Déle un duro a Beethoven
El domingo había comenzado bien. Después de una semana de duro trabajo, a las diez de la mañana, una multitud de tenderos echaba ya cacahuetes a los chimpancés y los niños estaban preparados para la foto del pajarito frente a la verja del zoológico. El Papa de Roma celebraba la gran misa pontifical rodeado de un cúmulo de cardenales auténticos, y en la confitería del Vaticano se vendía a fieles y turistas La piedad de Miguel Ángel esculpida en chocolate. Von Karajan dirigía la Orquesta Filarmónica de Berlín y un millón de copias del busto de Beethoven en escayola poblaba todos las tenderetes del mundo, donde los sacamuelas lo subastaban con un peine de regalo junto a versiones de Venus Afrodita en plástico y Budas de purpurina acompañados de un tubo de betún. Mientras el Papa lanzaba desde el retablo incandescente de Bernini graves sentencias contra la lujuria, en ese momento amanecía en Nueva York y algunas caravanas de señoritos calaveras, totalmente modernos y borrachos, a bordo de efervescentes descapotables, acudían a contemplar en la boca de la cloaca máxima, que da al río, la salida de inmensas formaciones de preservativos usados en la noche del sábado por los superhombres de Manhattan.En Europa, los museos ya estaban abiertos. Los consumidores de La Gioconda o del Guernica de Picasso permanecían pacientemente en la cola mascando chicle, y otras legiones de fetichistas armados con folletos seguían a los guías del gorrito por escaleras mecánicas en busca de cualquier mármol grecorromano, joya de la corona, manuscrito hebreo o vasija etrusca. En todas las iglesias se oían cánticos, rumores de plegarias, y en cada una de ellas había un deseo inconfesable. Miles de prestes católicos, pastores protestantes y jefes de secta vestidos con mágicos ornamentos elevaban los brazos hacia las respectivas cúpulas, y el sol del domingo, como es lógico, derivaba en lo alto de modo solemne en dirección a California. Abajo, a medida que se iba despertando el gentío de mandriles, comenzaba a gritar en las jaulas.
-Levántate, Sócrates.
-¿Qué hora es?
-Tienes que salvar al mundo. Son las once de la mañana.
-¿Me has planchado la sábana?
-He pedido el desayuno. Té con leche, tostadas, jugo de naranja y copos de avena.
-¿Y la sábana?
-Las pulgas amaestradas también están listas. La sábana ya viene.
-Eres hermosa. ¿A qué día estamos hoy?
-La gente te espera en el parque. No seas holgazán.
Se servían de las bellas artes
En ese instante algunas riadas de músicos menguados, visionarios y poetas menesterosos ya habían ocupado los puestos álgidos de las ciudades. En los pasos más concurridos de jardines públicos y plazoletas pintores en cuclillas realizaban obras de arte con tizas de varios colores vigilando de reojo el plato limosnero. No cesaban de sonar orquestinas o violines solitarios sobre el ruido del tráfico.
Fragmentos de Wagner, sonatas de Mozart, valses del Danubio, sacudidos en plan ratonero, congregaban a la muchedumbre en torno a los artistas, que a la vez presentaban psicodramas urbanos con un oso amaestrado, declamaban versos con voz arañada por el aguardiente y repartían octavillas con sonetos de Verlaine y las señas de la pensión. Y los nuevos místicos daban consejos en las escalinatas. Hasta hace poco los mendigos invocaban el nombre de Dios para pedir caridad, pero ahora se servían de las bellas artes. La pintura, la poesía, la danza, la escultura, la filosofía, el teatro y la música, completamente degradados, habían salido a las calles de Occidente, y también algunas legiones de pequeños hechiceros hacían la competencia a los sacerdotes en las aceras o bajo los castaños de Indias. Al final todos pasaban la gorra.
Este Sócrates moderno, argentino de pelo cardado, se había desperezado con gran estertor de cartílagos en la habitación del hotel de cinco estrellas y se disponía a desayunar sentado en la cama, con mucho bamboleo de genitales, acariciando la cabellera de una rubia que sabía idiomas, era sibila e iba a medias en. el negocio. Después de rebañar con una tostada el plato de avena, la muchacha le impondría la sábana y las pulgas amaestradas y guiaría sus pies hasta el lugar más estratégico del parque, donde este sabio, con gafas oscuras de falso ciego, agitando un bastón de cabrero, comenzaría a predicar a un corro de curiosos algunas enseñanzas interiores aderezadas con profecías de cataclismos que estaban al caer. Entre una lluvia de monedas sobre la manta extendida él anunciaría la catástrofe final.
-Conócete a ti mismo.
-¿Crees que nos va a dar tiempo?
-He aquí el gran destino del hombre actual: llegar a la destrucción en plena lucidez. Sólo la conciencia de la muerte nos despierta a la vida. Hay que interiorizar la bomba atómica.
-¿Y Dios?
-No me habléis de Dios. Cualquier cosa que digáis de Él siempre será falsa.
-Dale cinco duros a este sujeto.
-Gracias.
-¿Dónde va el alma cuando el cuerpo muere?
-No tiene necesidad de ir a ninguna parte.
-Tome, cinco duros más.
Un Partenón en mazapán
Este Sócrates de la Pampa había hecho algunas inversiones inmobiliarias y poseía algunos terrenos en la costa, había levantado igualmente un almacén de licores a expensas de la filosofía. Pero otros representantes de las bellas artes que a esa hora trabajaban a su lado en el parque no tenían tanta suerte. Cerca de allí, sobre el cemento del paseo, un colectivo de artistas pintaba el Cristo de Velázquez a medias en las ganancias. Otros genios solitarios dibujaban con tizas de colores desnudos de Rubens, vírgenes de ojos azules con lágrimas que movían el corazón de los contribuyentes. En todas las ciudades de Europa, a la misma hora, se repetían múltiples escenas de esta clase. Von Karajan dirigía la Orquesta Filarmónica de Berlín, y_un número infinito de músicos raídos, que obedecía a su batuta, tocaba al violín en cada esquina un trozo de la Quinta sinfonía. Las esculturas de Henry Moore permanecían extasiadas en las salas de la Tate Gallery de Londres, donde los exquisitos las olisqueaban y levantaban la pata para mear contra ellas en un: acto de posesión, pero en las plazas del domingo había una cantidad alucinante de artistas recién salidos de la escuela de Estética que fabricaban bambis de trampo y arlequines de alambre para oficinistas y madres con carritos de bebé.
Probablemente el Papa de Roma estaba diciendo misa en la basílica de San Pedro, y las escalinatas de todos los monumentos, cívicos aparecían infestadas de místicos vendiendo semillas y amuletos orientales, exhortando a la ascética, señalando con la uña sucia el camino de la verdad a una reata de discípulos mediopensionistas. Laurence Olivier declamaba con duda ardiente el monólogo de HamIet en el Coven Garden, y varias centurias de poetas andrajosos, que tenían un empleo en Abastos durante la semana, traducían su eco a la sombra de las acacias con un sombrero mormón abierto en el suelo. Bailaba Nureyev en la ópera de París, y un millón de saltimbanquis efectuaba cabriolas con un oso intelectual en los descampados.
En el Museo del Prado se exhibía el cuadro de La rendición de Breda, y en el parque del Retiro una caterva de pintores simulaba la hazaña trazando infantas en el cemento y pidiendo caridad. Hacia el final del segundo milenio todo el mundo pedía caridad, había muchos ciudadanos que se sentían ungidos por los dioses y realizaban un Partenón diario en mazapán para poder llegar a fin de mes. Apolo y Dionisios, Eros y Minerva, Jesucristo y Zoroastro cogidos de los riñones en parejas, seguidos por la muchedumbre, bailaban la última conga en homenaje a la cultura de masas. No había más que elegir al azar entre los participantes en este festejo a cualquier tipo con barba.
-¿Cómo te llamas?
-Hans, alias el Salchichas. Soy belga.
-¿Cuál es tu especialidad?
-De todo. Puedo fabricar un elixir afrodisiaco, toco el saxofón, hago caricaturas, pinto madonas de Rafael, doy consuelo a los suicidas frustrados, sé bailar El lago de los cisnes, recito a Baudelaire, quito las verrugas con la mirada y creo en el dios Osiris.
-¿Qué da más dinero?
-No lo. sé. La música, tal vez. O las nociones prácticas acerca del amor. Cualquier forma de comunicación; por ejemplo, la venta de camisetas con exclamaciones estampadas.
Aquel día de feria el sol se dirigía majestuosamente hacia California, y con las primeras luces todos los monos, macacos, gorilas y chimpancés de América ya habían comenzado a gritar en las jaulas de los zoológicos. Los señoritos calaveras dormían abrazados a una garrafa de ginebra, pero ingentes multitudes de oficinistas con tirantes, madres con carritos de bebé y jóvenes que sólo se comunicaban a través de las frases estampadas en las camisetas de algodón iban en dirección a los parques de Nueva York, de Chicago o de Los Angeles, donde les esperaban los músicos mendigos, los pintores de la tiza, los negros del tambor y las bailarinas de El lago de los cisnes. La cultura estaba haciendo allí otra de las suyas, mientras en Europa caía la tarde y la gente se disponía a ingerir varias cataratas de somníferos. Sócrates, filósofo de pelo cardado, lleno de pulgas amaestradas, aún impartía doctrina al pie de un castaño de Indias.
-Vende tu astucia y compra asombro.
-¿Cuánto es, hermano?
-Veinte pavos.
-Aquí están.
-Morí mineral y me convertí en planta. Morí planta y me levanté animal. Morí animal y fui hombre. Una vez más moriré como hombre y me elevaré con los benditos ángeles. ¿A quién temeré?
-Dígale algo profundo a mi niño.
-El amor es infalible. No tiene errores, pues todos los errores son faltas de amor. ¿Le ha gustado, señora?
-Tome.
Orquestina de mendicantes
Sobre la manta del filósofo caían billetes, monedas, mendrugos de pan, cacahuetes y caramelos. Cerca de su voz inspirada todavía sonaba una orquestina de mendicantes, pero el sol ya estaba en la vertical de Nueva York o de Chicago, y en sus parques centrales continuaba en pleno auge la fiesta de la cultura.
Al final de la jornada europea unos barrenderos diplomados pasaban la fregona, hacían saltar en pedazos las vírgenes de Rafael, los desnudos de Rubens pintados en el asfalto. Un tropel de poetas menesterosos, violinistas mendigos y visionarios seguidos por los monos comediantes se retiraba de escena. Sócrates propiamente dicho, envuelto en la sábana, regresaba al hotel de cinco estrellas con el brazo cansado de pedir limosna.
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