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Usos parlamentarios no óptimos

A nadie se le escapa que los españoles estamos viviendo un tiempo especialmente difícil en lo que se refiere a la convivencia social, los usos políticos y, en suma, todo aquello que pudiéramos agrupar en el epígrafe un tanto incierto y nebuloso del devenir histórico. Sin embargo, aguzando la memoria, se nos presentan ciertos motivos de orgullo, de un prudente y calmo orgullo capaz de auparse por encima de los problemas y las angustias que cada mañana amenazan con bloquearnos los recuerdos y aun estrangularnos las esperanzas. Hace no más de un decenio ningún español hubiera podido responder sin un temblorcillo en el aliento a la pregunta de qué pasaría en nuestro país tras la muerte del general Franco Bahamonde. Los supuestos, las especulaciones y los pronósticos, tanto en la España de aquí adentro como en aquella otra que suspiraba y languidecía y vegetaba en el exilio, auguraban la preocupación o, cuando menos, la incertidumbre y su confusa imagen. Diez años más tarde estamos preocupados, ciertamente, pero nuestros problemas actuales nos hubieran parecido entonces mínimos -y aun frívolos- y un tanto anecdóticos y secundarios, porque lo que nos jugábamos en aquellos instantes era mucho más grave: la apuesta histórica de una transición que, en grandes rasgos, hemos ya ganado. Y pocos hubieran dado en la diana del preciso señalamiento de las características de nuestra naciente y tímida y recién estrenada democracia.El orgullo no puede, empero, asfixiarse con la fanfarria del triunfo y su ceremonioso pregón. España ha dado un ejemplo pasmoso de una vía insólita de acceso al Estado de derecho, a las instituciones parlamentarias, y tan gozosa condición incluye el peligro de que pueda ser considerada, en sí misma, como premio suficiente, supuesto equívoco e incluso falso del todo. Pudiera ser que España, con la ayuda del diablo cojuelo, de los clementes dioses, de la inercia histórica o del afortunado rasgo que escapa a la simple anotación, haya sabido y haya podido auparse hasta el noble colegio de las garantías constitucionales, pero lo cierto es que ni ha podido ni ha sabido hurtar el cuerpo a los vicios de la mecánica, parlamentaria. Quizá porque no sea eso posible y quizá también porque tengamos que pechar con todos esos sarpullidos que tan cuidadosamente se encargan de señalar y airear a voces quienes ocultan la oreja del lobo involucionista bajo el vellón del ingenuo y manso cordero democrático. Dicen que fue Churchill quien recordó al mundo, en los amargos días en que el destino de Europa estaba en juego, que el sistema parlamentario es el peor que existe, si exceptuamos todos los demás. Dudo, sin embargo, que Churchill creyera que el parlamentarismo haya de sujetarse -siempre y por necesidad- al angosto corsé de sus propios inconvenientes, y, en justo correlato, pienso que bueno habrá de ser el anotarlos y considerarlos para ejercitarse en el saludable propósito de la enmienda.

En los últimos meses hemos vivido todos los españoles el espectáculo de cómo ambas Cámaras legislativas hubieron de tramitar un proyecto de ley especialmente delicado tanto por la materia en trance de ordenación jurídica como por las consecuencias políticas, económicas y sociales de su entrada en vigor. Me refiero, claro es, a la ley reguladora del derecho a la educación. Quisiera tomarla no más que a título de ejemplo y desvinculando, en la medida de lo posible, el paradigma de sus actuales y concretas y ya aludidas circunstancias. No me he de referir, pues, al hecho obvio de que una ley socialista sea atacada y protestada y puesta en tela de juicio por la oposición conservadora, porque tan sólo me interesa la contemplación del Congreso y del Senado en el trance de construir una ley al amparo del derecho que a la mayoría parlamentaria le otorgan unos resultados electorales. Podría pensarse que poco queda por decir al respecto. Me permito suponer, sin embargo, que subyacen en el ánimo de no pocos españoles algunas dudas nada livianas acerca de la legitimidad de dos situaciones contrapuestas: el derecho a imponer el peso de la mayoría y el derecho a boicotear con arbitrios y obstáculos formales el alumbramiento de la ley.

Me da la impresión de que los españoles que al margen de automáticos y preconcebidos sectarismos políticos nos interrogamos sobre el quehacer de nuestras instituciones entendemos que los ambos usos que dejé dichos, por más que suficientemente legales, no acaban de resultar legítimos del todo. No me parece absolutamente legítimo (esto es, superior en legitimidad a la alternativa del diálogo) el imponer la fuerza de unos votos que, según demuestra la historia de las democracias europeas, pueden mudar su signo con suma rapidez y en el período de una sola legislatura. Tampoco me lo parece el esconder en el bosque de la obstrucción la pataleta y el disgusto ante la ineficacia de unos escaños en minoría. Quizá sean ambos suficiente ejemplo de unos usos parlamentarios que, por habituales, no dejan de esconder su condición de míseros y dignos del relevo. A veces se tiene la impresión de que en el Parlamento se suceden conductas y actitudes que tienen menos que ver con la real y verdadera misión legislativa que con la búsqueda de rentas de notoriedad electoral. Pienso que tales impresiones no contribuyen, por cierto, al prestigio de las Cámaras. No olvidemos que el haber triunfado en el envite dificilísimo de la transición no nos dispensa de la necesidad, menos dada al brillo y a los aplausos, pero en igual medida trascendente, de ir construyéndonos día a día nuestro propio futuro.

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Copyright Camilo José Cela, 1984.

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