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La criba de los genios

Alguien bien conocido ha dicho, poco más o menos, que en el viejo continente se está fraguando el gran deslumbramiento de la imaginación. Incluso por aquí circula la idea silvestre de una edad de oro de tórtolos conmovedores redimidos por la embriaguez del arte, sospechosos ellos de nadar hacia la gloria en un remolino de domesticidad avispada.De todas formas, no deja de ser sugestiva la idea de hallarnos en una época de locos prudentes, aunque la intuición sacrifique demasiadas veces a la inteligencia, aunque la voluntad de manera sacrifique a la voluntad de estilo.

Por aquellos tiempos, en el fragor de las acrobacias irónicas que retrataban a Lenin tras la senda de Lao-tse y a la resistencia de Praga entonando, con un salvajismo delicioso, el Satisfaction de los Stones, la imaginación era una fórmula revolucionaria; ahora es algo así como una devoción que tiende hacia la melancolía del genio.

Nunca entendimos demasiado o no quisimos entender las disecciones de Jung que nos explicaban la imaginación de un modo atroz que no dejaba de ser fascinante, cuando ésta ya se había convertido en la mística cotidiana del enjambre gramscirimbaudiano que hacía el amor sobre la tumba de la América testicular, ignorantes, claro, de que todo aquello no era más que otra trampa sentimental, quizá un poco más convincente, quizá también un poco más divertida.

"Todos queremos ser Andy Warhol", tituló una revista por entonces un reportaje sobre el dios de la sopa mundana y de la decadencia electrizante de EE UU. De algún modo él fue el hereje deslumbrante que desnudó la religiosidad más típicamente americana: la de la sociedad de consumo, a la vez paisaje, paisanaje y todo lo demás. Su doble juego: esa ironía-burla hacia el sistema, que siempre confiere prestigio, desde el amor por el sistema, es el sino del presente. El sistema se ha convertido para las jóvenes generaciones en un mecanismo fascinante y divertido que se puede explotar hasta la risa, incluso hasta el escarnio y el maldecir.

En el fondo, no cabe duda de que Warhol fue un gran ingenioso, que no es lo mismo que decir imaginativo, que revolucionó a los arcángeles decadentes y a las colgadas más hermosas de Nueva York, tan consagradas a esa belleza impía que hoy es el cuño, no de la marginalidad, sino de esa otra marginalidad tan liviana como resplandeciente. Entonces como ahora, todo por la fama, una fama que contenía, que contiene en sí misma cierto hálito de subversión, la justa como para dignificarla. Y de aquella perversión inocente que fue la Factory surgió lo atrayente y lo repulsivo que viene a coincidir con la cadencia lujuriosa del ayer más glamuroso, del hoy más apasionante. Rizando el rizo, podría decirse que Warhol fue ingenioso hasta la frivolidad en su papel de antihéroe divino de la beautiful people neoyorquina. Un personaje absolutamente actual.

"Todos queremos ser Andy Warhol", sigue siendo un titular muy al día, porque esta ilusión que alguien llama edad de oro está llena de andywarhols pequeñitos que persiguen la herejía exquisita, visionarios extravagantes que sueñan a David Bowie posando en plan pin-up sobre el regazo de Orwell como el delirio plástico más emotivo del momento, artistas adolescentes corrosivos y divinos con indigestión de sopa Campbell, hermanos todos en la arcada sublime y en el amor por la Marilyn verderosa, o quizá por aquella otra con frontispicio de Mao, un Mao definitivamente tecno y radiante de hermafroditismo à la page.

Desde hace algún tiempo los centinelas del presente dicen que nos hallamos marcados por el eclecticismo. Estamos condenados a decir que nos encanta La isla del tesoro, a entusiasmarnos tanto con alguna cinta clásica de Ford como un Liquid sky, a ser neokafkianos y, por lo menos, tan tornwolfianos como Tom Wolfe, a leer los comics de Lauzier y a ir dos o tres tardes a los toros, que ahora viste mucho, a vibrar con Japan después de haber escuchado a Erik Satie, y a no perdernos, bajo amenaza de pasar al catálogo de los antiguos, las exposiciones de Modigliani y

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Lichtenstein, después de todo, de Liberatore y de Pérez Villalta.

Un amigo me dijo recientemente que durante las vacaciones se había dedicado a leer Cairo, El Víbora y similares por la mañana, a Peter Handke alternando con Le Carré por la tarde, mientras los poemas de Genet y de Gil de Biedina se habían convertido en sus compañeros inseparables de la noche, antes del sueño. Casi feliz me aseguró que esa simultaneidad era un festín repleto de emociones y, sobre todo, un triunfo del ritmo.

El ritmo cultural de la actualidad es como una lujuria confuso gozosa que ronda con lo laberíntico, O sea, con el enredo inteligente. Quizá hayamos llegado definitivamente a la cultura del vértigo, al turismo cultural que nos lleva de aquí para allá picando de todo sin detenernos en nada. "La cultura ya no se produce para durar", dijo Baudrillard hace años, y ahora más que nunca comprendemos que ha entrado en una curva de promiscuidad alborozada. Se diría que vivimos el erotismo epidérmico de lo cultural.

Bergamín, siempre tan incisivo y desasosegante, escribió: "El eclecticismo es falta de higiene: falta de limpieza mental y sentimental", e incluso fue más lejos: "El eclecticismo es la máscara de todas las traiciones".

Los posmodernos hablan de una cultura porosa, ecléctica, que responde, de algún modo, a la frivolización por cansancio, a la superación de la fe, de las múltiples fes revolucionarias de los sesenta- setenta, por algo que, más que escepticismo, es puro dandismo. De las viejas trincheras sentimentales de aquellos jóvenes que corrían delante de los fieltros grises con un sentido sportivo de la revolución y que escribían en las tapias de París: "La muerte es necesariamente una contrarrevolución", hemos pasado a estos lobos veniales, sarcásticos y lúdicos, que tienen la humorada de reproducir en algún fanzine de la onda siniestra versos como éstos, bellísimos de cinismo, del mexicano José Gorostiza: "Anda, putilla del rubor helado / anda, vámonos al diablo". Y es ahí, en la frivolización distanciadora, donde se cuecen algunos prestigios íntimos de la movida, porque el eclecticismo no supone la piedad universal y no impide la caricaturización de los sesenta-setenta más puros: los del amor por bandolera, los de la huida a Katmandú o del On the road, ahora que la ciudad se ha convertido en una especie de geografía total y salvaje.

Al fin y al cabo, todo esto no es más que la pose del genio, y el genio es el ilusionismo colectivo del ahora mismo. Desde los reciclados-travestidos que emergen de los infinitos naufragios hasta los vírgenes que profesan esa iconoclasia doméstica tan chic, se respira un clima de redención espiritual, de artistismo obsesivo-abusivo. Ser artista está de moda, incluso hacer de la vida un arte, una ficción epatante, una representación continua.

Uno no sabe qué tiene que ver esto con aquel París deslumbrante que reunió a Picasso y a Cocteau, a Breton y a Diaghilev y a tantos y tantos otros. Supongo que fue la última edad de oro conocida. Esto es simplemente un ramalazo, acaso manierista, de teatralidad y artistismo. Dicen que dentro de poco habrá que empezar a subir el listón. Será la criba de los genios.

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