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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La 'emperatriz' Indira

EL SUBCONTINENTE indostánico ha conocido una permanente pugna entre unidad y desintegración, con un seguimiento de tentativas imperiales empeñadas en la unificación y una irresistible voluntad de particularismos, en un continuo ciclo de unidad y despedazamiento. Modernamente la reunión de todo el espacio indostánico sólo se produjo con la empresa colonial, que recompuso lentamente, a partir de la conquista iniciada a mediados del siglo XVIII, las piezas territoriales de lo que Kipling bautizaría como el Gran Juego. Sólo entonces, con esa parsimonia con la que los británicos atendían antes a la explotación comercial de los retazos del imperio que a su soldadura constitucional, se llegaba a proclamar a fines del XIX a la reina Victoria primera emperatriz blanca de la India.Esa vocación de unidad imperial, que ha tentado a cuantos han gobernado el subcontinente, se reproducía a la hora de la independencia encarnada en una casta, la del hinduismo y su aristocracia brahmánica, y una figura excepcional: la de Jawaharlal Nehru. Pero, nuevamente en 1947, las tendencias centrífugas de ese gran espacio supranacional se imponían al combate por la unidad del Partido del Congreso y de su líder, Nehru, provocando la escisión paquistaní de Ali Jinnah.

Nehru gobernó la India con un paternalismo centralizador y occidentalizante, hasta el extremo de que a la independencia pudo decirse que los indios habían elegido al dirigente más británico de su historia. La gran península indostánica, cruzada de razas; con el hinduismo como filosofía-religión dominante, pero con fuertes minorías, como la islámica o la budista; multilingüe hasta el punto de recurrir al inglés como idioma parlamentario; y cuajada de poderes y clientelas feudales sólo extirpadas en el ordenamiento legal, necesitaba probablemente algún tipo de monarquía que empezara a trabajar un patriotismo común, una nueva idea de la India.

Nehru educó a su hija Indira en el poder y para el poder, y ésta, durante un largo meritoriaje como secretaria personal de su padre, permaneció en un conveniente segundo plano a la espera de continuar la estirpe. Tras el breve interregno de Lal Bahadur Shastri, que falleció a la terminación de la segunda guerra indopaquistaní, Indira fue elegida por los prohombres del Partido del Congreso, precisamente porque se la consideraba adecuado tapón para las aspiraciones de otros competidores supuestamente más duraderos.

Una vez en el poder, Indira ha hecho por lo menos una cosa excepcionalmente bien: ser la segunda emperatriz de la India, la personificación de la madre India para una clara mayoría de los habitantes del país. La hija de Nehru entendía que el subcontinente necesitaba un mito en el que encarnarse y que a la fragmentación natural de nacionalidades, lenguas y razas había que oponer un elemento superior de continuidad, un hilo conductor cuya representatividad consideraba feudo natural de su familia. Así, fue preparando para la sucesión a su hijo mayor, Sanjay, carácter controvertido, que tenía ya un notable seguimiento a su muerte en un accidente de aviación a los 33 años. Inmediatamente la emperatriz designó a su segundo hijo, Rajiv, para la sucesión, pese a que este se retraía la llamada del poder. Al mismo tiempo, la viuda de Sanjay, Maneeka, se alejaba progresivamente de la materfamilias, aspirando a ser ella la que recogiera la herencia política de Nehru e Indira.

A la vista de las elecciones para la renovación del Lok Sabha (Parlamento), que probablemente se celebrarán antes de fin de año, la señora Gandhi se presenta al frente de un partido llamado todavía del Congreso, pero con la significativa adición de una (I) por Indira, al tiempo que asocia cada vez más a su hijo superviviente a las tareas del poder y ha de sufrir la competencia del partido creado por su nuera.

Mientras prepara una sucesión y combate otra, la primera ministra se afana en que la próxima legislatura no sea obstáculo para sus planes. A este fin, ha decretado el gobierno directo sobre el Punjab después de los disturbios secesionistas protagonizados por la minoría sij, y ha manipulado la mayoría parlamentaria en dos Estados de la Unión en los que su partido no tenía el poder. Ingeniando rebeliones de diputados contra el partido gobernante en Jammu-Cachemira, primero, y en Andra Pradesh, después, Indira ha encontrado el pretexto para situar a esos Estados díscolos en manos complacientes que preparen el terreno para el futuro escrutinio. Al mismo tiempo, en círculos de la oposición se especula con que la señora Gandhi pretende enmendar la constitución para elegir al presidente por voto popular y no por colegio electoral, como hasta ahora, y una vez elegida para el cargo nombrar primer ministro a Rajiv. De esta forma, el traspaso de poderes dinástico se haría en forma de transición, y no abruptamente.

Con frecuencia se ha dicho que la India es la democracia más poblada del planeta, lo que no es falso, pues, si los manejos de la señora Gandhi, notablemente durante la declaración del estado de emergencia en 1975, no han batido récords de probidad política, también es cierto que ello le costó la pérdida del poder a la celebración de nuevas elecciones, pero habría que añadir que la república en versión Indira pretende ser una república coronada, en la que el procedimiento electoral sirva para ratificar la línea dinástica iniciada por su padre.

Esa familiarización del poder es, posiblemente, para Indira una garantía de viabilidad, de eficacia, de nacionalidad común a todos, y la primera ministra se sentirá plenamente justificada en su patriotismo al dar, uno tras otro, a sus hijos -aunque no a su nuera- al servicio de la nación, pero, al mismo tiempo, ese camino, unido a la aparente pretensión de convertir al Partido del Congreso en un partido-Estado a la mexicana, arroja serias dudas sobre la perdurabilidad de los modos democráticos. Es posible que la democracia parlamentaria sea de difícil, si no imposible, aclimatación en el Tercer Mundo, como también que cada cultura, con sus tradiciones diferentes, deba hallar su propia forma de expresar sus aspiraciones democráticas, pero tampoco parece razonable suponer que la desnaturalización de lo que se inventó en el Viejo Continente sea la fórmula más adecuada para lograr ese objetivo.

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