"Juventud, divino tesoro..."
Quise dejar pasar algún tiempo antes de escribir este comentario para alejarlo de la sospechosa zona de actualidad, que en estos casos más suele distorsionar que aclarar. El señor Ronald Reagan ha sido elegido de nuevo como presidente de Estados Unidos de Norteamérica, y esta vez por una mayoría de votos casi sin precedentes en la historia de esa nación. Pero la opinión pública mundial ha preferido pasar como sobre ascuas otra característica de este resultado electoral: algo más del 60% de los votos que llevaron al marchito astro de Hollywood al poder fueron de personas menores de 25 años. Esto quiere decir que la juventud de Norteamérica, los hijos de Vietnam y los nietos de Corea, entregaron el destino del país más poderoso de la Tierra y, por ende, el del planeta, en manos de un hombre sobre el cual lo más piadoso qué puede decirse es que sus facultades mentales y físicas no están ya a la altura ni siquiera para interpretar los desteñidos papeles de chico bueno que con tan escasa fortuna le escogieron en la pantalla los productores de cine de los años cuarenta. El fenómeno no es nuevo, pero es grave. La juventud, en política, ha solido mostrar en el curso de la historia casi todos sus defectos y muy pocas de sus espléndidas virtudes. Si hacemos caso omiso de la antigüedad, en donde el papel de los jóvenes estaba estrictamente limitado a funciones alejadas del poder y todas destinadas a su formación para el futuro -Julio César retozaba con las vestales mientras sus familiares trataban de salvar la República de la plaga demagógica tan fomentada luego por el brillante miembro de la familia Claudia-, veremos que, Regados los tiempos modernos, no ha habido participación de la juventud en el destino de las naciones que no haya desembocado en una torpe tiranía o en un lamentable caos. Saint-Just, Robespierre y Camilo Desmoulins, en su fiebre juvenil y arrasadora, fundaron las bases del terror jacobino y del carnaval de sangre, codicia y apetitos inconfesables en que se ahogó la Revolución Francesa, y abrieron paso a ese paraíso de cínicos parvenus que fue el Imperio napoleónico. El puñado de jóvenes que encendieron la llama de la independencia en los territorios de ultramar de la Corona de España, si bien es cierto que al final lograron su objetivo, el precio ha sido una secuela ininterrumpida de feroces contiendas civiles que no parecen tener fin y ese triste desasosiego que hunde a estas repúblicas en la indefinición, la retórica y la falacia de unas virtudes y unas riquezas que, en verdad, jamás hemos tenido.Pero el ejemplo más patético y reciente del fracaso de estos intentos de los jóvenes para reemplazar a los mayores en los sitios de mando del Gobierno lo constituye la tan traída y llevada revolución de mayo de 1968 en Francia. ¿Para qué sirvieron todas esas hermosas frases escritas en los muros, esos gestos heroicos desplegados sin riesgo alguno, esa alegría de flores y palabras que se expandió como una ola de cándido optimismo? Para consolidar dos de los Gobiernos más funestos, más ávidos de especulación y lucro y más llenos de turbias historias en donde la política y la delincuencia se daban la mano por debajo de la mesa, vale decir: los períodos de Pompidou y Giscard. Con razón los comunistas franceses, siempre pragmáticos y siempre listos a que otros les saquen las sardinas del fuego, se apresuraron a condenar la juvenil explosión de esa estéril primavera.
Se preguntará el lector si no me estaré lanzando a una requisitoria a fondo contra la juventud. Eso sería dar prueba de una lamentable necedad. Tampoco cabría acusar a los padres "que no supieron preparar a sus hijos para las arduas responsabilidades del poder", porque caeríamos en una cadena retrospectiva sin fin y sin sentido. El problema es mucho más complejo, y sus raíces están en zonas muy profundas de nuestro inconsciente colectivo. El exacerbado racionalismo del siglo XVIII minó ciertos fundamentos míticos, ciertas corrientes milenarias y fecundas que otorgaban al poder una función sagrada y un origen trascendente y que lo ponían por encima de pueriles aventuras y de vanos sueños imposibles y tóxicos. Una vez cegada esa fuente de una fuerza mítica que hizo posibles los dólmenes y las catedrales, la Europa unificada que planeó desde Sicilia Federico II Hohenstaufen y el enfrentamiento de Felipe II contra el poder temporal y disociador del papado; una vez silenciada esa voz más antigua que los hermosos dibujos de Altamira, ya todo fue posible y nada puede sorprendernos. La historia se ha convertido en esa pesadilla soñada por un borracho que obsesionó con recurrente lucidez al gran Will.
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