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La 'enfermedad de Orwell'

El taladrante ruido de las máquinas de los niños, no era prácticamente audible para sus progenitores, quienes tan sólo mostraban algún interés, cuando los gritos alborozados cantaban "¡He conseguido pantalla!" o las expresiones de desánimo anunciaban "¡King Kong me ha matado!". Desde luego, el impertinente sonido poco afectaba al conductor, protegido por sus auriculares conectados a la casette del coche, ni tampoco a su esposa, pendiente de la televisión portatil, enchufada a la batería del automóvil y transmitiendo nítidamente el consabido capítulo de la anodina y siempre habitual serie televisiva.El éxodo semanal de la ciudad dormitorio, se iniciaba. Embotellamientos en la salida, actitudes histéricas, frases desagradables dirigidas a otros conductores... Tampoco faltaban gestos violentos y obscenos, pero quedaban ya tan dentro del ritual del fin de semana que poca importancia se les concede.

La casita de campo, que en su día fue bucólica, se halla rodeada de otras 1.000 semejantes; por las calles, correctamente asfaltadas, transitan ruidosas motos, conducidas por incontrolables jóvenes que ensordecen y polucionan el ambiente. El congelado, pasado por un eficaz horno microondas, sirve de ágape nocturno y diurno, generalmente servido a corta distancia del inseparable televisor.

Los "amigos" de siempre se reúnen con diferente decorado pero con más horas tediosas por delante; la misma copa en la mano e idénticos tópicos. Así, el fin de semana transcurre monótono, sin esfuerzo alguno, programado por la metereología, que condiciona el sedentarismo televidente.

En USA, por esa vía, se han llegado ya a las siete horas de pequeña pantalla por habitante. En España estamos en las tres horas. Cuando llueve, la televisión se erige en el gran recurso, especialmente para los pequeños, quienes ávidamente se tragarán todo lo que pasen. En la TV la morbosidad es premiada incluso en los telediarios; el sexo y el amor son indiferenciados; la utilización sexista es evidente en la mayoría de los anuncios publicitarios... El mensaje es, cuanto menos, empobrecedor a todos los niveles.

Siguen las familias sentadas hasta que, súbitamente, como movidos por un resorte, inician el rápido retorno. Todos ocupan sus puestos habituales. La comunicación es cero, pero ahora si es imposible evitar cierto sabor a frustración, aunque con los años llegará a ser imperceptible.

Las incomodidades de las colas se soportan peor. Los gestos neuróticos son más visibles y peor evitados: tics, uñas mordidas, palabras altisonantes, crispación en general.

Al fin se llega al piso ciudadano.

Alguien, quizá, llevará un triste ramo de flores silvestres, que se marchitan tan rápidamente y tan asustadas que es mejor no volverlas a recoger la próxima semana. Junto a eso, dolores de cabeza, pesadez, vientre hinchado, estreñimiento... incomprensión y fatiga, mucha fatiga... y muchos más síntomas que configurarían el síndrome que podríamos llamar de Orwell, quien tan magistralmente describió en su obra 1984 los condicionantes sociopolíticos que dan lugar a autómatas en vez de hombres, pero olvidó -o no quiso esborzarnos- la patología médica que antecede a la civilización de corderos.

es director del Departamento de Obstetricia y Ginecología. Profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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