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La cultura científica

Un investigador español decía hace poco, en el encuentro de intelectuales que se celebró en la Universidad de Salamanca, que la sociedad española es científicamente analfabeta. Sus declaraciones produjeron algunos resquemores. Ahora que ha pasado un tiempo prudencial, quizá sea oportuno volver sobre una cuestión cuyo debate sólo se inició en los encuentros de Salamanca: la del papel de la ciencia en la cultura de nuestra sociedad.Ante todo, conviene no confundir la cultura científica de un país con la nómina de sus premios Nobel o con el listín de sus becarios en Harvard. Que en el siglo XVI hubiera sabios españoles enseñando en París o que en 1984 haya cerebros hispanos cotizados por las mejores universidades de EE UU es algo que nuestra sociedad comparte con otras muchas. Puede servir de consuelo a quienes se sientan preocupados por la estéril y vieja polémica de la ciencia española. Pero no tiene nada que ver con nuestros problemas actuales.

En una sociedad de desarrollo medio, como la nuestra, el problema del crecimiento de la ciencia no se puede enfocar ya como un problema de prestigio o de orgullo nacional, sino como un problema de intendencia, como una necesidad social. Lo que necesitamos no es unas cuantas eminencias para enseñarlas por todo el mundo y ponerlas en los libros escolares, sino algo mucho más serio y más difícil de obtener: un esfuerzo sostenido para propiciar la innovación tecnológica y la creatividad científica a una escala competitiva en el contexto internacional. Para ello se requiere la movilización de inmensos recursos sociales, económicos, humanos y culturales. Y es desde esta perspectiva desde la que hay que contemplar el problema de nuestra cultura científica.

En efecto, para tener un premio Nobel hace falta mucha suerte y un mínimo de condiciones sociales que casi todos los países civilizados poseen en la actualidad. (Para tener muchos premios Nobel hace falta algo más: la capacidad económica de contratar a los mejores investigadores del mundo en cualquier especialidad para que trabajen en el propio país.) En cambio, para alcanzar un adecuado nivel de productividad científica media se requiere ante todo un adecuado caldo de cultivo cultural. Y los ingredientes de este caldo son, principalmente, los siguientes:

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a) El nivel de formación científica de los ciudadanos.

b) El tipo de valoración social que merece la actividad científica como dedicación profesional.

c) El grado de integración de la actividad científica en el resto de la vida social.

Una sociedad será científicamente analfabeta si la mayoría de sus miembros ignora la ciencia actual, aunque entre ellos se puedan contar algunos científicos eminentes. Otro síntoma de analfabetismo científico es el desprecio por la profesión de investigador, aunque tal desprecio sea compatible con la celebración de homenajes esporádicos a algunos paisanos que en el extranjero reconocen. como sabios. Y, por último, se puede decir también que una sociedad es científicamente analfabeta si, aunque tolera y promueve en su seno la investigación científica, lo hace tan sólo por razones de costumbres o de prestigio, pero vive de espaldas a la ciencia.

¿Cuál es la situación de la cultura española en relación con estos criterios? Desde luego, la imagen estereotipada y un tanto anacrónica que solemos tener de nuestra propia cultura avala el diagnóstico de analfabetismo científico. El nivel de formación científica de los ciudadanos de pende esencialmente del sistema escolar y de los medios de comunicación. Un sistema educativo en el que se prime la formación libresca, se desprecie la formación técnica y se ignore la metodología científica y la mentalidad crítica y racional difícilmente puede contribuir a extender los conocimientos científicos y las actitudes favorables a la ciencia entre la población. Y es obvio que no hace falta retrotraemos mucho a nuestra historia para encontrar ejemplos palmarios de todos estos defectos en nuestro sistema educativo.

En cuanto a la valoración positiva de la profesión de investigador, el único fenómeno sociológico que podría tomarse como un indicio de tal actitud es el del prestigio que hasta hace poco tenían profesiones como la de ingeniero o. arquitecto. Pero mucho me temo que tal prestigio tenía mas que ver con la imagen del funcionario de alto nivel que con una hipotética valoración de la técnica o la ciencia como elementos culturales.

En general, la imagen del científico predominante en nuestra cultura popular es más la de un bicho raro al que se mira con cierta curiosidad que la de un profesional al que se respeta, se admira y se apoya. Si un investigador pretende obtener el reconocimiento social habrá de poner delante de su profesión el título de catedrático, pero lo triste es que con este título ya no hará falta que investigue para obtener el reconocimiento social.

Y, por último, también hay indicios suficientes para pensar que nuestra sociedad ha vivido mucho tiempo de espaldas a la investigación científica. Es sintomático, por ejemplo, el escaso número de sociedades científicas que no sean de ámbito estrictamente profesional, o el hecho de que la mayoría de la población haya oído hablar alguna vez de la Real Academia Española, pero no sepa siquiera seguramente que existe una Real Academia de Ciencias (¿sabría usted, amado lector, completar el nombre de esta academia?), o la muy escasa participación que la iniciativa privada tiene en la financiación de la investigación en nuestro país. -

Este último punto merece una atención especial. Hasta muy recientemente, la presencia más importante de la iniciativa privada en la investigación científica se producía sobre todo a través de fundaciones de carácter cultural o benéfico y respondía más a motivaciones de prestigio y mecenazgo que a intereses estrictamente empresariales. Podrá pensarse que eso es un buen síntoma en la medida en que supone una actitud generosa y desinteresada ante la ciencia. Me temo, sin embargo, que lo que posiblemente indica es una falta de interés por la integración de la ciencia en el resto de la actividad social. Y lo más grave es que esta filosofía del mecenazgo científico ha presidido también durante mucho tiempo la actuación pública en el campo de la promoción de la investigación.

Todas éstas son imágenes que vienen del pasado, síntomas del estado de nuestra cultura científica que todavía hoy podemos observar. Pero no sería justo renunciar a completar esta visión pesimista sacando a la luz otros aspectos de. nuestra cultura que apuntan en un sentido completamente diferente.

Existe, por ejemplo, el fenómeno interesante de la proliferación de revistas de divulgación científica y técnica que se está produciendo en los últimos años. O el hecho de que los buenos programas de divulgación científica que a veces aparecen en la, televisión alcancen cotas de audiencia bastante elevadas. También en el sistema educativo se están produciendo fenómenos interesantes, como el esfuerzo, en gran parte espontáneo, de algunos colectivos de profesores que se están planteando seriamente la renovación pedagógica en el ámbito de la enseñanza de las ciencias, la calidad que se va consiguiendo en los libros de texto de algunas editoriales especialmente preocupadas por el tema, el interés creciente entre los profesores por las nuevas tecnologías educativas, muy vinculadas al desarrollo de una cultura científica y técnica y favorecedoras del pensamiento lógico, etcétera.

La valoración social de la profesión de investigador también parece estar cambiando, aunque sea paulatinamente. En primer lugar, por el simple hecho de que, como consecuencia de la crisis de empleo de los titulados superiores, se está produciendo una nivelación social de todas las profesiones, y el obtener una beca de investigación al final de la licenciatura empieza a ser una salida profesional cada vez más atractiva para los jóvenes graduados universitarios. Por otra parte, también parece estar cambiando la mentalidad de los empresarios, que ahora se ven irremisiblemente abocados a la carrera de la innovación tecnológica y, por consiguiente, a invertir en investigación propia. Por último, los poderes públicos, tanto el Gobierno central como los de las comunidades autónomas más dinámicas, están demostrando un interés creciente por plantear en profundidad una política de desarrollo científico, cuya cristalización definitiva tan sólo está ya a la espera de que se apruebe un nuevo marco legal para la promoción y la coordinación de la investigación en España.

Todos éstos son síntomas muy positivos que nos permiten entrever un futuro, quizá bastante inmediato, en el que la cultura de nuestro país va a experimentar cambios radicales. En ese momento, seguramente, los intelectuales y científicos españoles se preocuparán menos de recontar nuestras glorias científicas y más, por ejemplo, de observar los índices de lectura de libros científicos en las bibliotecas públicas. Las instituciones dedicarán al menos tantos esfuerzos a promover asociaciones, publicaciones o concursos científicos como ahora dedican a organizar juegos florales o peñas taurinas. Y los políticos se acostumbrarán a ver en los informes científicos una base más sólida para adoptar decisiones que la que ahora encuentran en los expedientes administrativos. Entonces -y yo creo que será muy pronto, que ya está- sucediendo en cierto modo- ya no sólo podremos decir con tranquilidad que la sociedad española no es científicamente analfabeta, sino que incluso podremos mantener la esperanza de que ya nunca lo volverá a ser.

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