Viva el Año Nuevo
CONVIENE TENER en cuenta la posibilidad de que el año que entra mañana pueda ser bueno: si no el "feliz Año Nuevo" que nos deseamos reiteradamente unos a otros en estas fechas, por lo menos mejor que la larga tanda de los que dejamos atrás. Es una posibilidad desagradable para muchos que han hecho del pesimismo una actitud política y del mal augurio una operación.Algunos rasgos de la situación internacional, cierta contención de la crisis económica general, brevísimas comparecencias del sentido común, no tienen todavía consistencia de datos, pero sí de sospechas de mejoría. En cuanto a España, un país que tiende en su inmensa mayoría a la moderación, que rechaza las violencias, repudia los conservadurismos que puedan suponer un regreso a lo que fue indudablemente peor y los progresismos capaces de desarrollar una incertidumbre aventurera, parece hoy bastante capaz de enfrentarse con su futuro, y eso es un dato a favor. Sin que haya medidas de estadística o cálculos de computador, parece que el año que hoy se despeña ha marcado algunas pautas de adaptación, algunas habilidades nuevas para la supervivencia, ciertas maneras de convivir. El español es un sediento de absoluto y probablemente había medido sus aspiraciones, y su idea del cambio, por un ideal utópico -ayudado, eso sí, por el énfasis enloquecido de los portavoces políticos: y cada político es un portavoz- y está midiendo unas desgracias simplemente porque no encuentra los rasgos de una felicidad absoluta. Las utopías nunca se cumplen.
Pero la verdad es que tampoco se están cumpliendo las utopías negativas. El año que fue de Orwell no ha sido orwelliano y, pese a los esfuerzos literarios por encontrarle un parecido y coronar como profeta al que fue, eso sí, un notable escritor y un gran metafórico de la sociedad en que vivió, es un ejercicio que violenta la sociedad real. No es tampoco el tiempo que profetizaron Huxley, ni el de Wells y otros grandes pesimistas. Algunas dictaduras aciagas se han roto, otras están profundamente desprestigiadas y son ya inviables: y una, por lo menos, no va a regresar nunca. La entrada en la era de la microelectrónica no es tan aciaga como los supervivientes de un humanismo prerrenacentista tratan de ver, y el hecho de, que todavía no sepamos dar al botón justo, mover la palanca adecuada o interpretar los datos no implica más que un desconcierto: pero, cuando pase el tiempo y se vea con perspectiva nuestra época se sabrá que era un albor. Quizá los albores son incómodos para quienes viven en ellos, y hay datos suficiente para saber que el Renacimiento fue profundamente desgraciado para algunos de sus coetáneos.
Algunos de los fantasmas que agobiaban nuestra sociedad al comenzar el año 1984 permanecen: pero parecen algo más diagnosticables, algo más reconocibles y, por tanto, con más condiciones de ser atajados. Un vistazo atrás, una simple impresión de los picos de alto peligro que hemos vivido desde la muerte de Franco a nuestros días, nos darán la medida de que la actualidad es menos aguda, más estabilizada; y los puntos de insensatez están mucho más localizados y aislados, y apenas percuten en la vida nacional.
Quizá todo esto sea muy endeble y solamente el fruto de unas impresiones. Pero queda en fin, la esperanza. Hay. que pensar que muchas de las desesperanzas nacen de que se había puesto la ilusión en lo imposible, y que los desencantos proceden de la disolución de una situación tan poco deseable como es el encanto, o sea, la alienación de la razón y la lógica. La esperanza está en una vuelta a la realidad, y si la realidad es dura, conocer sus límites puede hacerla menos dura. La esperanza no es algo que se forme con arreglo a datos exteriores, sino más bien una fuerza de dentro a afuera. Y el descontento de los que nunca estuvieron contentos no tiene ningún valor práctico.
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