Proceso a la tortura
FERNANDO SAVATEREn el case seguido por presuntas torturas contra varios funcionarios de la prisión de Herrera de la Mancha, cuya sentencia fue dictada hace pocos días, hay aspectos que indignan, aspectos que entristecen y otros que alarman. También los hay que abren cierto fundado resquicio a la esperanza y, para que se vea mi buena disposición constructiva, empezaré por éstos: es un paso importante que en este país ni siquiera lo que ocurre en un agujero negro de la sociedad, como la cárcel de Herrera, pueda quedar ya totalmente ignorado y, por tanto, impune (lo cual se debe, en muy gran medida, a que existen bastantes abogados que no entienden su tarea como rutina y se empeñan tercamente en recordar, contra la miserable evidencia que nos abruma, que la ley no se inventó para triturar lo humano, sino para protegerlo); es algo casi poético que, pese a quienes acusaron de desestabilizadores a los denunciantes y pese a la desproporcionada fianza que trató de frenarla, la acción popular se abriera paso; es signo inequívoco de que el viejo topo no zapa en vano que el director de una cárcel de máxima seguridad y varios de sus colaboradores hayan sido finalmente procesados y condenados por haber abusado ilícita y cruelmente de la función pública que se les había confiado. Ahora bien, tras reseñar estos avances, nada insignificantes, que permiten reafirmar la combativa pero pacífica esperanza en las posibilidades de la renovación democrática, no puede silenciarse el enorme trecho que aún queda por recorrer y la evidente amenaza de lo que conspira contra lo recorrido.
De los prolijos considerandos que acompañan la sentencia dictada contra los funcionarios acusados de Herrera de la Mancha, hay algunos, como los que se refieren a la disposición violenta de las víctimas, que en modo alguno parecen haber sido probados en el proceso; pero introducen una peligrosa teoría exculpatoria, legal y social, sobre lo allí ocurrido: son estos últimos los que merecen más detenida reflexión. Para comprender mejor este último aspecto es preciso no olvidar que en el juicio de Herrera se ha indagado la responsabilidad penal de ciertas personas respecto a ciertos sucesos concretos, pero también se ha abierto brecha en la barrera institucional, permisiva o cómplice, que ha rodeado (y en notable medida aún rodea) la abominable presencia de la tortura en España. ¿De qué estoy hablando? Del trato dado a quienes asesinaron a Agustín Rueda en Carabanchel; de la pulmonía que liquidó a Joxe Arregui; de la paliza alevosa que acabó con el ex policía Castán; de tantos otros casos semejantes, algunos de ellos denunciados por Amnesty International, y de que todavía el 14 de marzo de este 1984 (supongo que como involuntario homenaje a Orwell) se le ha prohibido a un interno del penal de Santoña la lectura y posesión del libro Teoría y presencia de la tortura en España -escrito por Gonzalo Martínez Fresneda y por quien esto firma- a causa de que su contenido es contrario a las instituciones penitenciarias. Uno, en su ingenuidad, hubiera creído que lo contrario a las instituciones penitenciarias es la tortura y no su denuncia .... pero cada día se aprende algo nuevo. Las medidas concretas que un grupo de intelectuales propusimos al Gobierno socialista al comienzo de su gestión para erradicar de una vez por todas la posibilidad misma de la tortura (y que incluían, entre otras, la derogación de las leyes de excepción, que permiten aplazar la asistencia letrada, al detenido durante un largo período) no se cumplieron. ¿Por qué se escandalizan tanto entonces la autoridades cuando algún país extranjero utiliza el argumento de que aún existe la tortura en España para no conceder la extradición de supuestos terroristas? La única y definitiva manera de cerrar el paso a tales hipocresías no es denunciar dolidamente la conjura internacional o invocar el miserable "en todas partes cuecen habas", sino erradicar e imposibilitar realmente la tortura misma. En este contexto, la sentencia del caso Herrera de la Mancha cobra toda su auténtica dimensión. Dos aspectos en la resolución de los magistrados son preocupantemente reveladores de una disposición a minimizar el problema, en lugar de intentar atajarlo sin paliativos: por un lado, la distinción entre tortura y malos tratos, reservando esta figura más venial para calificar lo ocurrido en Herrera; por otro, una exhortación a considerar los acontecimientos en su contexto global, teniendo en cuenta el clima entonces reinante en las instituciones penitenciarias, las circulares de la correspondiente Dirección General, etcétera. Respecto a la distinción entre tortura y malos tratos, no se trata de una simple sutileza semántica, un eufemismo como el que lleva a denominar empleadas de hogar a las criadas o tercera edad a los viejos (y aún esto sería ya malo, pues el asco y la abominación de la palabra misma deben conservarse celosamente como el primer castigo de lo designado), sino un rebajamiento de la categoría delictiva y de su correspondiente sanción. Para los señores jueces que firman la sentencia no hay tortura más que cuando la violencia ilícita contra el reo acompaña la investigación de los hechos, cuando se trata dé averiguar o hacer confesar algo por la fuerza. Por tanto, en las cárceles prácticamente nunca se torturará, pues el interno no suele estar ya en la fase indagatoria de su proceso: no fue tortura lo de Agustín Rueda, ni nadie fue torturado en Auschwitz o Buchenwald. Es cierto que la tortura, a diferencia de la simple y criminal destrucción del otro, pretende avasallar la, intimidad de la víctima, no sólo doblegar o incapacitar sus fuerzas; pero, como intenté argumentar en ese libro que no dejan leer a los reclusos de Santoña, tal violación del espíritu no estriba
Pasa a la página 12
Proceso a la tortura
Viene de la página 11
sólo en sacar algo de él contra su voluntad (una confesión, el nombre de un cómplice, etcétera), sino también en introducirle algo: miedo, obediencia, humillación, etcétera. Me parece que no hay tortura sin vocación pedagógica (¡para que aprendas! del mismo modo que quizá toda pedagogía oculta su poquito de tormento... La tortura es un comportamiento de arrogancia sádica que no tiene por qué estar ligado a ninguna averiguación policial. Además, ¿no es casi una burla sangrienta el tratar de rebajar los sufrimientos del hombre indefenso que está siendo demolido a golpes y patadas por un atajo de indeseables (costeados por los contribuyentes) explicándole que después de todo no está padeciendo tortura, sino simples malos tratos? ¿Y no es una vergüenza jurídica disminuir la responsabilidad de los verdugos con el mismo subterfugio?
En cuanto al intento de contextualizar lo ocurrido en Herrera de la Mancha en un clima determinado de las cárceles que hiciera menos odioso y más comprensible el comportamiento de los acusados, el argumento bien empleado se vuelve agravante, pues el clima en el que se encuadran los delitos juzgados es precisamente la permanencia de la tortura y el esfuerzo social y político por extirparla. Por lo demás, las invocaciones a un holismo eximente de las responsabilidades particulares (el todo social tiende a justificar los abusos bienintencionados de los individuos) es un peligrosísimo criterio en cuanto pasa de ser recurso de los débiles contra la maquinaria que les oprime (el estado de necesidad como eximente, por ejemplo) a coartada de la maquinaria misma para burlar los controles que limitan su poder. Particularmente significativas son las menciones de la sentencia a una circular de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, que pudo ser considerada como exhortación a la mano dura con los internos recalcitrantes, sobre todo en prisiones de carácter netamente intimidatorio como Herrera de la Mancha, cuya misión era -y es- hacer pesar sobre los reclusos la misma amenaza que la cárcel, digamos de primer grado, ejerce sobre los ciudadanos aún no culpables. Grave cosa cuando las circunstancias aconsejan a nuestros Políticos progresistas recomendar actuaciones que pueden ser criminalmente deformadas por el exceso de celo de quienes les escuchan. Tras el atentado de la calle Conde de Peñalver, en Madrid, izquierda y derecha hicieron un llamamiento a la población para que colaborase con la policía denunciando a sospechosos de terrorismo: resultado, el caso Almería. La circular de una Dirección General con prestigio de reformadora (la de Carlos García Valdés) pidiendo severidad con los internos menos domesticables, desembocó en el clima feroz e inhumano de Herrera de la Mancha. ¿En qué pararán los llamamientos de subperiódicos y ultraobispos clamando por castigos ejemplares para acabar con las agresiones y atracos que comprometen la seguridad ciudadana?
Hablábamos al comienzo de indignación, tristeza y alarma. Ahora es esta última la que prevalece. Hablar de tortura o criticar la situación carcelaria no se lleva actualmente: pintan bastos y nuestros gobernantes tienen en la boca esa espeluznante y gráfica consigna de cortar por lo sano. Así lo demuestra la actuación de los GEO en Pasajes, la persistencia de los GAL y su bárbara lex talionis, no menos que los conatos de linchamiento de delincuentes comunes por unos ciudadanos mal protegidos, insolidarios y desorientados (sobre esto último publicó en estas mismas páginas el actual director general de Institucines Penitenciarias, Martínez Zato, uno de los artículos más hermosos y valientes que ha firmado en la era socialista ningún alto cargo público). Habrá que recordar de nuevo que lo del estilo ético no lo inventamos los votantes, sino que lo prometieron los votados. Y que la ética (que a ojos del bárbaro realista siempre es debilidad o bobada) no se expresa públicamente como especia sazonadora de arengas, sino como estricta fidelidad al proyecto de máxima generosidad civilizada que VIadimir Jankélevitch resume así: "No seré el policía de tus deberes, sino el defensor de tus derechos". Y que conste que a esa generosidad algunos queremos poder llamarla un día sencillamente justicia y verla establecida como tal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.