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¿Quien es yo?

No contraviene sólo las normas de la sintaxis. La pregunta "quién es yo" viola asimismo reglas importantes de la epistemología, que prohíbe penetrar en el ámbito de la subjetividad y que prescribe "tratar los hechos humanos como cosas" (Durkheim), los sujetos personales como objetos. "Quién soy yo" es una pregunta nada transgresora, sintácticamente correcta, aunque su respuesta permanece en el fuero de la propia conciencia y vivencia, difícilmente comunicable, no susceptible de convertirse en ciencia y, en todo caso, interesante sólo para uno mismo, no para los demás. La transgresión comienza al preguntarnos quién es yo, qué es eso de yo, de la subjetividad, y al preguntarlo desde fuera, intentando objetivar lo que, visto de dentro, es sujeto, y tratando de convertirlo en objeto abordable por la ciencia.No es poco audaz, por cierto, admitir a trámite de ciencia la cuestión de yo, del sujeto. Pero, una vez cometida la audacia y supuesta su admisión, varias vías de acercamiento riguroso pueden abrirse: yo es una circunscripción y un resorte de exclusión frente al mundo, al entorno, a lo que circunda, a todo lo que es no-yo y sin lo cual, empero, yo no podría ser o vivir. Yo es un haz de diferencias, de características más o menos idiosincrásicas que definen la identidad de un individuo, que permite su reconocimiento, que le singulariza y distingue de otros. Yo es un principio de acción, un centro de energía, de motivación, de activación (neurológica y de otra clase), de deseo, de intereses, de proyecto vital; y un principio hasta cierto punto unitario, aunque también en parte disociado y a veces profundamente escindido. Yo es un ámbito de experiencia subjetiva, de conciencia, de sensación, percepción, dolor y goce, de sentirse afectado por el flujo de hechos que a uno le acontecen. Yo es un patrimonio de pertenencias, de ser y de tener, de registros de memoria, de huellas del pasado, un pasado, por otra parte, muy selectiva e interesadamente preservado al servicio de la autoglorificación. Yo es una estructura y una estrategia de defensa de uno mismo, de la propia supervivencia en condiciones de una vida mínimamente apetecible. Yo es una trama de autorreferencias: autoconocimiento, autoaprecio, autocontrol, autorregulación.

Todo ello, y algunas cosas más, es yo. Todo ello lo es, además, bajo el modo de la pluralidad, de la multiplicidad de focos constelados en gravitación recíproca, mas no perfectamente unificados o jerarquizados alrededor de un núcleo, de una esencia. Yo es, en realidad, varios yo; es una constelación. Yo es muchas cosas y yo es nada o poco más que nada: una apariencia, una irisación, un espejismo inevitable. "Personne", en francés, es, a la vez, "persona" y "riadie". "Persona", en latín, es la máscara de los actores. Puede que yo no sea más que su propia escenificación, un juego, entre otros, de la drarnaturgia de la vida, un fenómeno cuyo ser se agota en parecer y aparecer: simple presentación y representación social de uno mismo, pura superficialidad, lámina exterior de contacto con los otros. Verdad es que el dispositivo de yo contiene varias láminas, súperpuestas capas más exteriores o más íntimas, apropiada cada una para distintas honduras de autopresentación, de comunicación. Pero en esta concepción dramatúrgica, aunque cada capa envuelva a otra, el dispositivo entero no encerraría más misterio o sustancia que el de las cajas chinas: la última de ellas está vacía ya, no aloja nada.

Todo eso es -o no es- yo. Y nada de eso soy yo. Del es al soy media un abismo dificil de franquear, un corte no menos tajante que del ser al deber ser. Si al alegre salto de este último se le ha llamado falacia naturalista, el otro salto podría denominarse falacia fenomenológica, engaño de convertir en ciencia la conciencia.

¿Cuál es la cara y cuál el envés del tapiz de yo? ¿Quién conoce de veras el revés de la trama, la ciencia o la conciencia? Para yo, para mí mismo, la ciencia, que trata de objetivarme, aprehende sólo mi exterioridad, únicamente me conoce en superficie. Para la ciencia objetiva, la conciencia de yo no es irreal, pero sí altamente engañosa y distorsionada, superficial ella misma en todo caso.

No son para ignorar las sensatas advertencias de los sociólogos contra el peligro de psicologismo en el análisis de los fenómenos sociales. Sin ánimo, pues, de psicologizar, con todos los respetos hacia las demarcaciones metodológicas y teóricas entre disciplinas diferentes, proponiendo tan sólo cierto isomorfismo de ambas cuestiones, vale la pena analizar el nacionalismo como cuestión epistemológicamente semejante a la cuestión de yo.

En su actual planteamiento, las dos nos vienen del siglo XIX. El romanticismo exaltó conjuntamente a la nación y a la subjetividad, y cualquier tentativa de recuperación actual de una u otra aparece teñida de matices románticos en la concepción del individuo y de la sociedad. La dificultad de entender el nacionalismo, cualquier nacionalismo -salvo el propio, si es que uno lo tiene-, es semejante a la de entender a yo, a cualquier ajeno yo. Claro está que es posible conocerlo, investigarlo y analizarlo como un objeto más entre otros objetos sociales; es posible una sociología científica del nacionalismo, hoy por hoy tan en mantillas como una psicología objetiva del sujeto. De su análisis resultaría una imagen semejante a la de yo: la nacionalidad como hecho diferencial, idiosincrásico; la identidad nacional como patrimonio, como historia interpretada y apropiada en una memoria histórica al servicio de esa misma identidad y de un proyecto colectivo de vida, el sentimiento nacional como cualidad de sentirse afectado y también como presentación y representación de un pueblo ante sí mismo y ante los demás.

No es fácil, sin embargo, que el análisis objetivo derivado de una investigación de ciencia llegue a entenderse con el sentimiento nacional. Entre la conciencia nacionalista y la ciencia, hoy rudimentaria, del nacionalismo se abre una brecha epistemológicamente infranqueable. ¿Quién posee el secreto, la ciencia o la conciencia? Al contemplarse reflejada en el espejo del análisis empírico, con toda seguridad la conciencia nacional se va a sentir no tanto objetivada cuanto trivializada y traicionada. Por su parte, desde el otro borde de la brecha, la sociología y la historia científica de los nacionalismos difícilmente pueden ver a éstos más que como un fenómeno de subjetividad grupal, el efecto social de ampliación de un "nosotros" tan incierto y subjetivo como "yo".

Seguramente no es quién la razón o, mucho menos, la ciencia para cancelar forma alguna de conciencia, individual o nacional. Acaso no podamos vivir sin nacionalismo, como tampoco podemos sobrevivir sin yo. No menos ciertamente, sin embargo, constituye una falacia -falacia fenomenológica la llamé antes- la pretensión de consagración racional del sentimiento nacionalista, mudando este sentimiento en razón sociológica e histórica y presumiendo objetividad en una conciencia colectiva tan respetable cuanto incurablemente parcial y subjetiva.

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