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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Hacienda no somos todos

HOY COMIENZA el período de declaración del impuesto sobre la renta. Este año los ciudadanos contarán en el mejor de los casos con un plazo de 60 días para cumplir con sus obligaciones Iegales. Los contribuyentes cuya declaración sea positiva (esto es, que tengan que pagar a Hacienda cantidades complementarias de las retenciones ya realizadas a lo largo del ejercicio) habrán de pasar por ventanilla antes del 11 de junio; aquellos declarantes a los que Hacienda tenga que devolver dinero como consecuencia de retenciones excesivas, contarán con 20 días más para llenar los formularios. Otra novedad de este ejercicio es que los sujetos pasivos o unidades familiares cuyos ingresos totales sean inferiores a 500.000 pesetas anuales (antes, 300.000) no estarán obligados a presentar declaración, siempre que esas rentas provengan exclusivamente del trabajo y del capital mobiliario, sin computar los rendimientos procedentes de la vivienda propia que constituya el domicilio de los declarantes.El peso del gravamen sobre la renta dentro del conjunto impositivo español tiene ya una considerable importancia. Dado que aproximadamente una tercera parte de los ingresos fiscales procede de esa fuente, una eventual merma en la recaudación respecto a años anteriores crearía un agujero de repercusiones incalculables para la financiación del sector público. Así, un incremento del déficit echaría por tierra las previsiones de política económica del Gobierno para 1984. El Ministerio de Hacienda viene preparando, en consecuencia, una campaña contra el fraude fiscal que acerque las cifras reales de recaudación a las cifras potenciales mediante la reducción de las bolsas de fraude. Si bien aquella cifra del billón de pesetas de fraude fiscal que el PSOE esgrimió en la oposición fue fijada por alegres procedimientos de tanteo, es cierto que la situación fiscal española bordea el tercermundismo. Uno de cada cuatro ciudadanos con obligación de tributar por el impuesto sobre la renta no declara a Hacienda; sólo uno de cada cuatro empresarios individuales y agricultores presenta la declaración correspondiente; el 60% de los profesionales y trabajadores por cuenta propia y el 20% de las personas jurídicas tampoco cumplen con esta obligación.

Estas cifras -adelantadas hace poco tiempo por el secretario general de Hacienda- han sido ratificadas en los últimos días por el presidente del Gobierno. En la asamblea general de la patronal de Madrid, Felipe González llegó a afirmar la posibilidad de que no existiese déficit si todo el mundo cumpliese sus obligaciones fiscales, de lo que se desprende que el fraude supera con mucho el billón de pesetas y se aproxima a grandes pasos a los dos billones. Sin duda, el impresionante crecimiento de la economía sumergida -esto es, del conjunto de actividades económicas oficialmente inexistentes pero cuya cifra de negocios equivale, según algunas estimaciones, a una quinta parte del Producto Interior Bruto- ha contribuido a ese desbordamiento del fraude, ya que esos tinglados clandestinos ni pagan seguridad social, ni dan de alta a sus trabajadores, ni sacan licencias fiscales, ni tributan por la renta de sociedades. Todo esto conduce a la conclusión de que ni siquiera el Gobierno cree ya en la veracidad del antiguo eslogan Hacienda somos todos, entre otras cosas porque la economía sumergida es una válvula de escape para las tensiones sociales y para la creación fraudulenta de empleo que el propio Estado no está demasiado interesado en clausurar herméticamente.

Para controlar el fraude fiscal, el ministerio prepara medidas normativas -una ley de infracciones y sanciones tributarias, con un nuevo concepto del delito fiscal (inédito hasta ahora) y la supresión del secreto bancario- y medidas prácticas, en especial la potenciación del cuerpo de inspectores y subinspectores y la modernización de su labor. La deuda de los contribuyentes con el fisco en fase de declaración ejecutiva asciende a 200.000 millones de pesetas, de los que unos 44.000 millones corresponden a inspecciones realizadas tras la puesta en marcha del plan especial contra el fraude iniciado el pasado mes de noviembre. La comprobación de la situación fiscal de casi 200.000 contribuyentes ha mostrado que el 40% de los expedientes presentaba algún tipo de irregularidad. Las actas levantadas a consecuencia de estas inspecciones -efectuadas por 1.800 funcionarios- durante el primer trimestre de este año suponen un aumento del 44% respecto al mismo período de 1983, a la vez que la deuda descubierta representa un incremento del 118%.

Con estas perspectivas comienza la campaña del impuesto sobre la renta. Conviene recordar que España no es un infierno fiscal, aunque tampoco sea un paraíso para los trabajadores y empleados, públicos y privados, a quienes las empresas o la Administración retienen automáticamente los porcentajes señalados por Hacienda. Las estadísticas demuestran que España es, dentro del conjunto de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), la zona que soporta una menor presión fiscal, exceptuando a Turquía. Países como Grecia, Portugal e Italia castigan más severamente que España a los contribuyentes. Es cierto, sin embargo, que la presión fiscal subió el pasado año 1,4 puntos -una cifra excesivamente concentrada en un corto período de tiempo- y que los ciudadanos españoles no reciben los servicios públicos a los que el pago de impuestos daría derecho. En cualquier caso, las justificadas denuncias contra las bolsas de fraude fiscal sólo pueden producir mal humor a los trabajadores y empleados a quienes se descuenta mensualmente los impuestos, que padecen en sus economías familiares la escasa cantidad y mala calidad de los servicios prestados por las Administraciones, que sospechan el excesivo peso de la carga tributaria sobre sus espaldas en comparación con los sectores privilegiados y que comprueban cómo el dinero público continúa siendo despilfarrado como consecuencia de la desbordada pasión de algunos altos cargos por los gastos corrientes, sea para colocar a su clientela política, sea para sufragar su propio boato institucional.

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