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Tribuna
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La modernidad pendiente

Sub signo rosa, Sepharad interpreta su penúltima modernidad: su estereofónica meta parece ser la Europa comunitaria de los felices años sesenta. Los viejos amigos -los más serios y dedicados de aquella expansiva tribu- son el poder. El entrañable rostro de nuestro rejuvenecido Estado y democracia industrial de masas. ¿Cómo afrontar ese maniaco ciclo de colectiva seducción y autocensura que Juan Luis Cebrián apuntó en EL PAIS? Entre la mirada del amigo, los ojos de la mujer, la pantalla TVE, la letra de la Prensa, el teléfono del jefe, el rumor del cofrade y las vallas publicitarias, toda una generación de nuestra discreta intelligentzia parece interpretar su progresivo estancamiento mental. "Leviatán con rostro humano" es la metáfora de Jesús Ibáñez sobre nuestra inmediata actualidad nacional. Por detrás, el ogro filantrópico (Octavio Paz), las pirámides del sacrificio (P. L. Berger)."A partir de aquí espero sus críticas, espero sus distintas alternativas". "Todos tenemos que ser conscientes de que sólo el Gobierno no puede salvar la situación de la nación".

Escuchándole una y otra vez uno cae en la cuenta: sobre la Moncloa pesa el hechizo zombi de García Márquez: el presidente no tiene quien le escriba. La megamáquina razón de Estado -nuestra inefable tecnoestructura pública- anda colgada de un repertorio dramático notablemente camp. No me parece que este viejo reino tenga mayor necesidad de salvación, ni tan espirituales e íntimos asuntos debiesen imbricarse en el razonable argumento de la cosa pública. Ni la democracia anda amenazada, ni ataca de nuevo la secular sequía. La crisis económica que obsesivamente nos aflije es, desde 1973, el obligado programa de todo democrático Gobierno occidental. No estamos en los gloriosos sesenta de boom económico en todo el imperio y en el Mercado Común, mágico espejo político en aquel magro tiempo de Lópeces, desarrollo y caudillo. Bajo el signo de Orwell, 1984 parece garantizar la reelección de Reagan y la continuidad de su severa política económica sobre los agobiados europeos, a la espera de mínimos signos de reactivación. El agitado revival de los economistas se multiplica sobre nuestra estereofónica actualidad occidental: nos promete lo peor. ¡Ese inefable artículo del profesor Samuelson (premio Nobel 1970) con las calificaciones académicas que le merecen las reagan-nomics y sus más altos funcionarios! (véase EL PAIS del 20 de marzo).

Con tan asegurado horizonte -notablemente alto para los que todavía recuerdan los años sesenta de por aquí- convendría distender un tanto el apresurado melodrama nacional de reconversión industrial e integración comunitaria, diseñado por los cerebros económicos y políticos de nuestro Gobierno. Todo se podría hacer un poco menos mal introduciendo alguna mayor reflexión interna y alguna mayor claridad pública sobre los graves problemas que aquejan a nuestra modernidad rectora. Pero ello requiere ralentizar a límites razonables el frenético ritmo con que nuestra nueva clase pretende resolver gubernamentalmente el inefable retraso histórico que de 300 años a esta parte viene sufriendo la nación.

Y aquí asoma el religioso argumento de la salvación y regeneración nacional. El acelerado ingreso en el Mercado Común se presenta como obligado sacramento y chapuzón en el Jordán europeo que a todos librará, por fin, de esa vieja culpa histórica de nuestros mayores y ancestros.

Conozco la genealogía mitógena de mi propia generación, sus acendrados fantasmas jacobinos, sagastianos, kennedianos, calvinistas, llenando de espejos y películas retro su abnegada pasión de modernidad y progreso. De ahí que me preocupe el excesivo celo europeísta con que los altos asesores científicos del Gobierno preparan su ratio estadística. Uno llega a pensar que la escolástica rutina de este pesado aparato académico-burocrático que decimos Estado de las autonomías y las libertades deglute todo libre entendimiento que no sea el entregado al obsesivo afán de la modernización/moralización de nuestro viejo reino y multiplicada nación. Tal y como Hacienda somos todos, todos somos solidariamente responsables por una ancestral culpa frente a la historia que sólo se expiará tras nuestra salvífica homologación con los estándares comunitarios.

Pero, desde mediados de los años setenta hasta aquí, algo debe estar suficientemente claro para cualquier reflexivo espectador occidental: agotado el boom económico de los años cincuenta y sesenta, el Mercado Común es el magno agujero negro, político-financiero-industrial, donde se agota la historia universal del viejo sistema europeo de los Estados nacionales. A lo largo de este penúltimo tiempo resulta sobreevidente que la segunda guerra mundial no sólo fue la derrota del delirio fascista enarbolado por un grupúsculo de hordas nacional-estatales: también el acabamiento del clásico protagonismo sobre el planeta de las viejas naciones de la Ilustración europea, encabezadas por Inglaterra y Francia.

Desde 1984, recordar a Churchill y De Gaulle, codeándose en Yalta con Roosevelt y Stalin: imaginándose junto a ellos representantes igualmente soberanos, interpretaban por última vez el sueño de grandeur nacional de sus respectivos países. A Churchill apenas le duró el encantamiento: la inmediata victoria electoral del Labour Party liquidó su penúltima ensoñación del Imperio británico. El espíritu del tiempo -restauración de la democratizadora Ilustración occidental- fue más piadoso con el. literario general galo. En la universalizada historia de los occidentales, el específico genio político francés se resume y agota en la universalizada historia nacional de sus grandes y medianos escritores. El derecho, la filosofía y la ciencia son también, antes que cualquier otra cosa, géneros literarios: sobre ellos pivota la literaria invención de la Ilustración occidental, máximo argumento histórico de la modernidad. Sobre el vértice de la última generación de grandes escritores franceses -Sartre, Levy-Struss, Monod, Marleau-Ponty, Malraux, Aron...-, el personal talento político de Charles de Gaulle consiguió mantener hasta los primeros años de Giscard la ficción literaria de la gran patria, madre universal de las luces.

Una ficción que desde 1969 hasta aquí se degrada y agota en sucesivas reiteraciones civiles del patriarcal general. Hasta llegar a esa penosa caricatura, presuntamente socialista, que es Mitterrand, hundiéndose bajo el peso de su avanzada edad y esclerotizado régimen nacional-estatal. Una singularísima forma de democracia industrial de masas, íntimamente articulada como dictadura democrático-plebiscitaria de su presidente: durante siete años, caudillo nacional de la coalición política victoriosa en la batalla electoral donde se decide su nombramiento. Mitterrand es a De Gaulle lo que Attalí pueda ser a Sartre, a Marleau-Ponty o a Malraux: la penúltima copia en patriótico Rank-Xeros de un modelo retro, hundiéndose con la quiebra financiero-fiscal de toda su tecnoestructura político-industrial. Demasiado pesada para estos crueles tiempos, regidos por el esquizoide binomio imperial EE UU-URSS.

Las ilusiones monetaristas de nuestros doctísimos ecónomos y el obligado celo europeísta de nuestros políticos y publicistas no debieran perder de vista un hecho radical: pese a la cronificada crisis y obligada reconversión del macrotinglado industrial nacional, el índice real de calidad de vida cotidiana per cápita siguió en España por encima de la media comunitaria. Gracias a ello se ha soportado a lo largo de 1982-1983 la arrasadora movida de capitales que presidió la desintegración de UCD y la victoria del PSOE.

Parece claro que, desde el otoño de 1983 a, nuestros inmediatos días, ese cualitativo margen de maniobra se nos viene abajo. Con la misma velocidad con que el patriótico provincianismo típicamente español -y aquí entramos todos, con nuestras flamantes autonomías, libertades e irredentismos- sigue acelerando sin más la homologación retórico-burocrática con la agobiante depresión crepuscular que habita las masas nacional-estatales del Mercado Común.

Tal y como van las cosas, la acelerada reconversión industrial en orden al acelerado ingreso en el ruinoso club europeo se puede agotar en apuntalar la obsoleta grandeur de la economía francesa y su pesada telaraña comunitaria. Con un precio, excesivo para nuestra joven democracia industrial de masas y estrenado Gobierno socialista.

No por mucho madrugar amanece más temprano. Ningún signo anuncia una inminente aurora comunitaria. Creo que nuestra novísima elite política y su desinformada audiencia nacional necesitan de más tiempo para repensar y negociar con mayor racionalidad pública esa doble asignatura pendiente de nuestra penúltima modernidad española: la reconversión industrial y el definitivo ingreso en el Mercado Común, irremisiblemente custodiado por la Alianza Atlántica (NATO).

Europa como imperativo histórico no es sino voluntad de razón y libertad imponiéndose en común por encima de sus enmarañadas y crispadas articulaciones nacional-estatales. Un reto más allá y más acá de la galopante crisis que preside los penosos negocios comunitarios. La posible libertad y los fatigosos trabajos de tantos humanos exigen mayor reflexión y pensamiento que esta frenética voluntad de voluntad (Heidegger) que agobia y arrasa el inmediato presente/futuro de los occidentales. Hacia ninguna parte, a toda velocidad.

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