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Tribuna
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La infeliz opulencia

En la tan grave como encendida polémica de la reconversión industrial, pocos son los que se preguntan de dónde procede este tipo de males, dónde se hunde la raíz primera del desencanto del industralismo avanzado. Pocos se preguntan de qué desarrollismo pretencioso y desordenado arranca esta necesidad urgente de poner en orden la economía de los países más industrializados.La verdad es que estos problemas ya se veían venir hace 15 o 20 años. Cruzando las zonas en expansión de cualquier gran ciudad industrial, uno divisaba, allá al fondo, la calle sin salida, el túnel negro de la reconversión, es decir, de las medidas obligadamente quirúrgicas para un industrialismo tan fogoso como discutíble. Pero observábamos los rostros impecables de tecnócratas y economistas y sólo hallábamos en ellos entusiasmo desarrollista, firmeza planificadora y resolutiva.

Nadie imaginaba hace sólo 20 años que los barcos de gran tonelaje no se pueden fabricar indiscriminadamente y que el flujo de la colada, de un alto horno no es gratuito y eterno como el de una fuente. (Por cierto, otro signo de los nuevos tiempos que se nos echan encima es que hasta las arquetípicas fuentes naturales han dejado de brotar y de discurrir, porque las agotan las perforaciones.)

Las arrebatadas planificaciones y desarrollos del pasado hoy se ven desde una óptica bien distinta. Pero ¿qué planificación era aquella que es preciso reconvertir, recortar urgentemente, al cabo de unos pocos años? La verdad es que por entonces nadie pensaba en un progreso de sentido y fines humanistas. La idea lanzada por alguien de que en Europa había que volver a una cota cero de crecimiento, mereció las mejores sonrisas de conmiseración. ¡Ay! del que pierda el tren del industrialismo, se decía. (Hoy se habla de otro tipo de tren que hay que coger a la carrera, un tren ligeramente más peligroso y quizá sin viaje de vuelta: el nuclear.) Se ignoraba aún que todo desarrollo que no va acompañado de calidad de vida es absurdo.

Ahora es precisamente un economista de renombre, Galbraith, el que viene a España, reúne en una conferencia a hombres de empresa y a planificadores natos, y les dice que no, que estamos equivocados, que la economía de los países industrialmente más avanzados debe seguir por derroteros más cautelosos, que no se ha planificado de acuerdo con las necesidades, que se ignoró el desarrollo de la educación y de la cultura. Ya Roger Garaudy nos había dichaque nunca habrá "un nuevo orden económico mundial sin un orden cultural mundial".

Ahora -unos 10 o 15 años después de lo debido-, un cerebro gris de la economía nos dice que nada de astilleros, nada de acerías. Incluso deja en el aire -dice sólo con medias palabras- algo que, sin duda, habrá hecho temblar a más de un empresario: cuidado con confiar excesivamente en la industria automovilística. Una manera tan delicada como sutil de decirnos que, tarde o temprano, a esta industria también le llegará su reconversión.

Desde luego, existen pocos desarrollismos tan alocados como el del automóvil. Un desarrollismo que se puede -pero que no se desea- humanizar. Sabemos hace mucho tiempo que el motor eléctrico ya está a punto para su fabricación en cadena -incluso parece haber algún optimista que ha inventado el que funciona con agua-, pero el sector no da un paso en este sentido para hacer más respirable el aire urbano. Sin ninguna duda, esta Industria va a remolque del consumo de carburante. Dependencia ineludible que, a su vez, se precisa para compensar los gastos de las arcas estatales. El círculo siempre es el mismo. Y cerrado.

Naturalmente, este tipo de problemas es una triste herencia. Sabemos muy bien que ni los Gobiernos actuales, ni por suopuesto los trabajadores, son los responsables de este explosivo fenómeno de la reconversión. Es grave que ahora haya que pagar la mala planificación, la falta de imaginación de los partidarios del desarrollismo infinito. Por suerte, Galbraith nos dejó algunos consejos; muy generales, claro está, porque él no conoce suficientemente nuestra economía. Habrá que pensar en nuevas posibilidades, en nuevas modas industriales. Por ejemplo, en la electrónica. Pero desconfiamos, una vez más, de estas soluciones -fabricar productos para que el mercado consumista los devore

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La infeliz opulencia

Viene de la página 11puntualmente- porque sabemos muy bien que el simple desarrollo industrial no siempre es sinónimo de progreso humano. Las sutilezas tecnológicas no siempre son reflejo de ciencia, de bienestar de espíritu, de civilización. Esperemos, en concreto, que no se ahonde más el abismo abierto entre ciencia y técnica en el siglo XX.

Olvidémonos, pues, de los desordenados planificadores del ayer, pero, a partir de ahora, planifiquemos mejor. Que los Gobiernos del mundo estimulen la imaginación de quienes proyectan -o debían proyectar- un futuro más equilibrado y mejor. Revisemos los excesos del industrialismo, pero también sus muchas secuelas, que no sólo son las del paro y que ya vienen dando señales de alarma hace años: la masificación, el gigantismo urbano, la falta de servicios en las áreas rurales, la contaminación a todos los niveles.

Me he puesto a tratar estos temas con naturalidad, sin pretensiones teóricas de ningún tipo. Simplemente deseaba expresar lo que siento. Sin embargo, llegado a este punto, no he tenido por menos que preguntarme qué es lo que hace un escritor tratando estos temas. Así que ya estaba a punto de deshacerme de este artículo cuando reparé en que las dos ideas más lúcidas e imaginativas con que últimamente me había topado a la hora de analizar estos problemas, provenían precisamente de dos escritores. Por ello me animé a terminar el artículo.

Juan Benet clamaba hace algunas semanas desde estas páginas por una racional política de aguas, señalaba las ventajas y los inconvenientes de una buena o de una mala utilización de los cursos fluviales. (La idea de que nuestro país puede ser la huerta de Europa sigue estando, entre mítica y posible, en las mentes de todos.) Luis Racionero publicaba hace meses un libro del que desconozco su aplicación práctica, pero que está lleno de lógica, de humanismo y de verdades a manos llenas.

Tras leer Del paro al ocio, volví a refrescar estas ideas que todos conocemos muy bien pero que -con más o menos complicidad- silenciamos: que deben importar más los valores éticos que las máquinas; que cierta competitividad económica parece regirse por la ley de la jungla; que hay que conseguir para el ciudadano más felicidad con el mínimo consumo posible (lo contrario de lo que comúnmente se cree); que hay que invertir mucho más en energías alternativas (más baratas y más limpias); que es necesario frenar la superpoblación; que la opulencia no es, en definitiva, una forma de acabar con la infelicidad humana.

Recordé también algo que hasta ahora sólo había dicho a medias: que es necesario poner freno a los proyectos industriales desorbitados. Lo que equivale a decir que antes habría que reconvertir los pensamientos y la deformada imaginación de quienes planifican el futuro. Y me pregunté con el propio Garaudy qué tipo de civilización es ésta que sólo en unas décadas de artificios tecnológicos y bélicos ha sido capaz de ir excavando concienzudamente su fosa.

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