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Sobre una carta y unos versos

¿Dónde está el amor de la pareja después de la muerte? ¿Hasta dónde alcanza la pasión erótica una vez que los protagonistas se han desvanecido? Y si el amor es eterno, ¿cómo puede alcanzar la inmortalidad? Preguntas de difícil, ardua respuesta, si partimos de la escueta lógica raciocinante. Preguntas, por ende, no científicas. Menos aún si nuestra base teorética es ceñidamente materialista. Sin duda.Escuchemos, en este preciso momento, a Diderot, cientificista cerrado y con una imagen muy material de la criatura humana. Diderot, al que la pasión por una mujer -Sophie Valland- empuja a decidir sobre la perduración de su amor más allá de la muerte. El sabio, el filósofo, muy incrustado en el ambiente cultural de su época, desea difuminar, como sea, los límites entre la vida y la muerte. La desintegración, la anihilación física produce, ello no puede negarse, la vuelta a lo informe de lo que fue individuo. De lo que fue una totalidad específica dotada de energía y significación propias. Con la muerte, el cuerpo ha de transformarse, ineluctablemente, en un despojo, en "eso que llamamos cadáver", corno se lee en el Fedón. El cuerpo va a ser, sencillamente, polvo miserable. Así pues, a la complejidad gloriosa de lo viviente sucederá la tétrica y opaca mudez de la ceniza. ¿Qué hacer? ¿Nos valen ahora las ayudas de la ciencia más o menos positiva?

"El sentimiento y la vida", dice el escritor en una bella carta a la amada, "son eternos. Lo que vive ha vivido sierapre y vivirá sin fin. La única diferencia que yo conozco entre la muerte y la vida es que ahora vos vivís como masa (en masse) y, disuelta, esparcida en moléculas, dentro de 20 años viviréis en detalle. ¡Oh, mi Sophie, me quedaría entonces aún la esperanza de tocaros, de sentiros, de amaros, de buscaros y de unirme y confundirme con vos cuando ya no existamos, si hubiese en nuestros principios una ley de afinidad, si nos estuviese reservado el componer un ser común, si yo debiera, en el desfile de los siglos, rehacer un todo con vos, si las moléculas de vuestro amante disuelto pudieran agitarse, emocionarse y buscar las vuestras esparcidas por la naturaleza."'.

¿Qué puede, por ende, pervivir? ¿Las moléculas que han dado forma y consistencia al sujeto? Esta elucidación, entre física, por un lado, y metafisica, por el otro, no le estorba al filósofo materialista. Ya se sabe que no se trata sino de una audaz e incontrolable hipótesis bellamente expuesta. Dramáticamente expuesta. Hay como una leve y lejana esperanza en un movimiento pasional de las moléculas de los amantes que, naturalmente, no acaba de creerse. Y hay una confianza doctrinal sustentada sobre un andamiaje de conocimientos o intuiciones -las de su época- que a nosotros nada nos dicen. Pues la intromisión de algo así como una conciencia en el interior de minúsculos residuos materiales constituye un deslizamiento conceptual que el viejo, y ágil materialista no puede aceptar, a pesar del vuelo intelectual de la carta amorosa. Por eso a continuación puede leerse esto, tan revelador: "Permitidme esta quimera que me es dulce; ella me asegurará la eternidad en vos y con vos".

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Unidos, por tanto, los dos seres -ya no nos es lícito hablar de cuerpos-, allá van, estrechamente enlazados, por el camino insondable de la eternidad. Perviven y no perviven. Son y no son. La inmortalidad personal, por la que, Miguel de Unamuno clamaba con furor y angustia, no asoma por ninguna parte. La ciencia, mejor sería decir, lo positivo, se le queda corta e insuficiente al filósofo. Y su generalización deja de ser ciencia para convertirse en anhelo lírico, en rostro poético. Es un grito que intenta razonarse. Que intenta articularse en vocablos de concepto. Pero como razonamiento -las moléculas que se buscan y concluyen por encontrarse- es, a todas luces, precario. Y como explosión poética tiene una grandeza frenada. Algo quedó varado en el viaje hacia la emoción que el deseo espolea y la angustia corroe.

Vayamos ahora a un poeta auténtico. Vayamos a Francisco de Quevedo. Nuestro hombre ansia lo mismo -la inmortalidad de su amor-, pero este empeño es tan humano y se nos muestra tan exento de apoyatura concreta, de apoyatura teórica, que esa misma humilde desnudez hace blanco en las fibras más hondas de nuestra sensibilidad y las obliga a vibrar intensamente. En un archidonocido soneto, Amor constante más allá, de la muerte, los dos versos finales son de una avasalladora belleza que nos sobrecoge y conmueve sin que atinemos a saber bien por qué. Las venas y las médulas corporales morirán, esto es evidente, con la muerte del resto del cuerpo. Y, sin embargo, "serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado".

¿Por qué estas dos radicales afirmaciones? Esa ceniza, ese polvo enamorado, de alguna manera, por algún mecanismo, conservan la propiedad erótica que la desintegración cadavérica no es capaz de destruir. Al poeta no le hacen falta asideros positivos. Lo que él necesita es dejar constancia, por pura afirmación indemostrable, de lo imperecedero de su amor. Del deseo de inmortalidad. Y necesita inculcarlo en la carne ya convertida en mísera materia: ceniza y polvo. En un último residuo orgánico en el que, más que huella, hay actualidad de una pasión vivida. Es, así, el testimonio material, el testimonio palpable de una virtual palpitación existencial. La cuasi certificación del amor en la escoria y carcoma sigue siendo amor. Las venas que regalaron el humor al fuego amoroso y las médulas que en esa lumbre "han gloriosamente ardido" se abren a la mirada del poeta como instancias ligadas a la expresión directa del tormento del amor en su atroz finitud.

¿Qué ocurre aquí? Sencillamente, que un suscitador de belleza ha dejado suelta la fantasía y, desde ella, ha creado una extraña y radical pervivencia. La "dulce quimera" de Diderot es ahora una actitud confiada que se rinde a su propio poder de sugestión. Es actitud sin soporte científico alguno. Es apotegma apasionado. Es dogma. La razón queda a un lado.

La mitología reparadora del enciclopedista francés -de la que habla con singular finura Efisabeth de Fontenay-, el atomismo materialista, cumple en el amor de Diderot una función fundamentadora y le permite, de ese modo, no salirse, al menos en apariencia, del horizonte concreto. Eternidad, pues, de la materia. Eternidad de la vida a ella encadenada. Materia traspasada de ubicua conciencia. Sí, todo eso está muy bien. Pero el filósofo duda. Y todo queda ya en "dulce quimera". ¿No había dicho, en trance de muerte, que "le premier pas vers la philosophie c'est l'incrédulité?". Mas, ¿y esa pasión de las moléculas? ¿Y ese buscarse para componer "un ser común"? ¿Es eso, acaso, incredulidad? Insisto: el filósofo duda. Y esto, paradójicamente, es lo que más nos convence. ¿Por qué? Pues porque debajo hay autenticidad irrevocable.

Pero, por su parte, Quevedo no dudaba. Quevedo no necesitaba dejar de creer. Su pasión era una pasión inscrita en la órbita humanísima que no busca contrafuertes lógicos. La vida es más-que-vida. Y en ese más-que-vida se esconde la almendra de lo inefable. Con teorías o sin teorías, con apoyos conceptuales, o sin ellos: la ceniza siente y piensa. Y porque de esa manera es sujeto activo del amor, todavía puede intentar una definitiva unión con el ser amado. En la rotunda energía de lo que se afirma -"polvo serán, mas polvo enamorado"- está su secreto y su trascendencia-. Y con ella, el encantamiento. La propiedad de estremecernos. Así, con esa temblorosa ernoción, llega a nosotros.

Este últirrio afán de constante comunicación, este anhelo de fundir los restos de la persona amada en los del amado, este absoluto darse al otro, es la nueva cara de la moneda existencial del poeta. En el tránsito postrero, la soledad es a.bsoluta. En el minuto decisivo, nada ni nadie puede asimilarse con nada ni con nadie. La muerte -ya se sabe- no es conmutable. Mi muerte es mía y nada más. Mas también aquí, y adelantándose siglos, va a sentarlo Quevedo con magnífico y aterrador verso: "Vive para ti solo, si pudieres; / pues sólo para ti, si mueres, mueres".

Enquistamiento. Repliegue sobre sí mismo. Naufragio en soledad. Desde él, desde el acto de morir, se estrena una conjunción con la arnada. Y esto, a partir de unos humildes fragmentos orgánicos, sin duda desdeñables. (Y siempre tácitos.) Diderot, el sabio, el filósofo, el escritor, vislumbró todo esto con intrépidamente y magnífico estilo literario .(Luis Pancorbo, aquí mismo, ha subrayado este aspecto de la labor diderotiana). Mas Quevedo puede decirse que lo vivió en profundidad. Es decir, desde la veta de extremosidad vital que siempre caracterizó su escritura y su conducta. Por eso el verso quevediano perdura como el refulgir de un astro que alumbra cualquier camino existencial. Es una luz que se transfigura, por su propio parpadeo, en viático del drama de la criatura humana. Con toda su menesterosidad y, cómo no, con toda su ceguera. Diderot avanza. Quevedo adivina. Y la adivinación le vuelve dogmático y, en el fondo, contradictorio. ¿De cuántas amadas es esa ceniza que posee sentido? "Cargado voy de mí", confiesa en otro soneto. Como todos nosotros. Con nuestros temores, con nuestras veleidades. Con nuestras ansias.

Y con nuestra soñada eternidad amorosa.

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