Entre Prometeo y Mefistófeles
Prometeo, encadenado en el escenario cósmico y caótico del desierto escita, explica la razón de su castigo: "...he librado a. los hombres de la obsesión de la muerte". A lo cual, el corifeo le interroga: "¿Qué remedio has descubierto a este mal?", y el titán cautivo responde: "He hecho habitar en ellos ciegas esperanzas". Prometeo, culpable de haber amado demasiado a los hombres, ha entregado a éstos el fuego robado a los dioses. Zeus le condena porque sabe que se trata de una donación irreversible: los humanos, inmovilizados por el absurdo de su existencia y respetuosos con su propia limitación, pretenderán en adelante igualarse a la condición divina. Con el fuego, el hombre recibe la semilla de la insaciabilidad, que le hará buscar la perfección y la certidumbre de que a través de la acción será perfectible. En la obra de Esquilo, Prometeo se configura como el arquetipo de la revuelta humana contra la insuficiencia de su estado, inaugurando de este modo el gran sueño que trata de diluir la frontera entre lo inmortal y lo mortal. Tal vez ninguna otra de las aportaciones helénicas haya influido tanto como el principio prometeico en la especificidad de la civilización occidental. Fruto de él, el conocimiento se pone en acción con un ansia constante de alcanzar siempre un nuevo conocer, asegurando así la dinámica mediante la cual el hombre debe vislumbrar las últimas causas y alcanzar las más altas realizaciones. Es comprensible, pues, que, tras el interregno medieval, el Renacimiento se volcara con entusiasmo hacia la recuperación del principio prometeico. En los ambientes humanistas de Florencia, Prometeo se convierte en símbolo de la capacidad creativa y de la potencialidad divina del hombre. Giordano Bruno, más osado, identifica en él la voluntad autosuficiente del ser humano ajeno a cualquier dependencia trascendente. Para Francis Bacon, a su vez, el robo del fuego celeste por parte del titán debe ser interpretado como la asunción del progreso técnico por parte del hombre. Los contornos del Prometeo moderno se dibujan en la independencia, poder creador e ilusión transformadora del hombre.La ambición fundamental del hombre renacentista es descubrir. El individuo busca en su universo interior mientras la revolución astronómica amplía ilimitadamente los horizontes que le rodean. Se derrumba el cosmos medieval, y el hombre siente el legítimo orgullo de haber socavado aquel cosmos mediante el poder de su conocimiento. Sin embargo, tras el estrépito de esta caída, contemplado como el inicio de un futuro henchido de promesas, hacen su aparición las sombras de una nueva inquietud. Dante había mostrado la faz terrible del mundo medieval, articulado alrededor del maniqueísmo entre el cielo y el infierno, bajo el dictamen todopoderoso de Dios. Era una concepción tiránica, pero poseía una vertiente tranquilizadora: el hombre marchaba hacia su condenación o hacia su salvación en un escenario físico y espiritual nítidamente delimitado. El Renacimiento quiebra este falso escenario, terrible y tranquilizador al unísono, y sitúa a su protagonista, el hombre, en un escenario sin márgenes. De esta manera quedan abiertas todas las puertas del descubrimiento y de la creatividad, pero también se abren las de la soledad cósmica y la destructividad. Poder e impotencia, creación y destrucción se sueldan en una unidad indeslindable. El Renacimiento lega a los siglos posteriores un sueño de totalidad por el cual el hombre puede alcanzar un saber universal. Mas en el sueño de la totalidad se halla incrustada la tiniebla de la nada. De la conciencia de esta doble dimensión surge el alma fáustica. Fausto, el hombre moderno encaramado al nuevo escenario sin límites, se independiza de Dios, se siente héroe de su libertad, está dispuesto a llegar a los confines del conocimiento. Asume plenamente el principio prometeico, aunque percibe su riesgo, su contrapartida: Mefistófeles. Si en la Divina comedia el cielo y el infierno se hallan situados en el más allá, en Fausto están alojados en el mundo y en el hombre mismo, el cual se debate entre Prometeo, la gran afirmación de la potencialidad humana, y Mefistófeles, su gran negación. Christopher Marlowe, en La trágica historia del doctor Fausto, a pesar de que sigue utilizando el marco formal del universo medieval, expone ya los atributos del alma fáustica al presentar a su personaje como un símbolo del ansia transgresora por conocer y poseer enteramente. Fausto pacta con Mefistófeles el conocimiento y la posesión, aceptando el precio de su condena final. El talante de Fausto requiere la presencia de Mefistófeles, la otra cara, abismal y destructiva, del deseo humano de alzarse hasta lo divino.
Un grito de alarma
Dos siglos más tarde, Goethe hace decir a su Fausto: "Ahora es tiempo de demostrar con hechos. que la dignidad del hombre no esquiva la altura divina". Es una declaración explícita, admirablemente fiel a la mítica donación de Prometeo. No es menos explícita la fuerza a la que debe recurrir y enfrentarse: "El espíritu que siempre niega", Mefistófeles, aquel que ante la pasión creadora advierte que "todo lo que surge es digno de ser aniquilado". A Fausto le repele Mefistófeles, pero al mismo tiempo le es necesario, pues forma parte de su ser, como si fuera inevitable que en el anhelo de perfección se incube la larva de la aniquilación. Con la obra de Goethe se hace palpable la impronta épica y trágica, posibilitada por la aceptación del principio prometeico en la civilización occidental. Ultimada la "muerte de Dios" por el pensamiento filosófico posrenacentista, el hombre centra sus esperanzas en el progreso. Deshabitado el cielo, nada parece impedir que la humanidad, cada vez más audaz en sus hallazgos y más hábil en su doma de la naturaleza, pretenda erigirse en su nuevo habitante. La razón científica es la escala que conduce a tal propósito. Sin embargo, los peligros que entraña esta aventura se hacen asimismo patentes. El movimiento romántico es, a este respecto, un grito de alarma: el hombre, al tratar de dominar la naturaleza, se ha escindido de ella; la razón, al reconocer su enorme potencia, ha aplastado a la poesía; la técnica, al comprobar sus deslumbrantes senderos, ha olvidado la conciencia. Es imposible vivir sin el aliento de Prometeo, pero también es imposible olvidar que, junto a Mefistófeles, ha emprendido la carrera que tiene lugar en el interior del ser humano. Si la vigilancia del segundo es menos firme que la adhesión al primero, irremisiblemente se romperá el delicado equilibrio entre ambos y el hombre encarnará el drama del doctor Frankenstein -elocuentemente calificado de Prometeo moderno por Mary Shelley-: habrá alcanzado, al fin, el ideal prometeico, la creación absoluta, pero su criatura se volverá contra él hasta destruirlo.
Captación del temor
¿Cuándo toma conciencia el pensamiento europeo del carácter fáustico de su civilización?, ¿cuándo de la carrera que Prometeo y Mefistófeles disputan en su seno? Con sentir oscuro y desconcertado ya en el desenlace del Renacimiento, con nostálgica impotencia en el romanticismo, con brutal lucidez en el momento histórico en el que el hombre se dispone a dar un ritmo vertiginoso a su afán de saber y transformar. En unas reveladoras páginas de El nacimiento de la tragedia, Nietzsche concluye "que una cultura construida sobre el principio de la ciencia tiene que sucumbir cuando comienza a volverse ilógica, es decir, a retroceder ante sus consecuencias". Sin duda, estas palabras resultan premonitorias para resumir el cariz de la declinante filosofía contemporánea: una filosofía del "temor a las consecuencias", proclive a la angustia de prefigurar al hombre encaminándose hacia el absurdo o, simplemente, a la exterminación. No obstante, esta captación del temor ha influido en escasa medida en el rumbo de nuestra civilización, la cual, muy al contrario, ha demostrado una tenaz resistencia a reconocerse ilógica y, por supuesto, a retroceder. Ello no puede parecer extraño si se tiene en cuenta la paulatina pérdida de peso específico de la filosofía ante la ciencia. Frente a las vacilaciones de la filosofía, imposibilitada para generar nuevas propuestas, ha sido en la ciencia donde se ha concentrado el principio prometeico y, con él, su revés mefistofélico. Que ello sucediera forma parte de la dinámica implacable que rige la civilización occidental desde el Renacimiento y, más atrás, desde la antigüedad griega. Pero la perspectiva trágica que ofrece la evolución del mundo contemporáneo no estriba en la fructificación del legado de Prometeo, sino en la ceguera, impotencia o complicidad ante la acechante presencia de Mefistófeles. El alma escindida de Fausto se proyecta con más fuerza que nunca en el hombre actual. Aquello que se presumía espejismo lo acaricia con su mano, y su avidez por descubrir, al tiempo que aviva su insaciabilidad, le permite las más vastas incursiones. Mas también se ha agigantado la dependencia que le ata a su capacidad destructora, al haber sido incapaz de reconquistar el equilibrio entre el individuo y la naturaleza, entre la ciencia y la conciencia, entre la posesión y la libertad. Sólo en los últimos decenios la "civilización del progreso" ha empezado a advertir con horror los posibles efectos de aquellos desequilibrios. El miedo a que Mefistófeles alcance primero la meta, con el holocausto de la humanidad en la guerra nuclear, ha mitigado la ignorancia de nuestra civilización respecto a su propia dinámica. Es un paso tal vez tardío, pero necesario. Ya que retroceder al punto de partida es un sinsentido, rnirar de frente el rostro abismal del ser humano puede constituir la condición para atenazarlo. Y ello tan sólo mientras Prometeo, el ansia por vencer la obsesión de la muerte, siga en la carrera.
es profesor de Estética en la Facultad de Filiología de la Universidad de Barcelona. Autor, entre otras obras, de los libros Lampedusa y Disturbios del Conocimiento.
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