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La sangre jacobina de san Antonio Machado

Hace unas semanas Vicente Verdú, escritor libre aquí, donde la especie no abunda, ejerció su libertad con el humor, dañado por las proporciones -vecinas del esperpento, como pone de manifiesto un reportaje de Interviu sobre Colliure como otro Lourdes- que está adquiriendo en España el culto a Antonio Machado, que ha generado, entre las migajas que caen sobre los siempre viciados alrededores del poder político, un monacato laico que tiende a convertir en icono vivo a un iconoclasta muerto, lo que en lógica machadiana suena a grito -de alarma de los tocables escritos del poeta para qué echen por tierra al intocable fetiche amañado con las mudas e indefensas cenizas de su autor.Verdú no siente alta estima por Antonio Machado en cuanto poeta. No es el primero ni el único que piensa así. Hace 15 años leí en Índice un frío análisis de las limitaciones del poeta, y la sangre no llegó al río. Francisco Umbral, no hace mucho, soltó duras frases sobre Machado y nadie se rasgó las vestiduras. Que Machado está sobrevalorado como poeta -al menos tanto como infravalorado como prosista- parece cosa tan evidente, que da grima tener que cotejar, para que no le tomen a uno por devoto del sacrilegio, su obra lírica con la de otros poetas españoles de este tiempo, formalmente superiores a él y pese a ello reducidos a planetas comparsas de la estrella. Pero Verdú tocó una llaga: se refirió sólo de pasada a la poesía de Machado, concentró su escándalo sobre el culto machadista, y el resorte excomulgatorio de éste saltó como un respingo, se escapó de la buena tierra -que está siempre sembrada de cosas discutibles- y no discutió la idea, sino que la condenó como tufo de diablo en sacristías traperas.

"Es un avispero. Os pueden echar los perros", advirtió un buen conocedor de las tripas del asunto, cuando se enteró de que se iba a nombrar ¡por fin! la innombrable canonización del poeta. Aparte de que en tales tripas lo que circula bajo la especie de culto a Machado es un muñón de ideología contrahecha, no hace falta decir mucho más. El que en vida fue un desguarnecido poeta tiene ahora detrás de su cadáver colmillos guardaespaldas, y en esta extraña inversión causal se resume la crueldad de la comedia de entronización que la historia, considerada como burla, guardaba para uno de los últimos vástagos de la estirpe de los destructores de tronos.

¿Como se llegó a esta parodia de beaterio? Es una vieja historia. En cada individuo se agazapan unas pocas experiencias primordiales, no adquiridas sino

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padecidas, que configuran como el barro lo que somos. De entre ellas, junto con las sombras oblicuas del sexo, tiene en España carácter epidémico el desastre íntimo de la pesquisa y la punición eclesiásticas. Raro es el español adulto que no tapona en su memoria una llaga de este tipo: los ojos asustados de un muchacho que pasó una día entero expiando, con las rodillas desnudas sobre chinarros, su incapacidad para entender por qué, si hay que imitar a Cristo, se le obligaba a ayunar antes de la comunión, cuando el Nazareno dio a los suyos el pan sagrado durante una cena. Pasó el tiempo, pero el agravio supura todavía en forma de pesadilla o diluido en la tenue dulzura del rencor.

La ofensa eclesial regó nuestras raíces, pero aflora hoy en brotes de nuestro crecimiento y nos devuelve como un boomerang el famoso diagnóstico del manco, que escupió Unamuno ante el solitario ojo, seco e inmóvil, del general Millán Astray: el tullido, cuando alcanza el poder, tiende naturalmente a tullir. A quienes nos hirió la inquisición, no como remoto instituto sino como forma de vida, nos amenaza la tentación de convertir la herida en su antípoda, en navaja. Los que estuvimos atrapados por los mecanismos de la lógica eclesial, una vez libres de ella debemos cuidarnos muy en serio de nuestra sorda inclinación a fundar locas iglesias y, en sus trastiendas, locas inquisiciones. Nada descubro si digo que el arma defensiva de los mitos resistenciales, por legítimo que sea su origen, una vez acabada la resistencia y escalada la cuesta del poder se convierte en arma con doble filo, uno de ellos ofensivo, contra la que pueden urdirse legítimamente nuevas resistencias.

Durante una charla, en París y hacia 1961, Dionisio Ridruejo aguó la fiesta a un pequeño grupo de jóvenes españoles entusiasmados con la idea de acabar con Franco e instaurar tras de él una república de poetas, presidida por el fantasma de Antonio Machado. "Estáis agrandando peligrosamente la figura de Machado, y eso no es bueno. El caso de Lorca es distinto, porque lo que se manipula de él no es su vida ni su obra, que no son fácilmente manipulables, sino su muerte. Pero la vida y la obra de Machado se prestan a ser instrumentalizadas, y esto las deteriorará. El mito de Lorca se desvanecerá, porque, como individuo y como poeta, Lorca no es imitable, y por tanto no es ejemplar. En cambio, el mito de Machado crecerá, porque su figura es la de un hombre común, disponible para ser usada políticamente como reclamo moral; y en política los reclamos morales los usan quienes los necesitan y los necesitan quienes tienen una moralidad política cuando menos dudosa". Transcribo las palabras de memoria, pero respondo de su exactitud porque me hirieron.

La profecía de Ridruejo debía, su fuerza a una sutil disposición de su armadura lógica: jugar políticamente con la identidad entre un hombre y su obra poética es siempre peligroso. Lo entendí enteramente 15 años después, al leer el editorial del número monográfico que dedicó al poeta en 1975 la revista Cuadernos para el diálogo: "En Machado vida y obra, palabra y hombre, no deben desgajarse ni ser separadamente utilizados". Aparte del calambre que escapa de la palabra utilizar cuando se aplica desde una publicación política a un poeta, la frase, formulada con sabor de consigna, le obligaba a uno a frotarse los ojos. ¿Por qué no es separable o desgajable en Antonio Machado lo que sí lo es en Francisco de Quevedo, Gonzalo de Berceo, Juan Ramón Jiménez o Luis Cernuda? ¿Qué estatuto de singularidad personal quiere darse a un poeta muerto al decirse imperativamente que su vida y su obra son la misma indivisible cosa, cuando decir esto es insensato incluso si se apunta con el dedo a un poeta vivo? No hay otro. posible: el estatuto del santo.

Nueve años después y por boca ajena, uno de los monjes del antimachadiano culto a Machado, Alfonso Guerra, sigue explicándose de igual manera. Guerra, en su anticipo de memorias dictado a Miguel Fernández-Braso, dedica varias páginas a hablar del poeta, y el resumen de su discurso es así de audaz: Antonio Machado era una buenísima persona. Y en medio, esta frase de mesa camilla: "Un ser humano tan bueno es difícil encontrarlo en la vida". Guerra deja la puerta abierta a un nuevo -calambre, pues la identidad vidaobra exigida por el editorial de Cuadernos... se desequilibra, más peligrosamente aún, hacia el lado de la vida, y no hace falta añadir que de la vida de un muerto, una vida, por tanto, manejable, troceable como una estampita a la que se puede volver del revés a gusto del consumidor. De otra manera, bazofia ideológica servida en bandeja del Parnaso. De tal exégesis ética a una fábrica de relicarios hay un solo pequeño paso.

Y Guerra da tal paso cuando, casi con lenguaje de western, absuelve a su hombre bueno de pecados como la autoría de un poema de hombre malo y en honor de un hombre malo: su famoso trueque floral con Enrique Líster de su pluma por su pistola. Este durísimo e inquietante poema -y no es el único de esta especie en la obra de Machado- no concuerda con el santoral y, expeditivo método eclesiástico, se le borra como exabrupto no debido de san Antonio Machado, sino a los malos tiempos que al beato le tocó vivir y, por supuesto, a las malas compañías. ¿No es ésta una manera simbólica de borrar, de paso, las, todavía más inquietantes para un político como Guerra, genuinas y no cultivadas ante el espejo gotas de sangre jacobina que el propio Machado vio correr por sus venas y que quienes leen su obra sin caer de rodillas siguen viendo, porque están allí?

Antonio. Machado escribió algunos de sus mejores poemas con pluma de dinamitero y en algunas de sus mejores prosas se mostró como jacobino de pura raza, no inclinado al gesto, escueto en su desprecio visceral a las jerarquías, a todas las jerarquías, duro, amargo, a veces corroído y en ocasiones incluso violento, muy violento. Esto hace de Machado cuando menos un poeta movido por pulsiones opuestas que, como figura intelectual, lo sitúan agazapado, bomba en mano, detrás de los muros del mausoleo que hoy construyen sobre sus dóciles cenizas. Desgajado y separado de su bondadosa vida, que ya no existe, queda el otro Machado, el de sus libros, a veces nada bondadosos, contradictorio e indómito, con su famoso silencio dirigido de espaldas a todos los meapilas del mundo. Y este Machado indómito está mucho más cerca de antimachadistas como Vicente Verdú que de sus excomulgadores machadistas.

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