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Tribuna:LAS NOSTALGIAS DE ULISES
Tribuna
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Mis guías soviéticas

Tuvieron todas, lógicamente, aspecto distinto, pero una era físicamente asombrosa en aquel ambiente; hija de una polaca que se había quedado en Moscú cuando la partición de su país entre la Alemania de Hitler y la Unión Soviética, y de un nigeriano, había heredado, como sucede a menudo, los genes africanos con más fuerza que los europeos. La tez negra y el pelo rizoso y recogido hacia arriba en forma de colmena atraían la mirada de los moscovitas. A su lado, el ruso parecía yo y, efectivamente, a menudo se acercaba alguien a pedirme una dirección, suponiendo que, como guía acompañando a la extranjera, debía de saberla. Ante el puro acento de la polaco-africana y el silencio embarazado del ruso, el curioso se quedaba estupefacto.Se llamaba Tania. Era inteligente y estaba bien entrenada para contestar sin vacilación las preguntas que hace normalmente el viajero occidental:

-¿Por qué no hay bolígrafos en la URSS, Tania?

-Tenemos otras prioridades, como viajar al espacio. Todos pueden hacer bolígrafos, pero pocos países saben cómo lanzar astronautas.

-Tania, ¿dónde está la prensa extranjera?

-No podemos gastar divisas en comprar papeluchos que se dedican a insultarnos.

-Tania, esos niños me han pedido chicle. ¿Es que aquí no hay?

-No les haga caso, son unos maleducados, y, además, el chicle produce caries.

Era amable, simpática, con un sentido del humor que le permitía reírse (dentro de un orden, claro, el orden perfecto del mundo soviético) de nuestros divergentes puntos de vista. Discutimos mucho y, naturalmente, no nos convencimos de nada el uno al otro.

Nadia se llamaba la que me acompañó por las impresionantes ruinas de Volvogrado, la antigua Stalingrado que ahora, dicen, ha recobrado su viejo nombre. Nadia era más joven y por ello estaba menos preparada. Era tan fácil de dominar dialécticamente que uno tenía que refrenarse de cuando en cuando para no avergonzarle. Por ejemplo, cuando fuimos al monumento de los caídos en la batalla que hizo famosa a la ciudad. Nadia estaba conmovida, pasando los dedos temblorosos por los nombres inscritos en los muros que personificaban la causa en la que ella creía apasionadamente, la que aprendió a querer desde muy niña.

-Nadia, ¿dónde están sepultados los soldados alemanes?

-Yo qué sé -prorrumpió indignada-. Los dejarían por ahí para que se los comieran los perros. ¡Cuánto los odio!

-¿A todos, Nadia?

-¡A todos! ¿No sabe lo que hicieron en mi país cuando la gran guerra patriótica? ¡A todos!

-¿A los alemanes de la República Democrática también?

Nadia se quedó perpleja. Insistí.

-Nadia, los alemanes que aquí vinieron a combatir podían ser de Francfort, pero también de Leipzig. Haber nacido en Hamburgo... o en Jena. ¿Lo has pensado?

Nadia se quedó pensativa. En su folleto Cómo contestar a las preguntas indiscretas de los extranjeros no figuraba probablemente ésta. Me dio pena.

-¿Sabes? Lo que ocurre es que esos alemanes de la RDA vieron la luz antes que los demás, y ahora, como aliados fieles de la Unión Soviética, luchan con todas sus fuerzas contra el criminal imperialismo americano.

(Uno puede exagerar en la URSS lo que quiera en ese sentido sin que crean que se está burlando. La dialéctica rusa al hablar de la política es tan altisonante como lo fue la hitleriana, y los tópicos más extremos se aceptan con la misma sencillez que un comentario anodino sobre el tiempo.)

-Sí-dijo Nadia satisfecha-, esto es lo que ha ocurrido.

De cuándo en cuando le toca a uno la guía pedante -no es fruto sólo ruso, claro- que en vez de dar a conocer lo suyo se empeña en explicaros lo vuestro. Por ejemplo, Annuska, a quien al hablar -de esa maravilla que es el museo Hermitage de Leningrado le recordé el cuadro de Matisse en el que unas figuras se dan las manos en un grácil paso de danza, "como una sardana", comenté. Y mi guía, muy seria: "No. La sardana es una danza que se baila en Barcelona, frente a la catedral".

Le dije que de eso sabía algo, habiendo sido bautizado en Santa María del Mar, que no queda lejos. Luego le pregunté cuántas veces había visto ella el espectáculo.

-Nunca -me dijo-, pero un día iré.

Un día iré. Muchos rusos tienen, lógicamente, deseos de viajar, pero ese deseo es mucho más intenso en quienes, por su trabajo, tienen continuamente contacto con alguien que puede ir a Moscú pero puede también salir luego de él para trasladarse a otros países. "Un día iré", me dijeron Tania, Nadia, Annuska; un día lejano incluso para ellas, que son la flor y nata del Intourist, la organización soviética que se ocupa de atender, cuidar, proteger... y vigilar a los recién llegados.

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