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La ola de estupidez que nos invade

Algo extraño sucede en la vida pública española. Es para echarse a llorar. Hay quienes piensan que sin podredumbre no se puede vivir; para ser mayores tenemos que dar pruebas de que somos sucios. El ordenamiento penal tiene un fundamento básico que se basa en una consideración optimista del ser humano. Todo el mundo es inocente mientras no se prueba lo contrario. El principio está ahí, pero sectores influyentes de nuestra sociedad no lo comparten por lo visto, al menos cuando se trata de la clase política y de su actuación.Conozco bien ese tipo de personas para quienes en las conductas políticas o de los políticos nada responde a la obvia explicación de lo que parece. Se supone que detrás hay siempre manejos tortuosos, razones ocultas, intereses nefandos; y cuando uno se empeña en afirmar que tales asuntos salieron así porque así parecían mejores que de otra manera, te miran, en el mejor de los casos, con aire de conmiseración (este idiota no se entera ni de lo que hace), o de discreta connivencia (claro, ¿qué vas a decir tú, precisamente tú?). Para muchas personas siempre hay para lo aparentemente claro una razón torcida o, al menos, oculta. Pero la realidad suele ser mucho más plana y mediocre.

Porque esa actitud surge, en el fondo, de una sobrevaloración de la política y del político. Ese halo de manejo maquiavélico con que se quiere rodear la acción política es fruto, más que de la realidad, de la admiración e incluso de la envidia; admiración y repulsa que se complace en destruir a la persona: ¿no tiene el poder?, pues que se fastidie; sin piedad. De ahí a colocar al político en situación de obligada defensa permanente no hay más que un paso. No se le supone jamás la inocencia. Tiene que demostrarlo, o al menos afirmarlo, una otra vez, tan pronto se produce el más mínimo o descabellado rumor. Nadie, entre los que acusan, se toma, en principio, el más mínimo trabajo de demostrar nada; hasta ahí podría llegar la cosa; como me lo dijeron, lo cuento; si no es así, venga usted y defiéndase.

El escaso maquiavelismo de la clase política queda demostrado, en cambio, por lo que está sucediendo. Porque han sido políticos en ejercicio quienes han enseñado las reglas de este juego repugnante; quienes han rodeado todo lo que se les oponía de un aura de corrupción, y han hecho uso y abuso de esas reglas con tal de conseguir tumbar al adversario. Han sido y son políticos en ejercicio quienes han lanzado las más peregrinas acusaciones nunca demostradas, quienes han hecho, a veces, de las campañas electorales y las no electorales vaciaderos de los más asquerosos exabruptos. Recuerdo algún caso concreto en la última campaña electoral en que participé (octubre de 1982), en que se utilizaba la más soez y pobre y menos imaginativa germanía para describir a los adversarios. Excesos inevitables de la campaña electoral, se dirá. Excesos perfectamente evitables, sin más, entre gente, no ya bien educada, concepto quizá arrumbado (ahora dicen obsoleto), sino sencillamente con la más mínima perspicacia o menos aún sentido de la conservación.

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Son, por desgracia, bastantes los políticos que se han dedicado al deporte de la insinuación o acusación no probada, amparados en al inmunidad parlamentaria o simplemente en la incapacidad del ordenamiento jurídico y del aparato judicial para restablecer con rapidez el orden perturbado por el ataque alegre y confiado, que, en cualquier caso, produce, sin contrapartida, el efecto relámpago deseado. ¿Qué ha resultado? Este juego que ahora contemplamos de acusaciones cruzadas, repartidas como el fuego o discreción, seguidas de reacciones extrañamente virulentas, incluso cuando se trata de actuaciones que no son ilegales, pero que parece que hacen perder imagen, el más sólido bagaje que necesita un político para poder dedicarse a gobernar vidas ajenas.

Al final, el descrédito ha recaído, sin remedio, sobre todos. ¿Quién se salva ya? Nadie, salvo los políticos de la época franquista, que no tuvieron la desafortunada idea de ponerse a traer la democracia a España en la tran-

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sición. Me alegro por ellos; alguien al menos queda a salvo. Pero, ¿el resto? Y en medio de un fariseísmo colectivo que no tiene precio. Unos y otros escandalizándose y escandalizando por cuestiones olvidadas de puro sabidas y que además ni siquiera son ilegales. Esto es lo más gracioso de todo. Un espectáculo penoso.

Eso sí, lucha por la imagen. Pero, ¿quién afronta el asunto con algo de sentido común? Mucha altisonancia y escasa aportación positiva. Porque, claro, prohibir las subvenciones privadas a los partidos políticos sería tan inútil y contraproducente como la ley seca y, además, causa de nuevos atentados contra el presupuesto del Estado. Bastaría, casi, con la obligación de hacer públicas las ayudas recibidas, y la sanción del incumplimiento de esa obligación, y poco más. Claro que entonces muchas ayudas no se producirían, porque en la intención de quien da, la ayuda al político tiene con frecuencia algo de implícito soborno; y si la cosa se hace pública, no vale. Pero la única manera de terminar con la ambigüedad es la publicidad. Y no hay otra. Lo cual también resultaría muy educativo para los ciudadanos que creen que pueden manejar a los titulares del poder por unas cuantas pesetas invertidas en el momento oportuno; cuando la realidad no es luego tan rectilínea.

Y que nos ahorren estos y otros parecidos espectáculos. Si los políticos no respetan a los políticos, nadie, en fin de cuentas, los va a respetar. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que los políticos personifican las instituciones. Y ahí tienen una gran responsabilidad, un gran compromiso con la democracia. Y tal como están las cosas, la única manera de ganar respeto es, ya, la claridad en la nueva regulación de la financiación de los partidos y de las campañas electorales. La claridad total.

Yo he visto deshacerse, aniquilarse, muchos políticos, simplemente por falta de esa cordura que impone el instinto de conservación. Así sucedió, en alguna medida, en UCD. No quisiera contemplar algo parecido en el conjunto de la democracia española. El poder hace que la gente se crea invulnerable. Y poder tienen muchos políticos; también, por supuesto, los de la oposición. Pero no hay sensación más engañosa. Por favor, tengan un mínimo de sensatez y autocontrol. Porque, al fin y al cabo, los necesitamos. Aunque he de reconocer que no soy muy optimista. La estupidez es enfermedad de difícil curación. Mucho más resistente que la indecencia, que, al fin y al cabo, se arregla con el arrepentimiento y el propósito de la enmienda.

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