La comedia del erotismo
Alguna vez, en alguna entrevista, se me ha pedido que explique !o que quise decir cuando, en tal o cual de mis escritos, he vertido la opinión de que el sexo es cosa de comedia. Y yo entonces he procurado matizar afirmación tan perentoria aclarando que, más bien que ser el sexo específicamente cómico, la actividad sexual, como las demás manifestaciones de la mediatización a que la naturaleza nos tiene sometidos en cuanto seres vivientes, pertenece al campo de la comicidad, donde concurre con otras formas de torpeza -entre ellas, las que dan lugar a la escatología y, desde luego, la torpeza mental, la estupidez; pues pienso que es el contraste entre la lucidez del espíritu y la fuerza ciega de la necesidad natural que se impone lo que hace saltar la chispa de la hilaridad.Nos reímos al comprobar la burla que nuestra condición animal hace de las altas pretensiones espirituales que fundan la cultura, mostrando las grietas de su edificio, deteriorándolo y amenazando desmoronarlo, amenaza ésta que desencadena, no hay duda, un sentimiento de liberación, del que la risa atestigua, ya que la cultura encorseta -no se me ocurre palabra más ajustada para expresarlo- a la bestia humana y le hace adoptar la careta o persona que las necesidades de la representación social imponen.
Pero, este tipo de reflexiones no son para este lugar, y en todo caso nos llevarían demasiado lejos. Las ha traído ahora a mi mente un libro que tres eruditos franceses, los profesores Alzieu, Jammes y Lissorges, han publicado reuniendo textos de Poesía erótica del Siglo de Oro español -textos, pues, donde la sexualidad se ha convertido en materia de creación literaria, quedando incorporada así al edificio de la cultura, que de esta forma la moldea y la somete a control. Una ojeada sucinta a las maneras que la sociedad exige para satisfacer la ineludible necesidad física de nutrirse servirá para ilustrar por comparación las que impone al apetito sexual. Tal como la ingestión de alimentos se encuentra sometida a preceptos varios, desde el código de los modales prescritos por la cortesía de la mesa hasta la solemne ceremonia del banquete cortesano o aun del sacramental ágape (incluso la abstención voluntaria puede asumir un significado religioso con el ayuno, o hacerse forzosa para mantener una silueta socialmente aceptable), también la necesidad sexual ha sido domesticada y ajustada a pautas culturales bastante diversas, que dan lugar a esas configuraciones históricas que el concepto general de amor cubre y designa. Una de tales configuraciones es la del erotismo a que los profesores franceses se ciñen en su antología. Quedan excluidas de ésta, por tanto, aquellas otras configuraciones en que el ímpetu sexual, al ser sublimado y alquitarado, promueve actitudes cuya manifestación literaria tiende hacia el tono lírico. Las aquí recogidas tienen todas ellas una inflexión cómica -a veces festiva, en ocasiones satírica, y con la mayor frecuencia procaz-, según corresponde al designio de limitarse a coleccionar poesías de carácter erótico. Éste ha sido criterio expreso al que los autores del libro se han atenido. Los otros dos criterios que enuncian en el prólogo son: el también expreso en su título de reducirse al llamado Siglo de Oro y el de la anonimidad de las composiciones incluidas, este último aplicado con bastante laxitud, ya que algunas son de firma conocida y para otras no parecería tarea demasiado ardua intentar una atribución. La calidad de las piezas coleccionadas no ha sido, en cambio, materia de particular preocupación, y hasta podría discutírseles el nombre de poesía a varias de ellas, pertenecientes más bien a la categoría de esos picarescos acertijos populares que describen lo que simula apuntar a un objeto o situación picante para sorprender enseguida, defraudando, con la inocua solución a la adivinanza.
Piensan los antologistas que el interés más evidente de su libro reside en la aportación lingüística, y a él han supeditado en ciertos casos la consideración del corto valor literario de los textos; pero también hacen referencia al contenido de éstos, por lo que (a falta de documento o, más exactamente, de estudios documentados sobre el asunto) revelan -más allá de la literatura del Siglo de Oro- acerca de la mentalidad de los hombres y mujeres de aquel entonces. Y no hay duda de que el material ahí reunido y presentado por ellos constituye una contribución apreciable para la elaboración futura de estudios tales, destinados a iluminar una realidad histórico-cultural muy diferente de la que suele imaginarse desde nuestra actual perspectiva. Nuestra perspectiva actual es la de un momento en el que, con la carga obsesiva producida por la represión sexual previa, ha estallado una revolución de las costumbres que permite y aun estimula la espontaneidad diversificante de las relaciones eróticas. Y al hablar de la represión sexual previa no aludo en particular a España ni a los rigores del franquismo, sino a las pautas generales de la sociedad burguesa durante el siglo XIX, tan distintas de las vigentes en siglos pretéritos. En la euforia de la libertad sexual recién alcanzada propendemos a creer hoy que su conquista sea algo nuevo en el mundo y que todos los anteriores, hasta llegar a esta aurora, fueron siglos oscuros; pero bastará comparar -ejemplo obvio al respecto- la Inglaterra victoriana, tan pudibunda, con la isabelina, tan desenfrenada, para darse cuenta de que en verdad no es así. En cuanto a España misma, el excelente libro que Carmen Martín Gaite dedicó a estudiar ciertas prácticas galantes dieciochescas, cuya laxitud hubiera parecido inconcebible más tarde, ofrece un testimonio irrefutable.
Si, por lo demás, se pusiera en cotejo la poesía erótica del Siglo de Oro -tanto la anónima que esos beneméritos franceses se han divertido en recoger, como la no menos osada y sí más artísticamente efectiva de autores conocidos -, con la poesía erótica clandestina del siglo pasado, enseguida se advertiría -estoy seguro-, por vía de contraste, cuán pobre y sórdida ha sido la vida sexual burguesa, cuyos furtivos excesos, fuera de la pacata norma conyugal, cuando no chabacanos y soeces, eran experimentados como abominable extravío patológico.
Pero es claro que los deseables estudios documentados acerca de las actitudes y comportamientos sociales frente al sexo en cada período histórico no deberán limitarse a utilizar las indicaciones proporcionadas por la poesía o la literatura en general, aun cuando estas indicaciones, sometidas a un análisis crítico que discierna su sentido exacto y ponga al descubierto sus bases factuales, sean desde luego imprescindibles, sino que además echarán mano de cuantas otras fuentes de información estén disponibles, escrutando el orden jurídico legislado con su aplicación judicial y administrativo, memorias privadas, epistolarios, instrucciones y guías de confesores, etcétera.
Estudios tales podrán procurarnos una imagen más fiel y cabal de la realidad social en cada época, complementando desde otro ángulo el conocimiento adquirido a través del examen de los condicionamientos económicos y tecnológicos para que el cuadro de conjunto, plástico y animado, nos permita entender al ser humano en fases de la peripecia histórica ajenas a la nuestra.
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