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La Navidad de un español cautivo en Nigeria

Port-Harcourt es una ciudad costera -a 600 kilómetros al este de Lagos, capital de Nigeria- situada en el Estado de Rivers, una de las demarcaciones administrativas del país, con abundante agua y follaje, llena de cocoteros y palmeras. La ciudad, fundada en 1912 por los británicos, colonizadores del país, se erigió sobre un antiguo poblado indígena de la tribu Ijaw. Hoy día el primitivo núcleo urbano, conocido por El Círculo, es sólo un punto de referencia, desde el que se ha producido un crecimiento desorbitado, con casas de una sola planta, que han convertido a la ciudad en una vasta y desordenada extensión urbana.

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En el interior de Port-Harcourt se encuentra la prisión del Estado, un recinto colonial repleto de barracones, que da cabida a un millar de presos, la mayoría nigerianos. Están catalogados en dos grupos: los llamados comunes, que conviven en precaria situación dentro de la prisión, donde apenas son considerados, y los reconocidos como políticos, hombres del anterior régimen que han sido acusados o condenados por delitos perseguidos por el War Against Indiscipline (WAI), un decreto cruel y excesivamente severo que promulgaron el pasado mes de marzo los militares que gobiernan el país para acabar con la corrupción.Allí, en la prisión federal de Port-Harcourt, en un barracón mi serable, probablemente el mejor del recinto, pasa su cautiverio el capitán español de la marina mer cante José Luis Peciña, 56 años católico y padre de cuatro hijos. Peciña, condenado a muerte por un delito de sabotaje económico (contrabando de gasóleo), ha sido uniformado, como los demás presos, con ropa ligera, compuesta por pantalón y camisa de color blanco, sobre los que caen finas rayas verticales, todo ello similar al ya inusual, al menos en Europa, atuendo del convicto.

Peciña, alavés con residencia en un piso de la calle de Satistegui, en la localidad vizcaína de Algorta-Getxo, ha sido en Navidad un preso privilegiado, porque ha podido ser visitado el 24 y el 25, en horas diurnas, por dos familiares muy directos: su mujer, María Teresa Ruiz de Gordejuela, y su hija Teresa, médica de profesión, desde hace varías semanas residentes provisionales en Port-Harcourt, en uno de cuyos hoteles, el llamado Presidentijal, siguen, a veces angustiadas y otras esperanzadas, la suerte del capitán.

El cautivo español, capitán del petrolero Izarra, pasa estas fiestas navideñas entregado a la lectura, al recuerdo de su familia o a la charla con sus compañeros de barracón. Hace unos días acabó de leer Las aventuras de Robinsón Crusoe, otro cautivo solitario, pero que gozaba de la libertad de la luz y la naturaleza, en un medio distinto y menos tenso. Ahora Peciña, un enamorado del mar, lee Las islas de la imprudencia, una novela de Robert Graves, que narra las vicisitudes de los últimos descubridores españoles y la pérdida del poderío marítimo de aquel imperio donde no se ponía el sol.

Peciña, delgado y envejecido, mata tambiért sus horas muertas en el recuerdo de su mujer y sus hijos, unos, cercanos geográficamente, bajo el abrumador calor del trópico, y otros, en lahumedad y el cielo gris de la lejana Euskadi, su tierra.

María Teresa, su mujer, y su hija Teresa pasaron la Nochebuena en el hotel Presidential, doblemente lejos del calor familiar, pero apoyados humanamente por el manager del hotel y su familia, con quienes compartieron la mesa. También estuvo con ellos el canciller, Alfredo Partearroyo, diplomático y soltero, que abandonó su apartamento de Island Victoria, en la capital, Lagos, para celebrar la Navidad con estas mujeres.

Esa noche no hubo comunicación ni llamadas telefónicas, porque está prohibido hablar por teléfono con los reos desde la ciudad de Port-Harcourt y porque no existen comunicaciones entre esta ciudad y Europa, y menos con el resto del país. Las lágrimas saltaron en tres puntos distintos, aunque probablemente con mayor intensidad en Port-Harcourt, cuya noche silenciosa sólo era interrumpida por los dulces y melódicos cánticos navideños interpretados por los nativos en las iglesias metodistas o anglicanas que invaden la ciudad, o por los gritos de algún que otro indígena ebrio de licor de palma que buscaba el frescor nocturno en el National Jubile Park, el orgulloso tesoro verde de los habitantes de esta ciudad.

Fue la Nochebuena de un cautivo español lejos de su país, y de una familia dividida. En Algorta-Getxo, otra familia, la de José María López Tapia, el armador encubierto del Izarra, al que obedecía ciegamente Peciña, con la lealtad que caracteriza a los hombres del mar, también celebró la Nochebuena, pero fue diferente: no discurrió en una prisión colonial, ni en un hotel, ni en un piso de la calle de Satistegui, sino en una lujosa mansión de dos plantas y buhardilla, custodiada por seis guardaespaldas, a la que se accede por una carretera particular de 50 metros, asfaltada.

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