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El vicio

Es muy conmovedor contemplar cómo se ha puesto este país en los asuntos de mafia y droga. Parece un sueño. Hasta hace nada envenenados de olor a cirio, magullados de golpes de pecho y traslúcidos de agua del cántaro, y ahora marcados como el silo mundial de la droga, reputados como camellos de la venalidad internacional. Desde luego, debe ser que estamos pagando algo más que una relajación en los vestidos o en las costumbres, especialmente en lo que se refiere a las bodas y a las horas de cenar, pero no se adivina bien qué cosa tan tremenda ha debido cometer esta patria, de antiguo muy cabal y respetuosa con la moral y la policía.Ni siquiera sería razonable pensar que estas plusmarcas del hampa se hayan deslizado al resguardo de la democracia. Podría aceptarse que la democracia, frente a otros modos de gobierno, abra licencias invisibles bajo la coerción anterior, pero es muy evidente que aquí y ahora nos enfrentamos con algo de más envergadura.

Los vicios con los que España culmina hoy su internacional oprobio pertenecen no ya a formas de tradición, como sería esperable de nuestro abolengo, sino a modelos más o menos novedosos del deterioro. Raras y novelescas formulaciones de lo protervo que deberían haber correspondido a países más larga y conspicuamente emparentados con el desorden.

Resulta, pues, muy arduo cuanto está sucediendo. Más allá, incluso, del espectáculo que se esté dando al mundo con estas toneladas de heroína, que en su continuo transporte están, además, destrozando nuestras carreteras, se encuentra el hecho de la profunda incoherencia entre estos aparatosos delitos y nuestra postergada condición. Existirán explicaciones políticas, policiales, humanas, a qué dudarlo, pero es difícil eliminar la impresión de estar siendo otra vez víctimas de una temible confabulación que nos inocula su veneno. Es nuestro destino. El mundo nos envidia y finalmente nos acosa. Más allá de lo que sucede con las instituciones y organismos trasnacionales, sobre esta patria planea siempre un pegajoso y oscuro sueño que busca nuestra destrucción. Es así como nos hacemos mártires. Y santos.

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