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Viva Diderot

Nadie admitirá ser aficionado a los artículos. necrológicos, género que, como saben los periodistas veteranos, puede llegar a volar a gran altura. "¿Qué vida necrológica tenemos hoy?", solía preguntar un viejo redactor jefe. Sin embargo, el 31 de julio, segundo centenario de la muerte de Diderot (1713-1784) es una ocasión irrenunciable para las gentes diderotescas, que supongo existen incluso en España.¿Por qué Diderot? Es la pregunta, y se la acaban de hacer en Francia hasta los más insignes expertos en el tema, como Yvon Belaval. Porque se lo merece él y su siglo. Por ser uno de los espíritus más universales de su tiempo. Por su propia naturaleza enciclopédica: "Mirad su cara". Por ser más moderno que antiguo. Hasta por la dificultad de compendiar la vida y la obra de ese gigante musculoso del pensamiento que fue Denis Diderot.

Acaso su derramamiento en infinidad de debates de géneros, de temas haya palidecido esa cosa tan agradecida para cierto público que es el encasillamiento. Fulanito es torero, y ¡ay! si ese torero lee o filosofa; así como tampoco se reconoce mucho a quien es periodista y escritor, médico y novelista, militar y pintor. En España desearíamos incluso hasta inventar infinitesimales oficios, con rango de carrera embalsamada. Y exclamar, por ejemplo: Ese es un articulista. Obviamente, el buen articulista, y aun mejor, el articulista perfecto estaría negado para la entrevista, el reportaje e incluso para redactar buenos pies de fotos, que, a mi modo de ver, representa uno de los géneros más importantes de la escritura.

Pues bien, Dliderot se expande, se ramifica, don obras que van desde la alta especulación filosófica a las comedias y desde la novela (o sea, la antinovela) a los ensayos políticos y las cartas de amor. Puede ser, con igual brillantez, crítico de arte, matemático, fisiólogo, musicólogo. Y tiene un pequeño hobby, que es hacer la Enciclopedia, como si dijésemos, reunir y puntualizar todos los saberes del mundo en un momento dado.

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Que encima el porcentaje no resultara un pesado, algo así como un Menéndez Pelayo, al contrario, vivo, chispeante, apasionado de la vida, buen viajero y mejor amante, ha dificultado mucho su comprensión y valoración en España. Ello, al margen de cuestiones ideológicas, ya que Diderot, como otros iluministas, estaba justo en la ma rgen que combatir por parte de ese pensamiento nuestro que llamaríamos de tipo requeté para entendernos.

De su panoplia de dardos personalmente me quedo con su capacidad de demostrar la fábula novelística y, en nada original, me alineo con Schiller en la pasión desmedida por Santiago el fatalista. Aun reconociendo que existen seres a quien gusta el Cándido, de Voltaire. Ese es un hecho crucial. Si para Gidé la gente se divide en crustáceos y sutiles, otra forma de entender quién es quién sería ir preguntando si prefieren a Santiago o a Cándido.

Esa fiebre total, ese furor de escribir, como le reconoce Alexandre Asturc, han sido tan suculentos que aún hoy, a dos siglos de su muerte, es imposible detectar un similar a Diderot o un sustituto. Y luego, su humor. Jean-Claude Bonnet, con la paciencia de un rastreador mescalero, encuentra el éclat de rire diderotesco en Flaubert y en Hitchcock. Humor que marca las grandes obras, desde Cervantes a Woody Allen. Ágiles descoyuntamientos que han influido en el Théatrel Roman, de Aragón; en las maliciosas construcciones de Georges Pérec; en el Trans-Europ Express, de Alain Robbe-Grillet. O en el propio impío conciliador Buñuel, que si, por un lado, "descubre la lógica profunda y la inocencia del sueño", por otro lado "construye un universo coherente a partir de motivos dispersos y de la ruina superreálista del enciclopedismo".

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No sólo Buñuel amaba hasta el delirio El manuscrito encontrado en Zaragoza, adaptado por Jan de Potocki. En efecto, puro Diderot: cajas de cuentos machihembradas, alteraciones, interrupciones, apertura a muy diversos contares.

En Francia, pues, Diderot no ha empezado a morir. Y hoy, más que nunca, fascina cómo volaba Diderot sobre su pluma con la mayor anticipación interdisciplinar que se conozca. Pues, si bien a veces erraba con estrépito, las más daba en el clavo.

Astruc también le exhuma de forma original: "Diderot es nuestro mayor escritor barroco". No lo sé. Tal vez en el sentido de que "la literatura barroca no tiene la vocación de reflejar el mundo. Ella es el mundo". Pero yo creo que en el papillotage, en la efervescencia y pirotecnia de la prosa diderotesca hay una enorme claridad mental, un hilo subterráneo de razón, un discurso fríamente desmigado, que sólo por prurito clasificador podríamos tildar de barroco. A menudo, su concisión es, no ya lapidaria, sino gótica. Sin ir más lejos, hace decir a uno de su personajes: "Mes pensées, ce sont mes catins", fabulosa forma de decir en francés algo así como "mis pensamientos, esos son mis amantes". O mis furcias.

Diderot, a los dos siglos de su muerte, está vivo y pimpante en una gran parte de sus páginas. Aquí se le ha leído poco, y aunque ahora ya se le traduce más, nuestra cultura parece no querer llegar más que a Voltaire. En contiguo nicho, sin embargo, tomando champaña y brillando a la misma altura -incluso hay quien le prefiere-, nos guiña un ojo el padre de El sobrino de Rameau.

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