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Tribuna
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Justicia e igualdad

El poder tiende a justificarse por sí mismo. Y lo más terrible es que esa tendencia se hace más avasalladora desde la conciencia de la propia legitimidad política, de la propia fe política o de la propia historia personal. Quizá hay que estar siempre, en el poder, en guardia contra las deplorables consecuencias a que puede llevar la buena conciencia. Y mucho más cuando la honestidad se transforma en bandera política. Siempre ha habido hombres que predicaban y hombres que escuchaban las prédicas de los primeros, y seguramente está bien que así sea. Pero el sermón del poderoso no puede escucharse sin algún recelo; y no porque quien ejerce el poder no deba, también si lo desea, predicar; si lo pueden hacer los demás, ¿por qué privarle de ese gusto? Pero el rico, el triunfador, el poderoso, cuando emprende cruzadas que se integran perfectamente en su posición de riqueza, triunfo o poder, corre el riesgo de transformarse, malgre lui, en el perfecto Tartufo; que no es necesariamente el que tiene más dosis de doblez, sino que puede serlo quien más sinceramente logre compaginar convicciones, creencias e intereses; el perfecto Tartufo quizá ignore que lo es, y de ahí derivan la doble (o triple o cuádruple) medida moral, la excusa absolutoria de las más extrañas tropelías y otras manifestaciones edificantes de la conducta humana. Por si no se entiende bastante, puedo añadir que todo esto viene a cuento de algunos acóntecimientos judiciales más o menos recientes.Uno es el de la querella del ministerio fiscal contra administradores de Banca Catalana. He leído y oído la información suministrada al público, y debo reconocer que me ha abierto una realidad insospechada y que yo tenía, sin ver, delante de los ojos. Todos sabíamos que en la inmensa mayoría de las sociedades mercantiles españolas existían irregularidades; y cuando digo todos, quiero decir todos, no sólo los sucios hombres contaminados con el mundo de los negocios. Por eso todos, en 1977, en las Cortes nacidas de las primeras elecciones libres, hicimos ley un proyecto enviado por aquel Gobierno (Ley 50/77 de Medidas Urgentes de Reforma Fiscal) que permitía, sin sanción, que las sociedades (y las personas fisicas)

regularizaran sus ocultaciones, sus irregularidades cometidas para evitar impuestos, o que se habían traducido en disminución de impuestos. Supongo que quienes unánimemente aprobaron aquello sabían lo que hacían y por qué lo hacían, y entre otras cosas, que eran prácticas usuales de personas y empresas para disminuir su carga fiscal, la de sus empleados altos o bajos, o la de sus clientes. Creo recordar que la técnica del extratipo no era patrimonio de algún que otro banco marginal, y que esta técnica no sólo vulneraba normas del Banco de España o acuerdos de los banqueros, sino, lo que es peor, si se me permite, las normas fiscales que recaían también sobre los intereses extra, que, así, se ocultaban totalmente al Fisco. En fin: la doble contabilidad era una práctica común, lo que, por cierto, no la transformaba en legítima; y hasta tal punto era común que había invadido, como pude saber con cierto asombro, el propio sector público, y todavía en 1980 el presidente del INI tenía que llamar la atención a responsables de empresas del instituto para que desapareciera, de una vez por todas, la caja B, donde la hubiera, que, por lo visto, la había.

Lo malo de la doble contabilidad es que como oficialmente no puede haber más que una, ésta, incompleta, es siempre falsa; que los fondos que discurren al margen de la misma están, aun en el supuesto de una escrupulosa administración, al margen de la ley; que con frecuencia se gastan, por la propia naturaleza de las cosas, sin comprobante, y así sucesivamente. Y esto, repito, lo sabía, como hecho social, mucha gente: funcionarios públicos, miembros de los tribunales, consejeros de sociedades, accionistas, trabajadores, fiscales y los diputados y senadores de las Cortes de 1977.

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No se puede excluir absolutamente que, entre las actividades ligadas a la existencia de dobles contabilidades, hubiera hechos constitutivos de delito. Ése será, en su caso, problema de los jueces; que, por supuesto, también pueden equivocarse. Pero lo que no puedo menos de decir es que, por lo oído y leído de la querella contra administradores de Banca Catalana, información suministrada por los responsables de la misma, sospecho que en España el colectivo de supuestos delincuentes de esa clase es numeroso, como las arenas del mar. Si esa sospecha fuera cierta, tendríamos que mirarnos a nosotros mismos con más humildad colectiva. Resultaría que continuamente tratamos con falsarios o personas que se apropiaron indebidamente de lo ajeno. Lo que no deja de llevar a conclusiones un tanto melancólicas. No tanto, sin embargo, como podría parecer a primera vista. Hace ya muchos años, lector y curioso apasionado de todo cuanto se refería a nuestra guerra civil (en la que no tuve parte responsable por razones puramente cronológicas), llegué a la conclusión de que tenía que haber sido frecuente mi trato, incluso cordial, con gentes a las que quizá sin mucha severidad se les podía clasificar de asesinos; por eso preferí mantener mis conocimientos en los suficientes niveles de generalidad y anonimato. En cualquier caso, si la densidad de asesinos ha sido sustituida por una densidad de falsarios y amigos de lo ajeno, hemos dado un gran paso adelante en el camino de la perfección.

Pero lo verdaderamente sorprendente ante esta situación es que la persecución del delito sea tan selectiva. Si en el estudio minucioso de unas prácticas irregulares en un caso concreto se descubre por el ministerio público la existencia de indicios de delito, ¿no excita el celo de los poderes públicos el hecho, que no necesitan que yo les recuerde, de que esas prácticas irregulares eran regularmente practicadas en infinidad de casos? ¿Es que no hay informes y análisis de otras situaciones semejantes, bancarias y no bancarias? ¿Es que los informes no pueden obtenerse por el poder judicial en todos los casos sospechosos? ¿O es que la falsedad y la apropiación de lo ajeno, delitos, públicos, sólo deben ser perseguidos cuando el que las comete perdió además dinero, que luego fue pagado por los contribuyentes? ¿O es que sólo se contempla este caso porque es de más volumen? No parece que sea muy equitativa una aplicación selectiva de la justicia y, sin embargo, yo he oído y leído que la pasión por el imperio de la ley había sido estimulada por el hecho de que los contribuyentes habíamos tenido que pagar, en este caso, no sé qué barbaridad de millones. Pero entonces, ¿de qué se trata?, ¿de dar una satisfacción moral a los contribuyentes?, ¿y por qué no se dan, entonces, otras muchas que procederían en casos semejantes?, ¿o se trata de otras causas que no se confiesan?, ¿o es un supuesto de atolondramiento público?

No puede perseguirse el delito cuya, existencia no se sospecha. Pero hay que perseguir, por quien tiene la obligación de hacerlo, el delito cuya existencia se debe sospechar. Porque no es cuestión de echar tierra a los asuntos, sino de coherencia en la aplicación de la ley. Pido perdón por traer aquí alguna nota derivada de la experiencia personal: durante casi cuatro años se enviaron a los fiscales numerosos expedientes; algunos muy sonados, como la auditoría de RTVE, el del Consorcio de la Zona Franca de Barcelona o el de Fidecaya; otros menos, como los centenares correspondientes a contribuyentes que podían haber cometido delito fiscal. Tengo la seguridad de que no se dejó de enviar ni uno solo que los asesores estimaran que debía ser enviado. Nunca se nos pasó por la imaginación, desde luego, remitir a la fiscalía todos los supuestos de doble contabilidad descubiertos por la inspección o declarados por los contribuyentes al regularizar su situación fiscal (lo que les libraba de responsabilidad ante la Administración, pero no, por supuesto, ante la justicia, por los delitos conexos con sus irregularidades contables). Quizá estábamos equivocados y debimos hacerlo; con todos, por supuesto, no con unos pocos.

El señor Pujol y demás implicados están bajo la justicia. La justicia resolverá, y lo que resuelva, al fin, prevalecerá. Y lo que prevalezca nos parecerá ajustado o no ajustado a la ley. Y hasta ahí todo es normal. Pero lo grave del caso no es esto: lo grave es que, si el señor Pujol y sus compañeros son condenados y si encontramos que la sentencia es legal, muchos estaremos convencidos de que el señor Pujol y sus compañeros, sujetos pasivos de una sentencia ajustada a derecho, podrán haber sido víctimas de una injusticia comparativa, porque habrán sido víctimas, si nadie lo remedia, de un trato discriminatorio, desigual, y no precisamente por mala suerte u obra de la casualidad.

Algunos me dirán que estoy loco, que sí quiero empapelar a todo el país, etcétera; yo no quiero nada de eso. Pero la igualdad de los ciudadanos ante la ley, como dice la Constitución, es algo más que cómoda palabrería hueca. Más aún: la Constitución tiene casi obsesión por la igualdad, lo que es una consecuencia de la presencia, en el consenso constitucional, de los llamados partidos de izquierda. Si me lo permiten los catalanes, la vulneración de esa norma es todavía más grave que ofender a Cataluña: eso es jugar con los principios básicos de la convivencia.

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