El Gobierno no tiene quien le escriba
El Gobierno temía el sesgo bisiesto de febrero y sumaba con los dedos los conflictos previstos: desde la manifestación de la LODE hasta la campaña contra la inseguridad ciudadana, sin descuidar la huelga de Iberia y el apagón definitivo de un horno alto saguntino. De una parte, la esperada mordedura de la derecha, mejor o peor organizada, pero necesitada de recuperar el terreno perdido durante un largo año de desconcierto técnico. De otra, la presión social movilizada por la izquierda contra una política económica no asumida ni por las masas ni por los potenciales intermediarios entre el Gobierno y las masas. Menos mal que, de momento, los llamados poderes fácticos no echan demasiada leña al fuego, cada cual con su prudencia, su miedo, su impotencia o su sentido de la responsabilidad a cuestas. Hay que reconocer, por ejemplo, que la Iglesia se ha limitado a activar el fuego de la LODE con orujo de brasero y no con gasolina.El Gobierno se beneficia todavía de la inexistencia de alternativas claras a su política y de fuerzas políticas y sociales con el crédito suficiente como para discutirle la hegemonía. Pero ya está claro que el Gobierno, hasta ahora, ha fracasado en el logro de un respaldo social a su política, ha fracasado en la movilización de intermediarios capaces de lograr ese difícil consenso, no ha dispuesto de un equipo capaz de apologetas directos o indirectos de su gestión, ni ha sabido utilizar bien los medios de comunicación social y de transmisión ideológica a su alcance, ni ha contado con aparatos ideológicos indispensables para que un partido socialista acometa una política de austeridad con la comprensión de los principales afectados.
En varias ocasiones, distintas personalidades del equipo socialista en el poder han proclamado que el Gobierno carece de una política informativa, y lo han proclamado como prueba de una voluntad de no dirigismo, de un dejar hacer, dejar pasar expiador de pasadas, históricas culpas de la conciencia socialista del poder y sus atributos. El Gobierno salía a la palestra con televisión y radio nacionales, pero sin otra prensa que la llamada prensa del Estado, entre la obsolescencia y la subasta. En cuanto a la utilización de la televisión y la radio del Estado en provecho del Gobierno, habría mucho que analizar, y ahí está el ejemplo de cómo UCD tuvo en su televisión el principal elemento de denuncia de su irrelevancia e inoperancia. Ningún gobierno democrático puede utilizar medios como la televisión o la radio nacional a sus anchas, porque ha de contar con fiscalizaciones de todo tipo y con la contrapartida del exceso saturador.
Relativizado el papel de los medios de comunicación propios, quedaba la responsabilidad intermediaria, principalmente delegada en la acción del propio partido socialista y de UGT sobre el tejido social. UGT ha hecho todo lo que ha podido y ha llegado incluso al borde del suicidio tratando de combinar la función pedagógica con la función reivindicativa, de la que no puede prescindir si no quiere perder la guerra por la hegemonía que le enfrenta con Comisiones Obreras. En cuanto al partido, ha dado de sí los miles de cuadros necesarios para gobernar las instituciones encomendadas y para teñir ligeramente de color rosa determinadas parcelas del llamado funcionariado, y que me perdonen los lectores puristas del idioma, poco amigos de derivativos de nuevo uso y cuño. Pero el PSOE carecía de los suficientes elementos como para asumir al mismo tiempo la doble función de partido de gobierno y de partido activista en el tejido social, en ese terreno donde se debía dar una batalla vulgarizadora casi cotidiana, compensadora del despotismo ilustrado con el que el Gobierno ha actuado o no actuado en los grandes apartados de su política, desde la de-
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fensa hasta la economía, sin olvidar la peculiarísima óptica neonacionalista con la que ha enrarecido la ya de por sí rarilla atmósfera del Estado de las autonomías.
Queda también el tema del absentismo intelectual, del más traído que llevado silencio de los intelectuales, lógico en un país donde los más conscientes profesionales de la cultura, y por tanto profesionales de la conciencia, se han forjado en la resistencia contra el franquismo y en el pudor a la colaboración con el poder. Los intelectuales críticos en España carecen de pautas de conducta colaboracionista, y cuando colaboran temen pasarse y acabar de intelectuales de cámara. No son los únicos culpables en esta difícil relación. La izquierda española, adjetívese de socialista o comunista, ha tratado a los profesionales de la cultura o como habitualmente firmantes o como programadores de alternativas críticas difícilmente materializables. Cuando se produjo la transición los políticos pasaron por encima de los intelectuales compañeros de viaje e incluso les invitaron a que volvieran a sus cuarteles de invierno, porque carecían del imprescindible espíritu pragmático para asumir el milagro de la conversión del vino en agua.
Y así llegamos al principio de esta historia, a este sesgo bisiesto de febrero en el que el Gobierno aparece solo o casi solo ante el peligro, con pocos beneficios a añadir al de la duda o al de la ternura por el riesgo que corren estos muchachos, tan jóvenes y tan funambuleros, que tratan de llegar de Harvard a Sagunto o de la London School a la reforma del empleo comunitario por la línea más corta entre dos puntos, confiados, nadie sabe por qué, en un seguidismo social que no les garantiza ni su propio partido ni el sindicato de su influencia ni los medios de inculcación de conciencia a su alcance. Todavía juega a su favor la audacia del gesto, la torpeza del adversario y el desconcierto del público, pero es indudable que el encantamiento no puede durar, no va a durar.
Cuando se rompa definitivamente el encantamiento, una de dos, o los funambuleros continúan el espectáculo y haciendo de tripas corazón envían a los guardias para evitar la estampida, o se caen ellos también en un caos que sólo puede capitalizar el sector más involucionista de nuestra sociedad. Ningún sector de la conciencia progresista de España puede hacerse la ilusión de que el caos repercutirá en su provecho. La obligación moral, es decir, política, del progresismo realmente existente es forzar al Gobierno a un diálogo crítico con la sociedad real y a la búsqueda de una salida consciente y asumida por la inmensa mayoría de la población. La operación de reconversión, y no sólo industrial, emprendida por el actual Gobierno es de tal magnitud y trascendencia que implica el sacrificio de una inmensa mayoría de ciudadanos, y ese sacrificio no puede ser asumido según procedimientos hasta ahora empleados para hacer política.
Ha argüido en ocasiones el Gobierno que ese diálogo lo ha hecho imposible la mala fe de las fuerzas en litigio, que sólo tratan de desgastar la credibilidad del poder para diezmar su base electoral y heredar las disidencias. Lo cierto es que, según el actual juego, es improbable que el Gobierno conserve su base electoral, que centristas centrados y comunistas recuperen hijos pródigos y que la base social que hizo posible el cambio mantenga ingenua su pureza de público del Gran Circo hasta las elecciones de 1986.
Lo más probable es que, a este paso, el dilema se reduzca a una elección entre el caos y el fatalismo cínico del mal menor. Sería una lástima, porque había condiciones, hay condiciones, para un gran acuerdo de progreso, resultante de la soberanía otorgada al Gobierno por las urnas y de la relativización crítica de la respuesta social a los efectos de una política. El Gobierno necesita una abundante dosis de lo que los comunicólogos llaman feed back. Es decir: respuesta crítica dialogante a la provocación de un mensaje, hoy por hoy mensaje suicidamente ensimismado.
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