradualmente decreciendo según pasaba el franquismo. "De aquí" relata un habitual de la casa, "nos llevaban a una especie de campos de concentración para hacernos trabajar como bestias. Los que vivimos esa situación todavía lo recordamos muy bien".

Ahora la función del albergue es totalmente diferente, y su fisonomía así lo demuestra. La calle donde está situado continúa solitaria, el portón de entrada sigue teniendo un aspecto demasiado inviolable, pero el interior es más de todos. Macetas de plantas y jaulas con canarios y periquitos tratan de alegrar el comedor, aunque siempre hay alguien que mira a los pájaros y dice entender sus sentimientos porque él también es prisionero de su propia situación.

Prisioneros de la pobreza

Así se siente Manolo, que no quiere desvelar su identidad porque sus cinco hermanas no saben que está viviendo en el albergue. Manolo tiene 53 años, y desde los ocho, cuando quedó huérfano, ha vivido de forma intermitente en el albergue de San Isidro. Es solador de profesión, pero, según relata mientras ve en solitario un programa de televisión al que no presta atención, siempre ha estado haciendo chapuzas, sin encontrar un puesto fijo. "Ahora tengo artrosis crónica", explica Manolo, "pero ojalá me ofrecieran un trabajo para poder reanudar mi vida".

Este habitual de la casa es de los que no se conforman. "Quiero salir" dice, "porque la libertad es lo más bonito del mundo". Manolo mantiene intacta lo que considera su dignidad de persona, y para demostrarlo cuenta que no ha ido a cenar porque durante la comida una monja de las que cuidan el recinto le ha llamado la atención por sacar un bocadillo del comedor. "Un bocadillo que era el que me correspondía en la comida", explica, para que quede muy claro que es pobre, pero honrado.

La mayoría de las personas que se acogen a los albergues y los comedores gratuitos son hombres, que casi en la totalidad de los casos no tienen trabajo, lo que se une el 80% de las veces a un problema de alcoholismo. El número de mujeres representa menos de la tercera parte, y los motivos que las conducen a los centros de acogida son diferentes. La mayoría, según explica Carmen Mastro, son jóvenes, entre los 20 y los 30 años, o mayores de 50. Las primeras suelen estar en trámites de separación o con problemas de malos tratos; las segundas tienen problemas fisicos o psíquicos que se unen a la falta de recursos económicos.

El desarraigo y la soledad son características compartidas por todos. Castellanos, apodo con el que conocen los compañeros a un hombre de 50 años en el que llaman la atención sus ojos azules y aspecto cuidado, creó con otros compañeros, en abril de 1982, la Coordinadora de Marginados Sociales para tratar de defender sus derechos y aportar soluciones.

Hoy se ha quedado sólo. "Las personas que están en el albergue", dice Castellanos, "están muy deterioradas, muchos están resignados, y los que quieren salir de este círculo vicioso son la minoría". Este hombre, que fue técnico de ventas de una empresa del sector de automoción, dice que se siente marginado "hasta las uñas de los pies, pero todavía me siento persona y tengo proyectos para intentar salir del agujero". La pintura y un libro recién iniciado son los motivos que le relajan "en este cóctel molotov que formamos personas con caracteres y problemas muy diferentes".

Miguel Sánchez Ocaña, un decorador de 39 años de edad que trabajó para la empresa Dragados y Construcciones, se muestra más reflexivo y pesimista. Su vida es una serie de acontecimientos desafortunados. Maite, su novia vallisoletana, murió 11 días antes de celebrarse la boda; varios años después, un taxi le arrolló mientras compraba el periódico en un quiosco de la plaza de Ventas, produciéndole 16 fracturas diferentes en la misma pierna. Reside desde hace dos años en el albergue de San Isidro, pero aunque habla con todos, dice que no quiere relación con nadie.

"Tenemos frío", explica Miguel, "pero no por la temperatura, sino por la soledad que nos atenaza. Y pasamos hambre, pero no de comida, sino de esas cosas pequeñas, como poder ir al cine o al teatro, tomar una copa o recibir cariño, que no se aprecian hasta que nos faltan".

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Sobre la firma

Maite Nieto
Redactora que cubre información en la sección de Sociedad. Ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS, donde ha sido redactora de información local de Madrid, subjefa en 'El País Semanal' y en la sección de Gente y Estilo donde formó parte del equipo de columnistas. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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