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La armonía del jueves

En mis tiempos (es decir, cuando yo no tenía noción del tiempo) la tarde del jueves era festiva para los escolares. De la bruma de aquellas edades nos viene a algunos el fetichismo por el jueves, el día jupiterino y jovial, ese día equidistante, la sección áurea de la semana. Luego, mediante una conversión judaizante, la tarde del jueves pasó a ser la tarde del sábado. Y ahora, cuando ya se adivina que será el viernes el tercer día festivo de la semana, la tarde del sábado ha pasado a ser la tarde del viernes.Pero por ahora y en España, de lo que se trata es de generalizar la holganza del sábado y, dentro de un esquema paródico de sociedad desarrollada, alcanzar para todos los 150 días largos de holganza al año que la burguesía ya soporta. Algo incongruente puede parecer que en una época de crisis económica a la ibérica descansemos un día más de los que descansó Dios, como si fuésemos yanquis. Pero los cada vez más numerosos sabatarios (por lo general, propietarios de segunda residencia o simples partidarios de la hierba comunal) argüirán, con la razón de la sinrazón de la estadística, que trabajando sólo cinco días a la semana no se trabaja menos, sino más concentrado. No hace falta ser un águila de la sociología para comprobar el doble desastre a que conduce esta manera, de calcular. Para el individuo sensato, el más caro de los factores de producción es el tiempo, y con el fin de racionalizar su actividad procura gastarlo de acuerdo con su talento, su energía, su sistema nervioso y su ambición (entre otros factores). No obstante, quienes determinan el horario laboral de sus prójimos no tienen en cuenta, entre otros fáctores, la climatología de la comarca, los elementales principios dietéticos, las costumbres sexuales del paisanaje, el derecho (supraconstitucional) a leer un periódico al día, a trasnochar, a ver amanecer antes de entrar al taller o a salir del despacho antes de que se termine el crepúsculo vespertino. Sobre todo, que el hombre no es una máquina a la que conviene estar más de 48 horas sintiéndose máquina.

Esta concentración del trabajo no es que sea únicamente una incitación a la chapuza, sino que, esencialmente, neurotiza al chapucero. En los tiempos del jueves, el que trabajaba (o sea, más o menos el equivalente del que ahora no está en paro) trabajaba menos y mejor. Hasta el chapucero se tomaba su tiempo. Y desde luego, nadie abrigaba ese ideal de la actual cultura de que la parte noble de la faena se la haga a uno el chisme electrónico. El desiderátum de nuestro cotidiano aturullamiento radica en llegar a una generación de ordenadores que nos absuelvan de la fatiga de pensar.

Y así como en cada individuo y en cada colectividad el factor tiempo impone sus peculiaridades de fugitivo y de escaso, tampoco hay oficio que se libre de esta servidumbre temporal. De donde resulta que, cada día, novelistas más neuróticos producen más éxitos estereotipados; fontaneros más crispados, menos cañerías respetables; ejecutivos más imparables, un tráfico mercantil a la diabla; futbolistas con mentalidad de consejero delegado, tácticas de juego horizontal, y pedagogos desbordados, abreviados manuales para ser un experto en el tiempo de un suspiro.

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Eso sí, trabajaremos insensatamente, pero también descansamos tontamente. La otra cara del desastre es el fin de semana. No está lejano el día en que el fin de semana va a terminar siendo el fin del mundo, con juicio final incluido. O el final del juicio. Porque la concentración del ocio, además de la salida nocturna del viernes, supone dormir como un oso en invierno, segar la hierba de la parcela, permitirse un par de comilonas a la antigua usanza, despachar el amor y embutirse en el magma de la autopista del regreso al lunes, con el cuerpo flatulento y el alma desolada.

Mejor es no pensar que esta organización del tiempo es también la preferida de los sujetos de cuyas decisiones y de cuyos humores penden nuestras existencias. El oficio de la política, por su naturaleza obligadamente frenética, por su necesaria cortedad de visión (el llamado pragmatismo) y por la hipoteca de vender a muchos siempre el mismo producto, admite, como ningún otro oficio, la chapuza. La historia es una sucesión de chapucerías superiores a las que produce un lañador histérico y manco. Por ese lado no hay que temer más de lo tradicionalmente temible.

Lo pavoroso comienza cuando se imagina lo que a esos sujetos dirigentes se les puede ocurrir, en el rancho o en la dacha, durante un fin de semana en el que se hayan hartado de cazar conejos o de asar bueyes junto a la piscina. ¿No subyace en el ocio el germen del mal? Que se haya cambiado la moderación del jueves por la horterada del sábado quizá sea sólo uno de los melodramas de la paz. La tragedia sería morir en martes, gracias a la neurosis del vacío dominical de un guerrero que ha preferido reposar sobre unos neutrones en vez de sobre unos muslos. La guerra, que ha hecho la historia, ha impedido siempre hacer la historia a la medida del hombre. Y, aunque la medida del hombre resulte ser la de su parcela del fin de semana, merecería la pena decretar que todo ciudadano con responsabilidades públicas no descanse, por si acaso, ni en el día del santo patrono.

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