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Retrato en gris de un diplomático

Rosa Montero

Javier Pérez de Cuéllar, secretario general de las Naciones Unidas, es un caballero de traje oscuro y rostro gris. Parco en palabras, quieto de ademanes, sin ningún rasgo distintivo. Tal es su afán en pasar inadvertido, que es alto y consigue no parecerlo. Tan impasible, que sus escasas y frías sonrisas parecen en él un desenfreno.La verdad es que no tiene muchas razones para reír. Desde que se incorporó al cargo de secretario general, en enero de 1982, no ha tenido un momento de respiro. A los cinco meses de su nombramiento le estalló entre las manos la guerra de las Malvinas. Fue la primera gran prueba. Fue, también, la revelación de Pérez de Cuéllar. No es que sus mediaciones alcanzaran un éxito fulgurante: el problema era demasiado complejo y, por otra parte, él no es hombre dado a fulgurar. Pero en aquella crisis Pérez de Cuéllar demostró que era escrupulosamente imparcial; que sus modos eran callados y tenaces; que buscaba más la efectividad que la publicidad; que era, en suma, muy distinto a su antecesor, Waldheim, y no un mero acólito suyo, como en un principio se creía.

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Porque Pérez de Cuéllar llegó al cargo por carambola. Los dos candidatos oficiales, Waldheim y Salim, habían sido vetados sistemáticamente por China y Estados Unidos, respectivamente. Se había llegado a un punto muerto. Y de ese vacío salió el peruano Pérez de Cuéllar, un diplomático de carrera y, sobre todo, un hombre del aparato, un burócrata de las Naciones Unidas, organización en la que llevaba trabajando durante una larga década. En 1975 fue enviado especial de Waldheim en Chipre, y con siguió que los griegos y los turcos reiniciaran conversaciones tras 10 años de silencio. Menos fortuna tuvo en 1981, cuando acudió a Afganistán como subsecretario general de la ONU. Pero con éxito o sin él, Pérez de Cuéllar no era un hombre brillante: era la tanqueta imbatible que resuelve las cosas por extenuación.

Podía parecer Pérez de Cuéllar, por tanto, un secretario general de relleno, un hombre de paja. Pero pronto demostró su solidez. Ni siquiera se había presentado candidato, y no debía a nadie el favor de ese cargo que él no ambicionaba: podía permitirse, por tanto, una insospechada independencia. "En sus manifestaciones públicas, un secretario general tiene que ser prudente; en las privadas, ha de ser tajante", ha dicho él, radiografiando su actitud. Y para poder ser más radical y más independiente en ese trabajo de trastienda, que es el que más le gusta, Pérez de Cuéllar anunció que no se presentaría a la reelección: para trabajar por las cosas y no por los votos.

Clasado en segundas nupcias en 1975, Pérez de Cuéllar tiene 63 años y un talante introvertido. Le gusta la labor de cada día, las pequeñas batallas que no trascienden. Le gusta "ser una constante gota de agua que intenta hacer razonar a los gobiernos", como él mismo dice. De la discreción hace una norma; de la grisura, un arma. Ha elegido ser burócrata impasible, buen artesano de la paz. Pero a pesar de su obsesión por mantener una actitud pública imparcial y por no hacer declaraciones explosivas, Pérez de Cuéllar ha censurado hace poco a Estados Unidos por no querer aceptar las resoluciones del Consejo de Seguridad. Hay ocasiones en las que incluso los burócratas impasibles se conmueven.

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