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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La guerra de las ondas

NO HACE mucho tiempo, una compañía privada de ambulancias de una ciudad española se vio obligada a modificar todo su sistema de comunicación porque cada vez que un conductor quería hablar con su central, o viceversa, se colaba una emisión de radio que les impedía entenderse. Esta compañía de ambulancias se halla instalada al lado de un transmisor de radio que emite 27 veces por encima de su potencia autorizada. Esa misma emisora -y es sólo un ejemplo, no una excepción- se cuela sin remedio en los magnetófonos de los alumnos de una academia de idiomas cada vez que los estudiantes intentan grabar su propia voz.La potencia autorizada para las estaciones de frecuencia modulada cuyo transmisor esté situado en el casco urbano es de un kilovatio; fuera de esos límites, la potencia autorizada es mayor. Sin embargo, la inmensa mayoría de las más de 60 efe-emes de Barcelona y 32 de Madrid con transmisores situados en el casco urbano incumplen con todo descaro la limitación de potencia. La razón es que resulta más barato y más cómodo emitir desde el centro de una ciudad con potencias ilegales, superiores incluso a las autorizadas para emitir desde el extrarradio. La Administración, encargada de velar por el cumplimiento de las normas dictadas por ella misma, no sólo ha renunciado a poner fin a esa guerra de ondas, sino que es la primera en vulnerar la ley desde la irresponsabilidad arrogante del Ente Público RTVE: se ha incorporado, así, al caos con tres efe-emes en Madrid -Radio 2, Radio 3 y Radio Juventud-, que emiten desde Torrespaña. Estas emisoras multiplican por 10, en el mejor de los casos, la potencia autorizada, y lo hacen con dinero de los contribuyentes, con daño para los ciudadanos y con desprecio hacia las normas. La saturación de potencia permite a los ventajistas aparecer en varios puntos del dial distintos a los suyos propios, tapar a las emisoras que utilizan la potencia legalmente autorizada y degradar conscientemente su calidad de sonido. El resultado es que la radio -todas las radios- se oye cada vez peor. Hoy día, tanto en Madrid como en Barcelona, es prácticamente imposible sintonizar una misma radio durante un trayecto urbano si esa emisora respeta la potencia establecida por la Administración. Los barrios se han convertido en cotos de las emisoras, qué sientan en ellos sus transmisores, echando a la competencia a kilovatiazo limpio, ante la impasibilidad y la connivencia de los organismos públicos, presuntamente competentes -en el caso catalán, la Generalitat- en la materia. Para justificar ese aumento ilegal de potencia, los directivos de la radio pública esgrimen el inverosímil argumento de que las emisoras privadas también lo hacen. Nunca se había visto tanta desfachatez: el Estado prefiere ser cómplice y émulo de las infracciones antes que perseguidor de los infractores.

Algunas de las características de las emisiones de radio en modulación de frecuencia -como la calidad de emisión, la nitidez de sonido y la posibilidad de llegar en estereofonía hasta los receptores- han sido voluntariarnente sacrificadas en las grandes ciudades a la obsesión de llegar más fuerte y más lejos, al deseo de conseguir mayor audiencia y a la estrategia de aguardar la llegada de la televisión privada sobre un nutrido colchón de oyentes. Las emisoras que no quieran o no puedan soportar los gastos técnicos inherentes a la guerra de potencias están casi inevitablemente abocadas a marcharse con la música a otra parte o a caer en el agujero de los ruidos, donde se confundirán con las cada vez más numerosas radios piratas, que se autodenominan, con notable falta de respeto hacia el significado de las palabras, radios libres. Como es lógico, los piratas no pagan impuestos, y a veces ni salarios, no cumplen una sola de las leyes, contribuyen a la confusión generalizada y tratan de autbjustificar su actividad con lo marchoso de sus programas. Son emisoras por lo general simpáticas, pero también ilegales, y forman parte, a su manera, de la economía paralela y de la vida paralela que el país entero genera frente a la presión del Estado, identificada en este caso con los abusos del Ente Público RTVE, cuya radio, a la postre, es ahora casi tan ilegal y tan pirata como las demás implicadas en esa absurda batalla de las ondas.

No es cuestión ya de saber quién empezó la guerra, sino de preguntarse cómo es posible que la Administración, obligada constitucionalmente a cumplir y a hacer cumplir las leyes, prefiera competir en trucos y artimañas con algunas emisoras privadas o libres antes que asumir sus responsabilidades y reconducir la potencia de las emisoras, públicas y privadas, a sus límites legales. Sólo en Madrid hay alrededor de un millón de oyentes de efe-eme que difícilmente pueden recibir en cualquier punto de la ciudad la emisión de una radio con calidad continuada y sin sufrir constantes interferencias de otras radios. El culpable de esta situación es el Gobierno, y dentro de él, el departamento de la Presidencia, de quien dependen las competencias al respecto. Si el ministro de la Presidencia no sabe siquiera poner orden en los modestos y fácilmente solucionables conflictos de la radio, ¿cómo pretender que resuelva los problemas de los funcionanios?

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