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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El derecho a la defensa

El tránsito de un régimen autoritario a uno democrático ha hecho necesaria la intervención del legislador para desarrollar lo dispuesto en el artículo 24 de la Constitución española, centrado en el derecho de los ciudadanos a obtener una tutela efectiva de los tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos y que, de acuerdo con la propia Constitución, debe ser interpretado conforme a los tratados internacionales ratificados por España.Entre ellos hay que destacar el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Fundamentales, que contienen ambos importantes preceptos relativos al derecho a la defensa.

Esa tutela efectiva debe ser prestada por órganos integrados en un único sistema jurisdiccional ordinario (artículo 117.5), predeterminados por la ley (artículo 24.2) según normas objetivas de competencia (artículo 117.3) y servidos por jueces y magistrados independientes, inamovibles, responsables y sujetos a las leyes (artículo 17.2).

La Constitución no se ha detenido, sin embargo, en garantizar el derecho a un órgano de carácter jurisdiccional. Ha ido más allá y ha instituido el proceso, concepto que recoge en una sola palabra una elaboración política y jurídica de siglos, como instrumento para satisfacer la tutela de los derechos e intereses legítimos.

Nuestro Tribunal Constitucional (S. 48/84) ha señalado la equiparación, en este ámbito, de "proceso" y "debate" y ha constatado (S. 24/84) cómo "el universo del derecho no está poblado precisamente por evidencias, sino más bien por cuestiones disputadas acerca de las cuales se debate en el proceso, que es en este sentido y por autonomasia el ámbito de la libertad de contradicción".

Una vez instituido el proceso como único instrumento para lograr la satisfacción a la que acabo de referirme, el constituyente formula una auténtica ordenación del mismo, dedicando especial atención, como es natural, al proceso penal, cuya estructura, como ha dicho Goldsmichdt, es el termómetro de los elementos autoritarios de una Constitución. El proceso, dice el artículo 24, ha de ser público y sin dilaciones indebidas. En el seno del proceso todos tienen derecho a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a no declarar contra sí mismos ni contra los; parientes que señalan las leyes, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia.

La presunción de inocencia podría haber excusado al constituyente de establecer otras garantías. Sin embargo, la naturaleza dialéctica del proceso y el valor superior que nuestro ordenamiento reconoce a la libertad y a la justicia exigen dar un nuevo paso adelante: establecer con el rango de derecho fundamental el, derecho a la defensa, que el artículo 24.2 menciona por dos veces: en un sentido amplio, al referirse a la utilización de los medios de prueba pertinentes para la defensa, y en un sentido más estricto, como derecho "a la defensa y a la asistencia de letrado". Todo ello se complementa con una cláusula de interdicción de la indefensión.

La abogacía

Voy a centrarme ahora. en el concepto estricto, haciendo someras consideraciones sobre uno de los protagonistas del mismo: la abogacía.

El Estado de derecho se asienta sobre la sujeción de ciudadanos y poderes públicos a la ley que expresa la voluntad popular. Por ello los aplicadores de las normas jurídicas constituyen un sector de capital importancia en ese delicado engranaje que vincula recíprocamente al Estado y a la sociedad civil, un engranaje que es mucho más complejo y, por tanto, más frágil en un sistema democrático de libertades que en los regímenes autoritarios. En esta vinculación entre el Estado, como órgano que produce normas y que se autolimita por medio de las mismas, y la sociedad civil, como cuerpo social que confiere al Estado el poder regular sus relaciones por medio del derecho, en esa relación entre Estado y sociedad civil el abogado cumple una misión de singular importancia, en cuanto que mediador entre el derecho y el ciudadano individualmente considerado, y actúa así como vehículo intercomunicador entre la realidad estatal plasmada en lo jurídico y la realidad humana y social.

De esa capital función que desempeña en los contados Estados que tienen la fortuna de regirse por el derecho y no por la fuerza derivan para el defensor una serie de obligaciones o, por mejor decir, una serie de compromisos que la sociedad tiene derecho a demandar del abogado.

Primer compromiso

El primer compromiso es la firme y permanente defensa de las libertades públicas y de los derechos fundamentales. La libertad exige, para mantenerse, un compromiso permanente, y nunca podremos decir, en materia de libertad, que hemos avanzado lo suficiente.

Por eso mismo, cualquier tentación de sacrificar o restringir las libertades en beneficio de una supuesta seguridad debe ser desechada de inmediato, porque no hay mayor inseguridad que la carencia o limitación de la libertad, y la seguridad no es posible si no es en la libertad.

Estas consideraciones globales son también válidas para el caso concreto del derecho a la defensa. Es posible, sólo posible, que la averiguación de los delitos se facilitase restringiendo o suprimiendo el derecho a la defensa. Pero ello supondría no sólo renunciar al componente ético y de libertad que caracteriza al Estado democrático: supondría también abrir la puerta, en aras de una falsa seguridad, a la arbitrariedad. Y digo falsa seguridad porque quien renuncia al derecho a la defensa o menoscaba éste está propiciando la mayor de las inseguridades: la que deriva de estar expuesto, sin posibilidad de defenderse, a acusaciones falsas o infundadas.

En segundo lugar, el derecho a la defensa supone un compromiso con la paz. El conflicto es una fuente de progreso, y pretender suprimirlo es, por tanto, no sólo utópico sino también erróneo. Ahora bien, lo que caracteriza a una sociedad no es la inexistencia de conflictos, pues en todas los hay, sino la crispación de los mismos y, sobre todo, el método con que se resuelven. La solución violenta de las controversias es característica de los núcleos sociales primitivos. Se ha sostenido que la democracia, que es tanto como decir la civilización, es básicamente un método para la resolución pacífica de los conflictos, un sistema de reglas que establece quién, en qué casos y con qué límites está autorizado a tomar las decisiones, en la convicción de que tales decisiones son mejores por el solo hecho de ser adoptadas mediante ese método pacífico basado en la razón y no a través de otro fundado en la fuerza.

El proceso es, precisamente, uno de esos métodos de resolución pacífica de los conflictos. Un conflicto que se suscita por la discrepancia sobre un hecho o, por así decirlo, por la existencia de verdades subjetivas diferentes. La verdad objetiva, en términos humanos, no existe, en la medida en que es inaprehensible para el hombre. Por ello el objetivo del proceso es la determinación de la verdad oficial, accesible al conocimiento humano, mediante la depuración de las diferentes verdades subjetivas.

En este procedimiento de depuración de las verdades subjetivas y elaboración de la verdad relativa-objetiva que se oficializa, la defensa consiste, precisamente, en la posibilidad de exponer libremente la propia verdad subjetiva y de aportar todos los elementos en su apoyo.

El cauce de la ley

Ello implica, a su vez, la atribución al defensor de un cierto papel de control de la utilización del poder sancionador del Estado. En la medida en que cotribuye con su verdad subjetiva a la elaboración de la verdad oficial a través de un procedimiento preestablecido, el defensor asume una función de garantía no sólo de respeto a la ley y la justicia sustantivas, sino también de la sumisión del poder público a los procedimientos sancionadores. preestablecidos.

Esta función que se le asigna en la forma de solucionar conflictos obliga al defensor a utilizar con lealtad los cauces que la ley le brinda para defender su proposición.

No es que no pueda recurrir en el ejercicio de su defensa a medios ilícitos, que evidentemente no puede hacerlo, puesto que, como señalaba Manzini, el defensor penal no es un patrocinador de la delincuencia, sino de la justicia y la ley. Es que, además de no usar medios ilícitos, debe utilizar los lícitos de suerte que no se dé lugar a resultados injustos. La ley pretende la justicia, no la injusticia, y quien se sirve de la ley debe hacerlo con lealtad y procurando obtener los fines por ella perseguidos y no otros.

El compromiso con la realización del derecho a la justicia es, si cabe, más intenso aún para con aquellos que, por su condición o su situación, están especialmente indefensos. Quiero a este respecto, aunque sin ánimo exhaustivo, hacer, mención a algunos sectores que precisan de una especial atención por parte de quienes los defienden. El primero es el de los penados. La función de garantía que se asigna al defensor no acaba en el proceso: se expande, más allá de éste, a la ejecución de la pena que, en su caso, sea impuesta. También en las prisiones rige el principio de legalidad, y, por consiguiente, la garantía que el defensor supone debe extenderse al control de la forma en que se ejecuta la pena.

La crisis económica, y especialmente el desempleo, ha despertado en algunas partes de Europa ciertas reacciones de xenofobia. No parece inoportuno señalarlo aquí. Por supuesto, ello no supone inhibirse en la lucha contra la delincuencia internacional: supone, simplemente, luchar contra toda discriminación basada en el origen nacional de las personas y los grupos. En especial, quienes buscan asilo porque son perseguidos en países que cercenan la libertad deben ser defendidos e instruidos de los derechos que les asisten y que en la legislación española han sido regulados con detalle recientemente.

Necesitan también de una defensa singularizada aquellos que, por su edad, están especialmente desvalidos. Para articular una completa protección jurídica del menor, el Ministerio de Justicia español proyecta proponer la modificación de la situación actual, reconociendo plenamente a los menores el derecho a la defensa ante los tribunales (futuros juzgados) de menores, del que una legislación paternalista les ha privado hasta el momento.

Despersonalización

Por último, aludo a uno de los problemas que presenta un sistema penal que, como toda maquinaria estatal, corre siempre cierto riesgo de burocratización y de despersonalización. La protección penal de la sociedad se realiza mediante un sistema complejo que consta de fases diferentes, caracterizadas por prioridades y formas de actuación también distintas. Hay una fase policial, otra frase procesal o judicial y, en su caso, una etapa penitenciaria.

Cada uno de los agentes, policías, jueces y funcionarios penitenciarios que intervienen en las distintas fases se mueven con técnicas diferentes y, por la inercia histórica de la propia función, adoptan prioridades y perspectivas diferentes: eficacia, justicia o seguridad. El ciudadano, primero investigado, después enjuiciado y, por último, penado, es siempre el mismo, sin embargo. Por tanto, cada uno de los actores que intervienen en cada fase debe tener siempre presente esta realidad, la de que están actuando sobre una persona. Por ello deben intentar superar la visión parcial que su cometido específico les otorga y afrontar su actuación conscientes de que repercute sobre un ser humano investido de derecho y de, que son elementos de un sistema que pretende un único objetivo global: la justicia. En especial el juez y el defensor, cuyas actuaciones alcanzan a todas las etapas del sistema, deben intentar dotar a éste de una visión del conjunto inspirada por el único objetivo final válido, la justicia, y por esa única realidad básica: la presencia del ser humano.

Fernando Ledesma es ministro de Justicia.

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