Viaje al mar Muerto
Detrás de esta montaña, que ya pertenece a Líbano, se hallaba antiguamente la fenicia Sidón, cuyos mercaderes eran príncipes. Todavía quedan cedros en la falda. Con esa madera perfumada se labraron todos los tabernáculos de Asia Menor, y de su umbría baja el rumor de un afluente del Jordán. De noche huelen a miel las jacarandas y otras flores carnosas del kibutz, rodeado de alambradas, con un catafalco de vigilancia en cada esquina, y aunque la guerra también se huele, no se oyen los cañones, sino el canto del cuco de primavera y algún grito de ave rapaz, de ojos verdes, que caza a oscuras. En esta cuña de Israel, clavada entre Líbano y Siria, se inicia la matriz del valle. El sol amanece por la mosquitera, y en su urdimbre dorada se perfila la silueta del Golán, pero si uno se acerca a la frontera vecina sólo encontrará algunos soldados en bañador, fumando bajó una toldilla en la cuneta, con la cantimplora colgada en el pico del fusil. Éste es un viaje espiritual al mar Muerto. El camino de perfección llega más allá de las palmeras de Jericó, donde ya únicamente reinan la sal y el hedor de Sodoma sumergida.Por la ventanilla del autobús se suceden plantaciones de aguacates, campos de naranjos, de girasoles y labradores hebreos tocados con casquete de observante a bordo de un tractor. La vieja imagen del judío cambista que maneja las monedas con dedos de pájaro y mirada melancólica no está aquí. Los pobladores de esta dulce Galilea fueron pioneros agrícolas, y muchos llegaron a pie hasta la llanura de Esdrelon desde Rusia, a principios de siglo, en compañía de Ben Gurion. Disecaron los pantanos, en ellos sembraron cereales y calzaron de legumbres las plantas del monte Tabor, que preside una planicie como una solitaria hogaza de pan moreno. Toda esta tierra es propiedad de israelíes, pero unos árabes regentan un pequeño negocio de taxis para subir a la cumbre de la transfiguración.
-¿Cuánto?
-Cinco dólares.
-Es mucho.
-Tres.
-Nada.
-Dos.
-Venga, hermano. Vamos arriba.
Por dos dólares, un musulmán transporta en un Mercedes a los cristianos a la cima del monte Tabor cabalgando una carretera sin precipicios, bordeada de carrascos y hierbas de salsa picante que te lijan el olfato. En lo alto hay una iglesia con franciscanos un poco aturdidos por el calor, y para quedar transfigurado allí no se necesita más que estar media hora en la explanada bajo la gran solanera. El neófito comienza a hervir, el sudor le enturbia la visibilidad, la vibración de la luz llena de partículas radiactivas el espacio sobre un fondo negro, y a continuación uno aparece investido con la túnica de la resplandeciente sequía que lo envuelve, y dentro de ella crepitan las neuronas en la vertical del fuego, y entonces el aura se despelleja. A poniente, en la falda de una colina de roquedas azules y tierra blanca, está el pueblo de Naím, donde Jesús resucitó al hijo único de una viuda. Desde la cumbre del monte Tabor cualquier cristiano acierta a divisar todavía un entierro con plañideras por los bancales: una tabla con el muerto boca arriba, envuelto en una sábana, llevado a hombros de cuatro; el enviado de Dios que detiene la comitiva fúnebre con gran autoridad en el brazo; el joven que se despierta en medio del secarral limpiándose los ungüentos del rostro, y la gente que huye despavorida hacia el barranco. Uno podría convertirse en un charco de grasa licuada en la cúspide de este monte sagrado, pero el taxi del musulmán da por terminada la visita y la extraña visión se esfuma ante una cocacola. En el tenderete de árabes también se expenden Cristos esplendentes, camellos, matanzas de inocentes, cuchillos de Herodes y otros refrescos. Más allá cae el poblado de Caná, próximo a Nazaret, en las estribaciones grises de una sierra que cierra la campa. El autobús continúa hacia el lago de Tiberíades.
El Tiberíades en los tímpanos
El mar de Galilea, lago de Genesaret o de Tiberíades está a 200 metros bajo el nivel del Mediterráneo, y eso se nota en los tímpanos. Unas curvas de viñedos, higueras y cipreses van descendiendo del Rano a la hondonada, y en medio de dos cabezos de alfalfa se descubre de pronto una lengua azul con brillo de acero. El agua se cierra al frente con una pared de roca pelada, y ya se sabe que por ese acantilado se despeñó la piara de cerdos hasta anegarse cuando fue poseída por los demonios de un señor del pueblo de Gerasa, hoy inexistente, aunque el guía señala su situación con el dedo en la meseta del Golán, En aquel tiempo, el cerdo era un animal -inmundo y estaba rigurosamente prohibido criarlo en tierras de Israel, pero se trata de un lance de fe. La ribera occidental del lago es más amena. Hay risueños prados con hortalizas en los cerros. De Magdala, lugar de María la pecadora, aquella ramera mística de larga cabellera, sólo quedan dos pedruscos en mitad de un trigal. Los cimientos de Cafárnaún son residuos de basalto, unos sillares roídos, algunas losas de sinagoga con mosaicos bizantinos adornados con motivos piscícolas y fosos de mampostería. Aquí se enseña a los viajeros la casa de Pedro el pescador, que debió de ser un tipo importante, porque vivía en la calle principal, en primera línea, con buena vista.El lago se comporta con la mansedumbre de una profunda cisterna. Tiene la forma de una caja de mandolina, y resulta muy difícil imaginar en ella esa tempestad que Cristo calmó. Aquí el Salvador anduvo sobre las olas, y ahora algunas judías en tanga también lo hacen a bordo de tablas de surf. Otros veraneantes realizan esquí acuático, las motonaves golondrinas atraviesan el lago cargadas de turistas con gorrito, y en las terrazas de los hoteles y establecimientos de baño suenan discos de Julio Iglesias y una multitud de hebreos desnudos toma el plato del día a la sombra de unos conos de paja.
-¿Qué hay para comer?
-Pescado de San Pedro.
-¿Qué es?
- Una especie de carpa.
-Vale.
-¿La prefiere con tomate?
Junto a Cafarnaún está el monte de las bienaventuranzas, con una suave ladera de girasoles y legumbres tapadas con plástico. En la cima hay una iglesia, que sufragó Mussolini, y allí donde se supone que el público se sentó para oír las palabras más bellas jamás pronunciadas se extiende un vertedero de productos industriales, el consabido estercolero con todos los signos de la modernidad, latas de cocacola, botellas de 7up, electrodomésticos podridos y envases de cartón con residuos de pollo. No obstante, el horizonte es encantador, y en la historia de este paraje fluyen milagros del pan y los peces, ciegos visionarios, leprosos sanados, parábolas del sembrador, hemorroísas con la corriente cortada, manos secas, endemoniados, paralíticos atletas, dulces enseñanzas de amor, difuntos resucitados, y sobre el antiguo panorama canta ahora frenéticamente Michael Jackson.
El autobús abandona el lago de Tiberíades y rueda hacia el valle por la margen derecha del Jordán. Una sucesión de carteles advierte en seguida que las aguas están contaminadas, si bien cualquier creyente un poco avisado por el instinto de conservación no necesita leer el anuncio. Le basta con ver los espumarajos blanquecinos y las pompas fétidas que la corriente arrastra lentamente. Aun así, en un remanso se ha montado un negocio para neófitos de agencia. Los turistas de gorrito se descalzan, chapotean con las perneras en la rodilla, cumplen el rito de bautizarse los pies, llenan unos frascos de recuerdo, se surten de camellos en la tienda, alivian la vejiga y continúan el viaje.
Una cabra ciega
Cuatro filas de alambradas, a lo largo del trayecto, marcan la frontera conquistada por los israelíes a Jordania, y entre las piquetas de espino aún aparecen sembrados de verdura. La ribera izquierda del río está cortada casi en vertical por el macabro paredón de la meseta del Golán, que acompaña todo el cauce hasta el desierto de Judea. De forma imperceptible, la cuenca se va ahondando, y en un momento el pedregal más feroz comienza a elevarse a ambos lados de la diligencia. Una mineralogía abrasada en el alvéolo solar reverbera en las aristas de las montarlas y aquí se inicia una especie de terror metafísico. Ésta es una tierra para profetas que se alimentan de langostas. Pelo el paisaje se hace todavía más hermético cuando se atraviesan unos poblados de barro calcinado, totalmente abandonados por los palestinos. Las puertas de las casas han quedado abiertas, una ventolera de siroco arrastra papeles por las calles vacías, y una cabra ciega bala en el aire tórrido. No existe una sola señal de vida.-¿Dónde están?
-Muertos.
-¿Todos?
-Los que no han huido.
De repente, en medio del paisaje lunar surgen las palmeras de Jericó, un oasis con sicómoros y rosas de cactos al pie del monte sagrado de las tentaciones. Allí se conservan los fosos de las murallas más antiguas del mundo, en cuyas grietas vigilan unos lagartos deslumbrados. Suenan las trompetas de Josué. El sol se detiene. Enfrente se ve el mar Muerto, como un cazo de sal, de aguas pesadas color zinc. Éste es el punto ínfimo de la Tierra, está a 400 metros bajo el nivel del Mediterráneo, y la presión te aplasta las neuronas o puede hacerte saltar la sesera. Cualquiera es capaz de llegar a la alucinación. Este paraje fue barrido por un rabo de cometa, aquí cargaron con energía sus carros de fuego los extraterrestres de la era terciaria, en este lugar cayó un tizón sideral que anegó en azufre siete ciudades famosas por sus pecados. Ahora, un fluido de betún se apodera del aire, y si uno vuelve la vista atrás, se convierte en una estatua de sal. De noche brillan muy cerca las luces de Ammán, pero durante el día la hoya refulge por sí misma como una fragua. En el oasis hay soldados israelíes con metralleta recostados bajo las palmeras, y los árabes sumisos también están espatarrados a la sombra dentro de las chilabas, pero en Jericó el dueño absoluto es el sol, que inunda el mar Muerto. En el espectro de luz tal vez vibran los lamentos de los sodomitas sumergidos. Rodeado de paredes calcinadas donde no crece ni una brizna, el mar Muerto se extiende como un pozo estático de asfalto. Muy cerca de su orilla, el Precursor bautizó a Jesucristo. Y en su litoral terrorífico, la secta de los esenios levantó un poblado esotérico, y en él quedó establecida una hermandad eucarística. Los manuscritos hallados en las cuevas de Qumram por un cabrero beduino forman parte del misterio con que estos yesares fulminados ciegan a los profetas. En mitad de esta soledad sagrada, los hombres del desierto divisaron la gloria. Uno se arrodilla frente al mar Muerto, cubierto con una piel de cabra, pensando en el destino, y en seguida las sienes comienzan a echar burbujas. De pronto sientes un explosión en el cráneo y compruebas que la tapa del seso ha saltado. Una bocanada de luz te invade los bulbos, y entonces ves tu rabadilla en llamas. Y al cabo de una hora quedas convertido en un kilo de sal.
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