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Vicios públicos, virtudes privadas

Se comprende que no sea fácil de aceptar por parte de los más directamente implicados. Pero, en democ racia, resulta obvio que los políticos no tienen vida privada. Ese es un hecho que podrá o no gustar, incluso podrá discutirse su ética. Pero, en cualquier caso, es una realidad de la cual hay que partir. No hay más que asomarse a las páginas de los periódicos en todo Occidente para percatarse de ello. No cabe engañarse: no estamos sólo ante un hecho comercial (la vida privada de los políticos, en cuanto personajes famosos, vende), sino ante una cuestión más profunda que demasiado a menudo se intenta obviar: el comportamiento privado influye, y a veces de manera decisiva, en los comportamientos públicos. No se trata de sacar a colación una psiquiatría de mesa camilla, sino de recordar, simplemente, que los electores tienen derecho a saber cómo son de verdad los políticos y cómo reaccionan ante situaciones particulares. Mucha gente no votaría, y estaría en su derecho, a un ciudadano o ciudadana que, por ejemplo, hubiese abandonado a un hijo suyo en la puerta de una iglesia, como en los melodramas decimonónicos. Por lo demás, y volviendo a la comercialidad de la vida privada de los hombres y mujeres públicos, es preciso recordar que ésta no se Produce únicamente en beneficio de los mass media. De hecho, en la iconografía de las campañas; electorales ocupa un lugar muy destacado la imagen familiar, propagada y propiciada por los interesados cuando ésta se atiene a las, por llamarlo de alguna ínanera, normas de la moral establecida. Las campañas electorales, e incluso la composición de los Gobiernos. No se ha hecho, pero se podría hacer, la imagen tipo familiar del primer Gabinete socialista. Pero sería absurdo desestimar (seguro que Felipe González no'lo hizo) esa media de joven y brillante profesional casado también con una profesional, y con dos hijos. Existen pocas irregularidades dentro de ese esquema. De modo que habrá que convenir que el tema de la venta de la vida privada de los políticos tiene, por lo menos, dos direcciones: una, la de los medios de comunicación, económica, y otra, la de la rentabilidad electoral. A cada cual, lo suyo.Así las cosas, y en un país, para bien, menos convencional en los comportamientos admitidos que otras sociedades europeas (el español es menos puritano y más comprensivo para las situaciones irregulares que el ciudadano inglés o el francés), cabe esperar la adecuación de las conductas de los políticos a una moral social que rechaza cada vez más el doblez, el encubrimiento o el falseamiento de las relaciones privadas cuando éstas no se sujetan a las normas establecidas.

Los políticos deberían saber que ésta es una sociedad abierta y que, por tanto, no tiene sentido esconder sus comportamientos partiendo de que sus conductas van a escandalizar. Lo cual tampoco quiere decir que todo deba ser exhibido: la intimidad es una faceta de la vida privada que debe ser intocable, aun partiendo de la dificultad de establecer la frontera precisa entre una cosa y otra. Lo que realmente resulta escandaloso es la práctica de una doble moral y la infidelidad a los propios postulados éticos o ideológicos.

No son éstas reflexiones en el vacío. Ejemplos hay a diario. El último, muy reciente. Una ciudad castellana, Segovia para más señas, se ha visto sacudida por una conmoción puntualmente reflejada en la prensa local y aun nacional: la gobernadora, en trámite de divorcio, se fue a vivir con su compañero, otro cargo público relevante a nivel provincial, sin pasar antes por vicaría o juzgado. Una actitud no sólo respetable, sino, en otro sentido, ejemplar. Dos personas adultas deciden unirse sin escamotear a la opinión pública, ni esconderse de ella, su relación. Y Segovia, y algún que otro columnista, ha sido Troya. Naturalmente, en tiempos de Franco estas cosas no pasaban. En primer lugar, no había gobernadoras y, en segundo, si algún dirigente tenía un asuntillo le ponía un pisito en Madrid, para que las buenas conciencias (que, como es lógico, estaban al cabo de la calle) no sufriesen ningún trauma. Sesgadamente, y a veces no tanto, el asunto se aprovecha políticamente por la oposición, celosa guardiana de las esencias de la civilización cristiana. En estos casos, claro. El espectáculo ha sido poco edificante: desde el machismo galopante que, por lo demás, no es la primera vez que se refleja, a la curiosa teoría que afirma que estas cosas están bien para Madrid o Barcelona, pero no para una ciudad pequeña. Y así hasta el infinito. Sin olvidar los que hablan del coste electoral que el PSOE va a pagar en Segovía por una decisión tan poco contemporiz adora con el establishment.

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En fin, existen vicios públicos que pueden ser considerados como virtudes privadas. Lo menos que se puede pedir a los socialistas en estos resbaladizos terrenos es que sean fieles a sí mismos. Y no pensar en los votos perdidos o ganados o en falsos desgarramientos de vestiduras. El cambio en las costumbres, la adecuación de los comportamientos a la ideología de cada cual o a la modernidad no lo ha hecho el PSOE, lo hizo toda la sociedad española en los últimos años en un rápido proceso. Es hora de que los políticos lo reconozcan.

Suárez dijo en frase memorable que había que hacer legal lo que era normal a nivel de calle. Tenía razón. Pero el sentido de esas palabras debe ampliarse. Los políticos que lo intentan merecen, como mínimo, respeto. Y, para muchos, reconocimiento.

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