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La falsilla perdida

Las películas de Spielberg y las de otros de bandas similares son un grandioso festival de dólares, aventuras intrépidas y estrellas de valoración crítica. Como si de un alud se tratara, el fenómeno Spielberg parece haber anegado a los espectadores, ensombreciendo en ellos cualquier consideración que no sea la de dejarse sepultar voluntariamente por la vorágine de las imágenes. Suspendido del vértigo de la acción, el espectador es arrastrado de un precipicio a otro y bastante tiene con intentar salir indemne de la agresión constante de esas imágenes que, por su contundencia, parecen querer salirse de la pantalla.Chicos y grandes sucumben ante el aparato mefistofélico de Spielberg. La cámara de los horrores pone en vilo la sensibilidad adocenada del hombre medio, lo zarandea durante dos horas, le somete a sucesivas pruebas de resistencia y el hombrecillo de los gansos intenta defenderse inútilmente del acorralamiento para acabar confesando que, en efecto, el experimento ha sido horrible, pero tenía algo de purgativo. Sonríe y va a recoger su coche al parking mientras en su mente bailan las imágenes de abismos, simas de fuego, reptiles múltiples, sacrificios humanos, muertes atroces. Claro está, no hay que creérselo, no es más que una película, un comic espectacular, y además en clave de humor. Spielberg no intenta que le crean, sino que sus imágenes sean vividas y sufridas por el espectador.

Los críticos cinematográficos, humanos al fin y al cabo, se dejan llevar por idéntica alucinación. La espectacularidad les desarma y concluyen pronosticando que el cine convencional agoniza y que Spielberg es el futuro. Cubren a Indiana Jones y a sus hermanas con todas las estrellas positivas que tienen a mano, y sus lectores se quedan satisfechos al comprobar que su visión de la película es correcta porque coincide con la cátedra.

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Yo no sé qué está pasando con el espectador de cine, y sobre todo con una buena parte de críticos, pero, sin duda, se ha producido un cambio de piel. Como en otros tantos órdenes, estamos asistiendo a un desarme ideológico de gran magnitud, y este tipo de despojos siempre son sospechosos. No se trata de reivindicar aquí la crítica imperante durante la dictadura que, en gran medida, consistía en aplicar la falsilla ideológica a la obra de creación, con la que se obtenía casi mecánicamente el juicio consabido. Los tiempos de Nuestro Cine han pasado a la historia, y personalmente no me provocan ninguna nostalgia. Pero aquellos conspicuos jóvenes justicieros -y otros muchos que los acompañaban- se han hecho mayores y a fuerza de desenganches ideológicos y de desencantos vitales se nos han convertido en magistrados asépticos. ¿Qué quiere decir esto? Probablemente que al perder la falsilla han perdido también el sentido de los renglones.

Que no cunda el pánico, no voy a hablar del compromiso. Ya se sabe que hoy día nadie se compromete con nadie, podemos gozar de la libertad y de la independencia más radical: el profesionalismo es el único compromiso de nuestros días. Ya no hay crítica de contenidos, la pureza esencial ha sido alcanzada.

Por eso los juicios sobre el fenómeno Spielberg se quedan al ras de lo maravillosamente que están hechas sus películas, del nuevo concepto de espectáculo, del perfecto sentido del ritmo, de la imaginación desplegada a los cuatro vientos. De ahí la adecuación entre la visión inocente del espectador y la visión técnica del crítico. Viendo Indiana Jones o cualquiera de las otras, me parecía a mí estar releyendo los tebeos del Roberto Alcázar y Pedrín de mi infancia. Muchas de las escenas de la película son idénticas a las del famoso detective español, salvando, naturalmente, las diferencias de calidad formal. Pero la cuestión está en que mi punto de mira infantil era muy similar al de muchos críticos actuales ante el fenómeno Spielberg. Ya va siendo hora de decir que bajo la "aventura por la aventura" de Roberto Alcázar se escondía toda una concepción del mundo dominada por el maniqueísmo, el racismo, el culto al héroe, el regodeo en la violencia

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(¿me perdonarán si me refiero al tufo fascista?). De la misma manera, por debajo del oropel de Indiana Jones asoma su oreja el efluvio de lo que antes llamábamos fascismo, y que ahora puede denominarse de otras mil formas, pero que es el mismo perro con parecido collar.

Se me dirá que exagero, que mi firma es senil (como alguien ya dijo en este periódico), que no hay que ponerse melodramático, puesto que de lo que se trata es de pasar un rato distraído en el cine y que -argumento máximo- carezco del sentido de la aventura. Yo rogaría que no se confunda el culo con las témporas. Yo también me divierto con esas dichosas películas, me olvido de las miserias cotidianas y todo eso. Pero lo que no estoy dispuesto a aceptar es que la palabra mágica aventura justifique cualquier tipo de contenido.

Ya no hay crítica de derechas ni de izquierdas: convengamos relativamente en ello. Pero cuando la crítica alza su vuelo independiente de las falsillas de cualquier signo, suele caer en picado en un formalismo que de puro abstracto resulta incapaz de interpretar la obra de arte como un todo, impotente para desmontar los mecanismos de los que quieren colar gato por liebre. Cuando un fenómeno como Spielberg se convierte en un hecho sociológico debido a su enorme repercusión social, hay que sacar la lupa para intentar profundizar en lo que se nos viene encima. No es posible quedarse en la superficie del entramado espectacular, en la coartada de la aventura es la aventura. Los residuos fascistizantes de las películas del género Spielberg y similares poseen una peligrosa carga que, al socaire de la acción aventurera, penetra en la conciencia colectiva -inocente, desarmada- de millones de espectadores. Allí hace su nido, va incubando los reflejos de lo que luego se transformará en ideas, en hábitos y comportamientos. El proceso es suficientemente conocido. Por eso resulta alarmante el conformismo generalizado ante estos productos de consumo masivo, el candor irresponsable de quienes se paran en la cáscara de la acción entronizada, de los que se refugian en el alibí de pasar el rato.

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