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España y Europa , 34 años después

La crisis económica actual no es superior a la que atravesaba Europa en 1950, cuando se constituyó, mediante la creación de la Comunidad del Carbón y del Acero, la base de la CEE, recuerda el autor de este trabajo, que es ministro de Asuntos Europeos del Gobierno francés. Evocando aquelos tiempos, y la decidida voluntad europea de defender su identidad, sus modelos políticos y culturales y su propio desarrollo, hace una llamada a la solidaridad, manifestando el apoyo francés a la entrada de España en la CEE, cuya negociación deberá estar terminada en el próximo mes de octubre para que la incorporación definitiva se efectúe el 1 de enero de 1986.

Cuando el 9 de mayo de 1950, en el salón del reloj del Quai d'Orsay, el ministro de Asuntos Exteriores francés, Robert Schuman, hizo pública la oferta de Francia a la República Federal de Alemania, en el sentido de poner en común su producción de carbón y de acero, pocos imaginaron que se iniciaba entonces el proceso de construcción europea. Ciertamente, la idea de una unión europea ya había germinado mucho antes. En junio de 1929, en Madrid, ante el Consejo de la Sociedad de Naciones, Aristide Briand habló de un proyecto de unión europea, concretado después en un memorándum que se ha hecho famoso. Sin embargo, las esperanzas que suscitó hubieron de relegarse a un segundo plano tras el estallido de la segunda guerra mundial, la cual obligó a los pueblos a ser celosos de su libertad e independencia.Después de la victoria de 1945 no cabía pensar idealmente en Europa, sino también en su construcción efectiva.

Esto fue precisamente lo que hicieron, hace ahora 34 años, Robert Schuman y Jean Monnet. El proyecto era limitado -la puesta en común de la producción francesa y alemana de carbón y de acero-, aunque no por ello dejaba de ser ambicioso: "La aportación de una Europa organizada y viva a la civilización es indispensable para el mantenimiento de las relaciones pacíficas". El método era premonitorio: "Europa no se hará de una sola vez ni de modo general: se hará mediante realizaciones concretas que creen primero una solidaridad de hecho".

No me extenderé en los avatares sufridos por esta solidaridad de hecho, que, a fin de cuentas, es de todos conocida, y cuya auténtica dimensión histórica se vislumbró durante el encuentro entre el general De Gaulle y Conrad Adenauer, momento en el que se sentaron las bases de la reconciliación franco-alemana, sin la cual Europa no podía existir. Me contentaré con examinar las razones por las que esta declaración sigue siendo ejemplar, precisamente ahora, cuando las dificultades presupuestarias llevan a los pesimistas a dudar de Europa y las negociaciones de adhesión de España han entrado en su fase final y crucial.

Conviene hacer tres tipos de reflexiones en este sentido:

La primera es que hay que poner sumo cuidado para evitar los riesgos de fracaso de tal idea. De tanto imaginar que la construcción europea estribaba, en esencia, en su propio dinamismo, se ha llegado a confundir el efecto con la causa, sustituyéndose el análisis por la evidencia, y el esfuerzo, por lo fácil. Ahora bien: el método Schuman consistía precisamente en suscitar el dinamismo, enfrentándose sin ambages con las mayores dificultades. El mérito principal de sus propuestas residía en que, por medio de ellas, abordaba de modo constructivo el problema más delicado de la Europa occidental de la posguerra: el del carbón y el acero. Siguiendo ese método resolveremos hoy la importante cuestión de los recursos comunitarios, y también, al ir directamente al grano en el problema de las frutas y hortalizas, del vino o de la pesca, vamos a conseguir que las negociaciones de adhesión de España a la CEE salgan de ese punto muerto, confortable para algunos, en el que se encontraban hasta hace poco.

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La solidaridad

Mi segunda reflexión se inspira en el sentimiento de solidaridad europea que se deduce de la declaración de 1950. Los impulsores de la Comunidad del Carbón y del Acero pensaban en una solidaridad de producción. A estas alturas de 1984, sólo superaremos la crisis interna de la CEE si reforzamos la solidaridad de Europa, cuya ampliación pasa por la incorporación de nuevas solidaridades.

La eliminación de barreras arancelarias y el laissez faire no bastan para aunar solidaridades; incluso se corre el riesgo, a corto plazo, de exacerbar aún más las rivalidades y antagonismos. La simple unión aduanera o la zona de libre cambio pueden transformarse de modo muy rápido en ring de lucha libre. Eso no es lo que queremos, como tampoco lo que querían los padres de Europa. Lo que se pretende, por el contrario, es definir en común las reglas de funcionamiento de los mercados, lo que permitirá superar las dificultades, siempre y cuando que se tengan en cuenta los intereses legítimos de cada uno. Ésta es la idea que ha de presidir el reforzamiento de la identidad comunitaria y también ha de inspirar la adhesión de España: queremos, en este sentido, que las negociaciones concluyan antes de octubre de 1984, de modo que la adhesión sea efectiva a partir del 1 de enero de 1986. La solidaridad de la Europa del Norte se enriquecerá así con la del Sur; juntos definiremos las normas y llevaremos a cabo los esfuerzos necesarios para lograr el desarrollo armonioso de nuestra Europa histórica.

Tercera reflexión: toda crisis es saludable porque es reveladora de la imperiosa necesidad de progresar. Al inicio de los años cincuenta la crisis de Europa era evidente: crisis económica, política, moral y de identidad. Hoy todo el mundo se lamenta de la crisis económica mundial, de la crisis de la construcción comunitaria y de los cambios por los que atraviesa el sistema de seguridad de nuestro continente. ¿Acaso no significan estas crisis que el equilibrio mundial necesita cada vez más de Europa? Tenemos el deber de responder a este desafío dando pruebas de imaginación creadora. Frente a las situaciones que constituyen terreno abonado para el pesimismo de algunos, nosotros debemos encontrar razones para actuar y para esperar. Está claro que, desde el momento en que la negociación se ha centrado seriamente sobre los verdaderos problemas, para los que se quieren encontrar soluciones aceptables para todos, Francia se ha mostrado favorable a la pronta adhesión de España. Y ello es así porque en la actualidad está en juego el porvenir de Europa.

Europa es una realidad con futuro, siempre y cuando que confiemos en ella. Referirse a nuestro viejo continente como algo pasado es la eterna equivocación de quienes no conocen ni comprenden los movimientos profundos de la historia. Nadie cuestiona la existencia de una civilización propiamente europea, caracterizada por su aspiración a lo universal. Por lo demás, sería paradójico fundarse en dicha universalidad para intentar demostrar hoy su declive. Incluso en el siglo pasado, cuando la presencia europea se extendió por casi toda la Tierra, no se habían ensanchado aún los confines de nuestra civilización. Europa ha desempeñado el papel de acelerador del proceso histórico de otras civilizaciones que todavía no habían llevado a cabo su primera revolución industrial. Ha dejado en este sentido una huella profunda en pueblos y culturas, que, sin embargo, siguieron conservando su personalidad; no por ello perdió su propia identidad, la cual, en los años ochenta, ha de salvaguardarse y defenderse.

Un espacio propio

Hoy es en la dinámica europea donde se encuentran las pruebas más tranquilizadoras con vistas a la evolución de nuestro continente. El renacimiento de nuestra identidad se ha generado a partir de las fuerzas vivas de Europa. Reducida tras la segunda guerra mundial y la descolonización a sus dimensiones geográficas y políticas naturales, Europa bien podría haberse resignado a convertirse en el coto particular de las grandes potencias. En vez de ello, centró todas sus energías en la organización de su propio espacio. El Consejo de Europa, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero y la Comunidad Económica Europea constituyen algunas manifestaciones de esta solidaridad europea que conduce a los Estados a aunar sus esfuerzos para afirmar claramente que nuestro continente existe y tiene voluntad de futuro.

La construcción europea no es, por tanto, una expresión vacía, sino una realidad, un proyecto y una serie de realizaciones que demuestran el dinamismo de los diversos Estados. No cabe duda de que dicha solidaridad está más acentuada en unos campos que en otros; evidentemente -y en España se es consciente de ello-, la construcción europea no coincide todavía con las dimensiones históricas, naturales y culturales de nuestro continente. Sin embargo, nadie puede negar los considerables esfuerzos desplegados por los países que integran Europa para que sea uno de los grandes polos de desarrollo del mundo del mañana y esté en condiciones de aceptar el reto del siglo XXI: la investigación científica, la tecnología del futuro, el espacio...

Es necesario que nuestro continente permanezca fiel a su propia identidad. Existe una pauta a seguir; en este sentido, más que exportar nuestras características hemos de centrarnos en el examen de lo que los economistas llaman modelo de desarrollo. Interesa, pues, conciliar las particularidades del desarrollo europeo con los grandes desafíos, sobre todo económicos, del mundo actual, lo que permitirá que sentemos las bases de nuestro futuro.

No voy a referirme a los componentes culturales del modelo europeo, aunque sí he de precisar que la cultura de nuestro continente está viva y en pleno desarrollo. La mitad de los países de la ONU hablan alguna lengua europea distinta al inglés. Europa sigue siendo para ellos -a pesar de lo que piensen algunos- una fuente de inspiración y un punto de referencia insoslayable, que por ahora no ha sido sustituida. No tengo más remedio que aludir a la resultante de nuestro modelo cultural: desde el punto de vista político no hay europeo que ponga en tela de juicio el sistema democrático y el respeto a los derechos fundamentales de la persona humana.

El Consejo de Europa y la Asamblea Parlamentaria Europea reflejan nuestro sentir general en tal sentido, manifestado a su vez, de modo particular, a través de los distintos Parlamentos y Gobiernos nacionales. Abundando en esta idea, todos pensamos que el futuro de Europa ha de cimentarse sobre dicha filosofía política, la única que responde a nuestras aspiraciones y permite que nos adaptemos a los cambios económicos y sociales.

Un modelo de desarrollo

Desde el punto de vista económico, el futuro de Europa depende también del respeto a nuestro modelo de desarrollo. Las economías de nuestros países están muy diversificadas y hay en ellas importantes sectores punteros, industria pesada tradicional, y con un sector agrícola tan sensible como rentable. Esto plantea problemas de investigación, inversiones, reconversión, de disciplinas de producción y de gestión de mercados. La ley de la oferta y la demanda, el liberalismo económico y la competencia no conducen de modo natural a unificar Europa, sino más bien a dividirla. Las estructuras de la Comunidad Económica Europea permiten conciliar la libertad de mercado, propia de nuestro sistema económico, con la indispensable intervención de los poderes públicos de cara a controlar, regular y presidir la evolución técnica junto con las adaptaciones que conlleva.

A este respecto, el reto de la Europa del mañana es el siguiente: hay que llevar a buen puerto, de modo conjunto y a unos costes aceptables, la puesta en marcha de un sector de alta tecnología y la renovación de nuestra industria tradicional, manteniendo al mismo tiempo la agricultura a un nivel competitivo. ¿Acaso no es eso lo que subyace en las negociaciones con España y la razón por la que la adhesión ha de ser equilibrada, teniendo en cuenta tanto los intereses de España como los de cada uno de los Estados miembros, sobre los que han de prevalecer los de una comunidad de 12 países? He de añadir que nuestras economías se caracterizan, frente a las de otros Estados, por su fuerte demanda interna: el Mercado Común engloba a 270 millones de consumidores. Esto significa que hay que mantener un difícil equilibrio entre la demanda interior y externa, entre el aumento del nivel de vida y las necesidades de importación impuestas por nuestra escasez de energía. La CEE ha hecho posible la aparición de un área de desarrollo económico europeo y deberá, con España y Portugal, y gracias al esfuerzo y a la solidaridad de todos, coronar con éxito la transformación industrial y económica que debemos acometer en los próximos 20 años. Es ésta la filosofía que ha de imbuirse a los tratados de adhesión.

Por último, en los próximos años es probable que Europa tenga que reflexionar en profundidad sobre los elementos de su propia seguridad, dados los acontecimientos producidos estos últimos tiempos en el equilibrio Este/Oeste y teniendo en cuenta su posición específica en este terreno. La unión de Europa Occidental es, sin duda alguna -dentro del respeto a nuestras alianzas y a los compromisos adquiridos por cada uno de los países-, el marco más apropiado para tal reflexión.

La mejor garantía que podemos tener sobre el futuro de Europa es que no existe otra alternativa. Nuestro continente debe superar las dificultades a las que se enfrenta, lo cual sólo será posible si encuentra soluciones ajustadas a su propia idiosincrasia. De ahí la labor que nos espera en lo que queda de siglo: hacer que las solidaridades existentes enraícen aún más y reflexionar conjuntamente sobre las nuevas. ¿Bastarán la dinámica y la solidaridad europeas para superar los obstáculos que nos acechan? Esperemos que así sea y que podamos contar muy pronto con la ayuda de España.

Rolad Dumas es ministro de Asuntos Europeos de la República Francesa.

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