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Tribuna:CRÓNICA DE LA CIUDAD
Tribuna
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El Prado

Hay ratos en los que el museo recuerda la playa de Benidorm y sólo falta que los japonese extiendan sus toallas y se recuesten, como la 'Maja vestida', delante de la 'Maja desnuda'.

Ya no están los cuatro árboles gigantescos de Eugenio d'Ors en la entrada del museo por el paseo del Prado. Iban a llenar una página de su libro titulado Los cien mejores árboles del mundo, pero D'Ors murió sin escribirlo. Y por eso, dos de los cuatro enormes pinos dejaron de tener una razón para existir, y un buen día el rayo calcinó al más alto, y la pareja agonizó de rrielancolía (los árboles de los museos son así) y también tuvieron que arrancarlo.De manera que hoy va usted al museo por el acceso de este jardín escuálido y es como si se metiera en una boca desdentada y desigual, o en una habitación llena de ruido del tráfico con la mitad de sus cuadros torcidos en la pared. Se perdió la simetría de la fachada y la estatua de Velázquez se resiente y quiere huir.

Por aquello de llegar hasta Las meninas en automóvil, el público utiliza más la entrada de Goya. El pintor se apoya en su bastón de bronce como un pastor vigilante del ganado. Y el ganado es dócil y trepa por los escalones de piedra, conducido, a un tanto la hora, por los guías de agencias.

En realidad, el museo es hoy un alborotado campo en el que pastan rebaños nacionales y extranjeros, devorando la yerba hasta rozar las tablas y avanzando las extremidades hasta sentir el lienzo. Hay ratos de la mañana en los que el Prado recuerda la playa de Benidorm, y sólo falta que los japoneses, sus mejores clientes, extiendan la toalla sobre la arena y se recuesten, como la Maja vestida, delante de la Maja desnuda.

"Por 700 pesetas, los japoneses se llevan siempre a la desnuda", dice el vendedor de un puesto oficial, Luis Felipe Fernández, "y también compran reproducciones de El Greco, que es su ídolo". Al ejército de turistas nipones, que forman una barrera humana entre la obra y el público, le vendieron muy bien en su país de origen la desnudez redonda de Goya y los huesos afilados de Domenicos Theotocopoulos. Aquí saborean el alimento de una forma casi electrónica, y en sus ojos se adivina que dan lametazos orientales a las capas de óleo.

Monumentos de obscenidad

D'Ors decía que ambas majas eran verdaderos monumentos de obscenidad, y especialmente, como es natural, la vestida. El rostro de esta última se ve ligeramente congestionado, como el de una pueblerina inexperta y tímida que palidece cuando se queda en cueros.

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Los guías señalan otros aspectos más cultos, y los profesores de arte de colegios bien arrastran a los muchachos en dirección al retrato que Goya hizo a su único nieto, al que adoraba: "Aquí tenemos una prueba del talento y la sensibilidad del gran pintor", se oye decir a la profesora de segunda enseñanza, "pintor de niños, que en este retrato resalta el amor del nieto a la música, véase cómo le coloca la partitura a modo de batuta, y la obra está ejecutada con deleite, detalle y esmero: anotad esto, niños, Goya no sólo es pintor de guerras y de muerte".

Los niños anotan con los pechos todavía vivos en la retina y la mirada de la maja persiguiéndoles, y reteniendo su atención en la vellosidad incipiente del pubis. Pero D'Ors llevaba razón al decir que más obscena es la mujer cubierta, al lado de la desnuda, que la desnuda misma. Quizá porque el espectador puede ejercitar su imaginación con la primera y adivinar lo que en el segundo lienzo resulta ya de una perfecta evidencia.

Produce escalofríos pensar cuántos millones de ojos se han clavado sin dejar huella -que sepamos- en las grandes obras del museo. Cada año entran aquí más de un millón y medio de personas. Por un gasto aproximado de 138 millones de pesetas anuales, este festín de los sentidos sobrevive un año tras otro.

Al director, un catedrático apasionado y nervioso llamado Emilio Pérez Sánchez (48 años), le angustia que las obras de climatización vayan tan lentas: "Demasiado tiempo llevamos con esto, siempre quedan dos años, los años son de goma". Pero cuando el Prado tenga su pulmón tibio funcionando en todas las salas (un tercio ya lo está), quedará garantizada la buena conservación del tesoro. Imposible valorarlo. Miles de millones de pesetas. Un retrato de Goya (cuerpo entero) cotiza en el mundo por encima de los mil millones.

Si el director tuviera que salvar una obra de la desgracia inimaginable de un incendio, sacaría el Cristo muerto sostenido por un ángel, de Mesina. "Tiene la ventaja de ser una tabla de pequeño tamaño", dice Pérez Sánchez. Y si la subdirectora tuviera que elegir, salvaría del fuego a Las meninas. La subdirectora se llama Manuela Mena (35 años) y un poco se parece a una Virgen de Murillo, sin que esto sea ni un himno ni un piropo. De Dalí cuentan que montó en cólera cuando le preguntaron qué obra salvaría del m useo en caso de fuego. Dijo: "Yo sacaría las llamas".

Una brigada de transporte de cuadros en el interior del museo trabaja sin parar, a las órdenes de Desiderio Núñez (53 años), y tanto él como los otros cuatro obreros dicen que "para nosotros, eso de andar tocando los Velázquez es como coger la cuchara para comer, no sentimos nada". Pero usted puede examinarlos: a ver, Núñez, díganos: ¿el cuadro número 2.400 dónde está exactamente? Y Núñez cierra los ojos y contesta: "Sala 41". ¿Y el 872? Y Núñez vuelve a meditar y dice: "Está en Lima, depositado en la Embajada de España".

Son cosas que no ven los turistas del museo, para quienes el inconfundible perfil de Alberti, poeta que prácticamente vive en estas salas, pasa inadvertido. Y Alberti habla con los cuadros y escribe gracias a ellos. "Un día creó aquí un poema maravilloso", recuerda la subdirectora; "lo leyó, lo guardó en el bolsillo y se fue como si no tuviera importancia".

Los catalanes, que son, como pueblo, el más culto de España, llenan tradicionalmente el museo el sábado y el domingo santos. Vienen a Madrid y se meten en las salas del Prado a mirar los ojos a Los borrachos, el brillo del rufián no se apaga, y dejan que sean los suramericanos quienes admiren con pasmo a Murillo -el mercado de Murillo está al otro lado del Atlántico-, y van derechos a las pinturas negras de Goya, donde hay muerte, dolor y sordidez contemporáneas.

En esta sala, una guía, vestida de azul turquesa, entrada en años y rutinas, explica con su voz atiplada, en un francés de music hall (el cliente es un ejecutivo de París) que la razón de este declive de Goya hay que atribuirla a la edad y la enfermedad del pintor. "Estaba harto de la vida, estaba achacoso", dice la señora, apretando el paso (la tarifa son 1.200 pesetas), y el francés no repara en la mirada del Perro semihundido en la arena -al que llega una luz pésima-, ni siquiera se fija en la sórdida escena de la masturbación en Dos mujeres y un hombre. El hombre es un idiota envilecido, lengua fuera, con el que las dos hembras viciosas juguetean.

Y mientras el turista francés reconoce, saliendo de la sala y sin pestañear ante los fusilamientos del 2 de mayo, que, en efecto, "Goya era un enfermo depresivo", otro guía, llamado Tino, entra reverencioso a mostrar el temperamento español en La pelea en la Venta Nueva: "Violencia, palos, asimetría, choques diagonales de color...", va diciendo el señor Tino a un grupo de Zaragoza. Les hace girar violentamente para que, como contraste, admiren la alegría de vivir reflejada en La era, y más allá, la crudeza del invierno, la nieve, ese perro con el rabo entre las piernas. "Ahora bien, ¿ven cómo vuelve la cabeza el caballo de las patas delanteras atadas en el lienzo La era? Pasen conmigo por delante, den la vuelta, vuelvan a pasar, ¿ven cómo nos mira el caballo?".

Negro, rojo, avaricia y pecado

En la frialdad de la sala donde está el maestro de Sigüenza y san Lucas opera a un loco en la cabeza (una pintura febril), un grupo de soldados sigue al oficial del Ejército, que les pasea durante una semana recreativa. Dice un soldado: "Yo nunca había visto caras de tanto odio como las de los ejecutores de san Esteban (Juan de Juanes)".

Gente joven y norteamericanos adoran, literalmente, a El Bosco. Han puesto protección al Jardín de las delicias, porque el público mete la mano en el mejillón donde fornica una pareja arrastrada por el esposo cornudo. Un estudiante anota en el bloc, tembloroso: "Aparición del negro, rojo, la avaricia, pecado".

Dicen que no, pero la muerte, en sus múltiples representaciones, es una constante en muchísimas pinturas de este museo. La muerte nos acosa, nos tienta, nos aterra, nos habla. Hay muerte, incluso, en algunos nacimientos que son tétricos, como el de Bassano. Pero la muerte no la ven todos igual, aunque la llevemos dentro.

Los yanquis piden en los puestos de venta a Dalí, al que confunden con El Bosco. La subdirectora del museo acompaña a una familia francesa que quiere llegar pronto a Goya. No saben que Manuela Mena tiene este cargo aquí, y ella explica cosas del pintor como si fuera su mejor amigo. La familia francesa escucha hipnotizada. Ya se despiden, ahora, y monsieur le da la mano a la subdirectora y desliza dentro un billete de banco, que ella, asustada, no quiere aceptar. Sentado en la banqueta, un empleado mira con expresión de insaciable sueño.

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