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Cuatro años después

El Salvador ha vivido en estos días dos fechas importantes: el 24 se cumplieron cuatro años del asesinato del arzobispo Oscar Arnulfo Romero y al día siguiente se llevó a cabo el acto electoral exigido y acondicionado por la Administración Reagan. Para la óptica electoralista del presidente norteamericano, el hecho de que, aun en medio del caos, los comicios salvadoreños se realizaran es un punto a favor; en cambio, si en el próximo noviembre hay elecciones en Nicaragua, ello será un punto en contra.El 24 de marzo de 1980, exactamente cuando levantaba el cáliz para consagrar el vino eucarístico en la catedral de San Salvador, el arzobispo Romero era alcanzado por el único y letal disparo de un francotirador. Pocos días antes, este vocero de los pobres había anunciado en su tono sobrio y a la vez apocalíptico: "Precisar el momento de la insurrección, indicar el momento cuando ya todos los canales están cerrados, no corresponde a la Iglesia. A esa oligarquía le advierte a gritos: abran las manos, den anillos, porque llegará el momento en que les cortarán las manos".

Dos años antes, 25 curas habían sido encarcelados, torturados y deportados. Otros siete sacerdotes (entre ellos, Barrera Moto, Rutilio Grande, Navarro Oviedo y Osvaldo Ortiz) fueron asesinados. Sectores tan retrógrados como implacables difundieron hasta el cansancio un intimidatorio lema que parafraseaba viejas consignas de triste recordación: "Haga patria, mate un cura". Si el cura era, por añadidura, un arzobispo, y si ese arzobispo se había convertido en la voz pública más coherente, corajuda y querida de las masas populares, es fácil conjeturar que su eliminación física fuese encarada como un objetivo prioritario. Monseñor Romero era plenamente consciente de ese riesgó. Como buen hombre de paz, sabía que hay que pelear por ella: "Si me matan, resucitaré en la lucha del pueblo salvadoreño". Hoy es evidente que esa profecía no era una simple metáfora de ocasión, sino la expresión de una convicción profunda. El ingrediente católico del campesinado (el 95% de la población ha sido bautizado) en el país más pequeño (21.000 kilómetros cuadrados) y más poblado (cinco millones de habitantes) de América Latina ha sido fundamental en la incorporación de grandes masas a la lucha popular. Y para esas masas (38% de analfabetos, según las estadísticas oficiales, y 60%, según datos más conflables) la palabra esclarecedora de monseñor Romero fue decisiva.

En 1977, cuando asumió su alta investidura, fue apoyado por los grandes capitales nacionales y transnacionales, que creyeron ver en él a un defensor de sus cuantiosos intereses (no hay que olvidar que en El Salvador un 2% de los terratenientes posee en 60% de tierras agrícolas privilegiadas). Pero monseñor Romero no respondió a la expectativa empresarial y latifundista. Hombre extremadamente sensible a las urgentes necesidades de los sectores más desprotegidos, fue profundamente afectado por la masacre del 28 de febrero y por el asesinato del sacerdote Rutilio Grande. Años más tarde, la feroz represión desatada por la Junta encuentra en monseftor Romero a su más tenaz acusador. Domingo tras domingo, las homilías del arzobispo se convierten en la única voz legal de la oposición. Como ha señalado el obispo español Alberto Iniesta, "en aquellos tres milagrosos años, Romero descalificó todas las dicotomías entre pueblo y jerarquía, entre liturgia y vida, entre evangelio e historia, entre política y contemplación".

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Cuando le preguntaban sobre la causa real de la violencia en el país, Romero no vacilaba en señalar al "reducido núcleo de familias al que no le importa el hambre del pueblo". Quizá fuera el suyo un lenguaje demasiado veraz, contundente y realista, al que no estaban habituados los militares formados y deformados por la asesoría norteamericana, ni mucho menos las 14 grandes familias, ahora convertidas en 244. Tras el crimen, la Junta, curándose en salud, anunció severas investigaciones, que jamás produjeron el menor resultado. Por el contrario, el juez Atilio Ramírez Amaya, encargado inicial de la instrucción por el asesinato, fue amenazado y obligado a exiliarse. En el exterior declaró que el arzobispo había sido "ultimado por un asesino profesional que obedecía órdenes del general Alberto Medrano y del mayor D'Aubuisson, ambos del Ejército salvadoreño".

¿Cuál es el panorama salvadoreño a cuatro años del crimen? Un sacerdote de pueblo, el cura Rutilio (así, sin apellido), participó en una mesa redonda sobre Centroamérica, que tuvo lugar en septiembre de 1981 en Madrid, y ahí expresó: "Todavía los cristianos salvadoreños nos preguntamos en las bases, en las parroquias, qué interés tiene Estados Unidos en gastar tanto dinero en armas dentro de El Salvador, cuando ese dinero lo pudo haber gastado en solucionarnos el problema social de que adolecemos". Y sus palabras fueron de un realismo sobrecogedor: "Porque, amigos, ¿verdad que las balas no tienen ideología y matan a cualquiera? Entonces, nosotros, ¿por qué pensamos que si la ideología, que si las religiones, que si la Virgen, que si el Papa..., cuando a nosotros nos están matando las balas que no piensan cuando nos matan?".

También hay que señalar que, en el espacio religioso, la prédica de monseñor Romero tuvo algunas consecuencias imprevisibles. La América Central fue invadida por sectas de impronta norteamericana y de insólitos nombres: Centro de la Luz, Misericordia Trascendente, La Margarita Esplendorosa. Incluso llegó a Nicaragua, importado de Estados Unidos, un exorcista: venía a "exorcizar al pueblo del demonio de la revolución", en tanto que Guatemala era invadida por mormones, testigos de Jehová, Asamblea de Dios, pentecostales, etcétera. ¿La consigna? "Meterse en política es poder del diablo".

Sin embargo, aunque el pueblo centroamericano -y particularmente el sector campesino- sea en gran parte analfabeto, no es tan ingenuo como para aceptar la satanización de los que luchan por liberarlo. En un país como El Salvador, donde se calcula que el 85% de las familias tiene alguno de sus miembros que ha sido asesinado, la muerte también catequiza. Los campesinos están familiarizados con el hambre y la miseria, y desde ese hambre y esa miseria escuchan las prédicas dominicales como si éstas tuvieran otros destinatarios. En cambio, cuando se topan con la muerte, ya no tienen dudas: saben que son ellos los interlocutores. En América Central, la muerte devasta los pueblos, pero educa a los sobrevivientes. El hambre y la miseria debilitan, menoscaban, hacen mella, pero la muerte enseña a buscar y encontrar la vida. Es la lección más imborrable. No hay propaganda encubierta, ni penetración cultural, ni limosna desembozada, ni elecciones ridiculas, capaces de conseguir que un pueblo olvide lo que le ha enseñado la muerte.

La nueva sociedad viene

El domingo 25, la gente acudió a las urnas. Votó cuando pudo encontrarlas. A duras penas dibujó una cruz bajo la enseña que le habían indicado. Pero cuando uno contemplaba ese ritual en la televisión comprendía cuán poco importaba ese gesto. Probablemente la razón cardinal de su voto era no ser multado. Gentes que han descubierto fosas repletas con los pobres huesos de los suyos, gentes que han contemplado cómo monjas norteamericanas y periodistas holandeses eÍran también triturados por la máquina infernal, gentes que han asistido al incendio de sus viviendas por la célebre guardia, ¿qué fe pueden tener en estos comicios planificados, resueltos y computados por la Administración Reagan? Los resultados indican, por cierto, una determinada inclinación del voto, pero no es imposible que los ciudadanos, más que votar por Napoleón Duarte, cuya mediocridad no necesita demostración, en rigor hayan votado contra D'Aubuisson, de cuya coautoría en el asesinato de monseñor Romero ya nadie duda, ni siquiera los oficiales y diplomáticos norteamericanos.Dos días después de los comicios, el presidente Reagan declaró muy ufano que el resultado de las elecciones era "una nueva victoria de la libertad sobre la represión". Parece saltearse el hecho de que la mitad de los habilitados para votar no pudo o no quiso hacerlo. Por otra parte, el Ejército salvadoreño, hecho a triste imagen y burda semejanza del norteamericano, no sólo experimentó un revés político al ser derrotado en las urnas el hoy comandante D'Aubuisson, sino que también sufrió un contundente descalabro militar al ser vencidas y dispersadas sus tropas en la batalla de Tejutepeque, considerada como el mayor desastre sufrido por las fuerzas de la Junta en lo que va de año.

A los cuatro años de su asesinato, la voz de óscar Arnulfo Romero, en una entrevista que concedió un mes antes de su caída, sigue sonando clarividente: "La situación me alarma, pero la lucha de la oligarquía por defender lo indefendible no tiene perspectíva, y menos si se tiene en consideración el espíritu de combate de nuestro pueblo. Inclusive pudiera registrarse un triunfo efímero de las fuerzas al servicio de la oligarquía, pero la voz de justicia de nuestro pueblo volverá a escucharse y, más temprano que tarde, vencerá. La nueva sociedad viene, y viene con prisa".

A pesar de las prematuras y eufóricas declaraciones de Reagan, el absoluto descrédito que hoy cubre los comicios del domingo 25, con el embajador norteamericano en San Salvador dirigiendo descaradamente la bufonada electoral y el ridículo goteo de votos, y haciéndole de paso el libreto a los políticos para que no se excedan en sus declaraciones; a pesar de las precaucíones tomadas por la Administración norteamericana para que este regreso a la democracia se reflejara positivamente sobre la campaña electoral del propio Reagan, lo más probable es que la perjudique. Me imagino que en estos momentos los salvadoreños (al menos los que saben leer) tendrán presentes dos de los Poemas clandestinos de su compatriota Roque Dalton, asesinado en 1975. El primero dice así: "Queridos filósofos,/ queridos sociólogos progresistas, queridos psicólogos sociales: no jodan tanto con la enajenación / aquí, donde lo más jodido / es la nación ajena". Y el segundo, y más importante: "No olviden nunca / que los menos fascistas / de entre los fascistas / también son / fascistas".

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