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El perro y el sociólogo

Una mayoría de personas se siente más estimulada a albergar a un perro que a un sociólogo. Esta actitud notablemente irracional apena al sociólogo francés Paul Yonnet en su artículo Tener un hijo o tener un perro (véase EL PAÍS del 29 de julio). En esa disyuntiva cree encontrar que la tendencia actual se inclina más en favor del perro que del hijo (en algunos casos concretos sería justificado) y apunta que esto se debe en gran parte a un problema sexual: "En la actualidad, las actividades sexuales de los adolescentes escapan al control paterno y desafían más que nunca la autoridad paterna". Aparte de que las actividades sexuales de los adolescentes nunca han obedecido al control paterno, la idea de que se desee tener un perro o un gato para conseguir ejercer plenamente "un control total de la vida sexual" de alguien, sea quien sea, y plasmar así su "viejo fantasma parental" de cuyo ejercicio se ha escabullido el perspicaz hijo, puede producir bastante estupor, y a muchas personas que no conserven el debido respeto al apreciado título de sociólogo podría hacerles pensar que se trata solamente de una necedad. La idea de que los seres humanos acudan a los criaderos o a las pajarerías para elegir un animalillo con el que ejercer su ansiedad de control sexual no parece, por lo que se sabe, corresponder a la realidad. Supone un concepto algo desagradable de la persona.La idea de Yonnet está expuesta junto a otras bastante heterogéneas, pero que conducen a un solo fin: el desprestigio del animal doméstico y de quien convive con él. Por una parte -dice-, estos animales ocupan espacio. Son improductivos; reciben una comida que no se ganan, cada vez más suculenta y más especializada, y seriamente en oposición con las dietas del Tercer Mundo. Todo este economicismo no tiene sentido; es una artera maña sentimental (la alimentación del Tercer Mundo es de una complejidad muy superior) y no comprende en qué consiste la verdadera relación con el animal doméstico. En un arranque más afectivo y más irracional, confiesa que, además, los perros le dan miedo. Por la viveza de su descripción en primera persona, se desprende que el sociólogo practica el jogging y que la adrenalina se le dispara cuando, en la carrerita con la que él cree que dotará de elasticidad (¿animalidad?) su cuerpecillo bípedo, se ve escoltado por perros espontáneos y divertidos. "¿Cuál, será la reacción de ese perro que corre ladrando hacia mí? -se pregunta-. ¿Se va a volver bruscamente cuando pase junto a él?". Normalmente, lo que les sucede a los perros en estos casos es que tienen un sentido muy peculiar del ridículo de los seres humanos, por lo que conservan una alta consideración teórica; conteniendo la risa que suele producirles el jogging y la escasa elegancia humana en esa desmedrada actitud, intentan muchas veces disuadirles. Es una actitud generosa y, como toda generosidad, mal comprendida. Cuando se trata de la persona con quien mantienen relación afectiva, a los que muchos dan el inadecuado nombre de amo, su sentimiento de vergüenza es irreprimible, y suelen trotar junto a él con un aspecto compungido. Entristece verles.

El miedo del sociólogo Yonnet se manifiesta hasta en las calles. Se aterra ante "uno de esos molosos que cualquiera puede llevar consigo sin necesidad de un permiso de licencia de armas". Moloso es una palabra bonita, pero impropia: se hablaba en la antigüedad de los molosos como los perros de los molosios, un pueblo de Tesalia que movilizó Pirro -el perro de Pirro- y de los que no quedan rastros; el valor literario de la palabra está en su resonancia con coloso por una parte, con mole por otra; pero el sonido de estos armónicos tiene poco que ver con la sociología. He paseado largamente uno de estos molosos -un boxer-, paseo ahora dos juntos -dos dobermann- y siempre mis mayores esfuerzos han sido para evitar los excesos de efusión afectiva para con los viandantes, sobre todo con los niños supuestamente desvalidos, aun con aquellos que tienen una afición desmedida, quizá precursora de futuras profesiones, por tirar de las sensibles orejas y dar puntapiés en los débiles flancos de los perros: la frase de que el niño es "víctima muy apetecida, por lo demás" del perro, es absolutamente fantástica y maligna. Hay una antigua y probada amistad entre perros y niños, y se sabe que en casos peculiares de celos los perros se dejan morir antes que agredir al niño. Incluso, en el parquecillo que frecuento, he tropezado con amigos sociólogos de la rama seria -atraídos como por un tropismo irreprimible por la librería de Marcial Pons- y he presenciado emotivos casos de ternura mutua: ha habido sociólogo que ha brincado y ladrado para jugar con mis perros. Digno de verse.

Idea inadecuada

La idea de Paul Yonnet de que esta intimidad entre la persona y el animal doméstico -perro o gato- produce una deshumanización activa del hombre y, simultáneamente, una deshumanización del animal es aparte de antigua, absolutamente inadecuada. Un mero caso de lenguajismo científico para justificar su aversión personal. Sin necesidad de entrar en la psicología del comportamiento, en la etología, en las misteriosas profundidades freudianas de Konrad Lorenz con las que pretendía justificar impulsos innatos de agresión de su grupo humano, en la simpática comercialidad de Desmond Morris; alejándose de la ecología como fanatismo y de ciertos desarrollos actuales del darwinismo; olvidando el término alemán de Auslöser o el inglés de release, o la teoría del imprinting, es decir, procurando desprenderse de la tentación de pedantería que brota con entusiasta espontaneidad cuando uno escribe un artículo para EL PAÍS, basta con la proximidad prolongada a un animal doméstico para desprenderse de viejos prejuicios. Un perro -un gato- es un individuo. El uso del lenguaje prefiere que se diga "un ejemplar", referido generalmente a la raza de que procede, pero es impropio. Viene de los tiempos en que se debatía la cuestión del alma y se daba ésta como patrimonio exclusivo del ser humano. Ejemplar denota la repetición exacta de copias iguales: como en un libro, como en un periódico. La idea de que el hombre,tiene alma-pensarniento-lenguaje y el perro no, es obsoleta. No la han podido cubrir los descubrimientos reduciendo al perro a un simple productor de tropismos, instintos o reflejos; de la misma manera que los abusos de la etología y la psicología del comportamiento tampoco pueden reducir al hombre a ese manojo reactivo. Todo es mucho más complejo, mucho más rico, y esa riqueza se multiplica a medida que perdemos la noción de "lo natural" o "la naturaleza" y ampliamos o modificamos los conceptos de "humanidad", de individualidad, de diferenciaciones. Las fronteras mentales se van rompiendo, y es evidente que ello causa dolorosas confusiones a quenes viven de dogmas, normas, escuelas, pautas.

Cada uno de los perros de este mundo tiene una actividad propia y podría decirse que el condicionamiento de las personas ha mellado más el individualismo del humano que el de los animales. La adecuación del perro al medio doméstico es, en efecto, producto de un aprendizaje -como cualquier inserción en la sociedad o en el grupo como la del extranjero, la del huésped de "pensión completa" o la del recién llegado a un empleo-, pero nadie puede desdeñar el aspecto de voluntariedad del animal y su firme decisión de estar admitido en el grupo sin dejar nunca de ser él mismo. Puede haber más reparos en considerarle como persona, aunque tengan rasgos personales. Los muestra incluso en el sentido más etimológico el e la palabra: per-sonar, hacer sonar la voz, específicamente a través de una máscara de teatro (de donde personaje): es cierto que el perro tiene menos capacidad de fingir, interpretar, representar, pero la tiene. Puede hacer per-sonar su ladrido, cambiarlo de octava y timbre, para dar miedo al intruso, quejarse, protestar, molestar o alegrarse, o para requerir sus derechos -el perro es fiel, pero tiene un sentido de su derecho, como lo tiene de la justicia, del bien y del mal, con respecto a determinadas situaciones muy generales-; puede fingirse enfermo en algunas ocasiones. Pero de una manera general no puede decirse que sea un buen actor, aunque las cualidades profesionales de los actores hayan bajado tanto en los últimos tiempos, principalmente porque hay determinadas escuelas que les quieren animalizar, convertirlos en objeto de reflejos condicionados.

Hay una relación perro-persona, más allá de cualquier sentido de propiedad -de donde lo inadecuado de la palabra amo-, llena de una riqueza que desafía las clasificaciones científicas. Tiene'una pureza y una inocencia que alcanzan muchas veces la cumbre de lo conmovedor y desafían cualquier acusación de ridiculez, sensiblería o cursilería que algún no iniciado puede emitir. La larga y profunda amistad con un perro no sustituye ninguna relación humana: en cambio, puede dar un aprendizaje para las relaciones humanas y para la comprensión de los demás. Hay, por tanto, un proceso de humanización, y no de lo contrario. La degradación no exisie.

No creo que nunca, nadie, haya sustituido un hijo por un perro. Ni siquiera para castigar, mortificar o castrar al perro, como parece ser la idea que tiene Paul Yonnet de la función paterna o del ser humano. No vale la pena combatir a Lorenz -tan combatible, tan dudoso- para caer en la descripción de humano-represor, territorial, amo, dominante de los demás humanos y, por impotencia, de su perro. La misma. disyuntiva "Tener un perro o tener un hijo" es viciosa hasta en su mero verbo. No se tiene un hijo: los hijos se tienen solos (otra cosa es mantener o sostener). En un sentido del humanismo antiguo, puede inquietar más que Paul Yonnet no sepa lo que es un hijo y lo que es un padre, que el que ignore lo que es un perro. Esto parece conducir a la sospecha de que ignora lo que es la sociología. Una ignorancia que comparte con la mayoría de los humanos: sólo que esta mayoría no la ejercen.

No hay que ser diogénico -cínico- para amar al animal doméstico: no es preciso optar por perro y gato o tercermundista, o sociólogo francés. Es otra cosa, otra cosa.

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