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Tribuna
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Contra el 'funcionalismo' político

Todos sabemos las razones, las buenas razones, por las que en nuestro sistema electoral se optó por la ley de Hont, por las listas cerradas y bloqueadas y por la disciplina de voto de los parlamentarios. Sabemos que todo ello era necesario para estructurar políticamente el país, para vertebrar y prestigiar en él a los partidos políticos, tanto tiempo en cuarentena, e incluso para reflejar la realidad misma de que los centros de poder o núcleos de intereses están hoy mucho más delimitados y concentrados que en tiempos de la burguesía liberal.Y, sin embargo, esta misma voluntad de representar tan fiel y literalmente la realidad puede venir a reforzar uno de los defectos o carencias que los sistemas democráticos -como los modernos sistemas arquitectónicos- han tendido a favorecer. En efecto, si algún inconveniente tuvieron la arquitectura o el diseño funcionalista fue precisamente éste: la voluntad de adecuarse o adaptarse demasiado perfectamente a las necesidades. Las casas estaban tan hechas para nosotros que no nos daban ocasión de hacernos a ellas y con ellas; las sillas estaban tan anatómicamente ajustadas a nuestras posaderas que cualquier movimiento o posición fuera de los previstos resultaba incómodo, si no imposible. El ajuste en la forma impedía, así, la informalidad en el uso -y todo el mundo recuerda lo que ocurre, en el límite, cuando uno de estos ingenios tan funcionales deja de funcionar a la perfección: lo que a Charlot con la máquina de comer en Tiempos modernos.

Ahora bien, algo parecido puede acabar pasándole a una política funcionalista que pretendiera representar demasiado fiel o exhaustivamente la realidad social. Y para evitarlo, nada mejor aquí que recordar lo que fue también uno de los axiomas de aquel funcionalismo: que a menudo en política, como en arquitectura, menos es más. En vez de querer representar la exacta proporción y equilibrio de fuerzas parlamentarias en todos los rincones (en comités de control de radiotelevisión, en leyes sindicales o armonizadoras, etcétera), convendría preocuparse en dejar también zonas desafectadas susceptibles de particular uso y apropiación, espacios exentos para la expresión libre y la participación no convencional... Todo lo cual supone, claro está, una actitud política y una práctica parlamentaria que entiendan la autolimitación como un elemento integrante -que no opuesto- a su perfección. Y de ello precisamente ha hablado hace poco R. Wassermann en la Suntag Blatt del Deutsches Allgemeines, con sugerentes imágenes médicas: de la necesidad de una "cura de adelgazamiento" para los Gobiernos o los Parlamentos que, si quieren seguir imaginándose como el corazón de la democracia, habría que diagnosticarles insuficiencia cardiaca y aconsejarles un marcapasos.

Porque uno de los peligros mayores de estas insuficiencias democráticas es, precisamente, la soberbia y autocomplacencia que puede llevarles a confundir la legitimidad con la legalidad. Tan bien creen representar a los ciudadanos, tan por requeterepresentados los dan, que piensan poder dispensarse de su efectiva presencia. Y en esta preferencia por la representación sobre el representado se parecen a veces a la señora del chiste:

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-¡Qué niño tan bonito tiene usted, señora!

-¡Huy! Pues eso no es nada; ¡si viera usted la foto...!

(Es conocida, por lo demás, la tendencia de los grupos fuertes o mayoritarios a afirmar la Verdad de sus propuestas, mientras que los que han perdido el poder y se han hecho minoritarios se defiendan apelando más bien a la Libertad. Y en este sentido es sintomático, si no edificante, el modo como la Iglesia ha pasado de uno a otro registro o expediente a la hora de defender sus intereses y presencia social. Lo ejemplar, sin embargo, aquello que una auténtica fuerza democrática puede, y debe hacer, es

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defender esta libertad y pluralismo, no luego, sino antes de haber perdido su posición dominante.)

A los ciudadanos se los invoca, ciertamente, se les evoca incluso (los famosos 10 millones ...), pero raramente se les convoca. De ahí que el vulgum pecus se sienta a menudo como mero remanente del sistema y perciba que los partidos sólo parecen interesarse en su particular situación (en tanto que parados o marginados, provincianos o autonómicos) más que cuando tienen un valor de cambio político-electoral -y que, en todo caso, sus auténticos intereses se ven excesivamente traducidos, tamizados o digitalizados por el filtro parlamentario. Otros, más perspicaces, adivinan en esta situación la crisis de legitimidad, en el Estado moderno, de la "regla de la mayoría", cuanto menos en las cuestiones que afectan a un grupo muy específico (objetores, mujeres, pacifistas), o en aquellas que comportan decisiones irreversibles, es decir, decisiones que no tendrán vuelta atrás cuando varíe en el futuro la composición de la mayoría. Y a otros aún, dentro mismo del Parlamento, el tener el voto comprometido con su partido les impulsa a entumecerse y a ni atender los discursos del oponente en la tribuna. Y ello no tanto por descortesía o abulia (que tal podría parecer), como por astucia de la virtud o sensibilidad moral: por miedo instintivo a que quien habla desde la tribuna pudiera convencerles y se vieran entonces en él compromiso de tener que votar contra su conciencia. Es, pues, la moral misma de los parlamentarios (y en su doble sentido de virtud y ánimo) la que queda en este sistema seriamente comprometida. Les quoi-que -decía Proust- sont toujours des parce-que méconnus. Y así es, en efecto, en nuestro caso.

Esta desconfianza en los políticos y las instituciones democráticas no supone su desautorización, sino todo lo contrario, la mayor y quizá única legitimación de una democracia, que por definición sabe que "el Estado de derecho rebasa siempre todas las formas de organización política y de encarnación jurídica". "Es en las instituciones democráticas del Estado de Derecho", prosigue J. Habermas, "donde aparece la desconfianza hacia la razón falible y la naturaleza corruptible del hombre -y esa desconfianza alcanza también a los controles o contrapesos que se dejan institucionalizar (...). El Estado de derecho se encuentra, así, ante una tarea paradójica: debe preservar la desconfianza frente a una injusticia que está entrando bajo formas legales, aunque esta vigilancia no pueda tomar formas institucionales". (En Leviatán, nº 14, 1981)

Lo que significa, si queremos ponernos ontológicos, que, como dijo el presocrático, todo, absolutamente todo, debe pagar por la injusticia que su sola existencia particular y separada supone. Todo, y las instituciones democráticas comprendidas. El Parlamento puede ser una representación o espejo de la sociedad en su conjunto, pero, en tanto que particular entidad reflejante, es un elemento más, una parte como otra de este todo con el que, por lo mismo, ha de componer: componer con los intelectuales y los militares, con las escuelas y las religiones, con las prisiones y las corporaciones.

Sí, también con estas iglesias laicas que llamamos cdrporaciones y este renovado instinto tribal que llamamos espíritu corporativo de médicos y notarios, de tenderos y profesores. Porque, de no hacerlo así y ponerse a denunciar o denostar las corporaciones, el político no hace sino incurrir en su propio corporativismo o particularismo oficial: el corporativismo de quienes -precisa y literalmente- viven de mediar e intermediar entre las demás corporaciones, de los go-between entre los intereses particulares en conflicto. Y tanto es así que, de tener éxito en sus fulminantes imprecaciones contra estos intereses particulares, estarían al mismo tiempo matando su propia gallina de los huevos de oro. Y estarían aún haciendo bueno, respecto del corporativismo, lo que Freud decía de la violencia: que "el Estado no prohíbe la violencia para eliminarla, sino para monopolizarla -como el tabaco o la sal-".

Conclusión, pues, si es que de c onclusión puede hablarse. Que también la generalidad tiene que aprender a excusarse -y a saberse particular- frente a sus partes. O esto es por lo menos lo que piensa la derecha socialista.

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