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Reportaje:Viaje

Lisboa, mas hermosa tras su bautizo de fuego

Resguardada entre dos mares, es una ciudad especialmente apta para el paseo

Desde el castillo de San Jorge, Lisboa se despliega como un plano multicolor, hermosísima, continuando sus barrios medievales en los neoclásicos, trepando por las colinas, mostrando su rostro ordenado en la Baixa, precipitándose revuelta hacia el río en Alfama, abriéndose a un Tajo que es casi mar en el Terreiro do Pago, con pretensiones de majestad. Como en una maqueta gigantesca, la ciudad muestra su historia, marcada no sólo por la actividad de sus habitantes, sino por las fuerzas de una naturaleza que no siempre se mostró piadosa. Los archivos testimonian un sinfin de terremotos que conmovieron los cimientos del antiguo núcleo, pero ninguno tuvo la devastadora fuerza del de 1755. "Cayeron todos los campanarios", contaba un testigo presencial, "arrastrando consigo las bóvedas de los templos sobre las masas pocos pudieron salvarse... Se declaró un violento incendio en tres diferentes lugares de la ciudad... Para que la catástrofe fuera completa, la marea, que había subido más de 40 pies sobre el nivel ordinario en el momento de la pleamar, se retiró de pronto y con gran violencia, arrastrando en su oleaje a millares de infortunados que habían ido a buscar refugio en los muelles". Una semana duraron las llamas, que remataron la acción del terremoto. Palacios, iglesias, comercios, viviendas, fueron reducidos a escombros que sepultaban a miles de muertos. Pero Lisboa renació de sus cenizas. Difícil es imaginarse la ciudad anterior a esta terrible fecha. Inútil llorar sobre su tumba. La ciudad de hoy es hija del incendio, de la lucha contra la ruina. No puedo imaginármela más hermosa. La Baixa, ese ba rrio que reconstruyó de arriba abajo Pombal, trazado a cordel, rectilíneo, ha multiplicado su herencia comercial, sirviendo de enlace perfecto, de punto de unión a esos otros barrios labe rínticos, no menos hermosos, que se escapan por las colinas. A pesar de su situación atlántica, Lisboa es mediterránea hasta el tuétano. Sus orígenes legendarios la vinculan ya a Ulises, quien la fundaría en su vuelta de Troya.

Fenicios, cartagineses y griegos la utilizaron como puerto comercial en sus contactos con el norte de Europa. Y los romanos la hicieron capital de una provincia. La Edad Media la incorporó de lleno al destino peninsular con la invasión árabe, en cuyo poder se mantuvo hasta que la conquistara, en 1147, Alfonso Enríquez, el primer rey de Portugal. Hasta un siglo más tarde no sería capital del reino, momento en el que empieza su verdadero desarrollo. Pero es el siglo XV y el reinado de Joâo I el que lanza a Lisboa a la mayor gloria de su historia. Es la época de los descubrimientos, de la escuela de Sagres bajo la dirección del infante don Enrique, la ruta de las especies, el control del estrecho de Gibraltar, los avances en la navegación.

Historia entre dos mares

Lisboa se extiende por esas colinas que bordean el estuario del Tajo, se levantan mansiones y palacios, conventos e iglesias, la actividad de su puerto vence definitivamente a Venecia y Génova: la ciudad se convierte en el primer centro comercial de Europa. Sedas, marfil, oro, tapices, plata y las codiciadas especias corren como ríos y hacen famoso en el mundo conocido el nombre de Lisboa.Pero el imperio portugués cavó su propia tumba: a mediados del siglo XVI los campos estaban empobrecidos y deshabitados, los productos básicos, carísimos. Muerto el rey Sebastián en Alcazarquivir, España, entonces bajo el reinado de Felipe II, invade Portugal y lo anexiona a su corona. Menos de un siglo durará la dominación, pero Lisboa quedará siempre marcada por el signo del poder perdido, de la grandeza soñada, de un pasado que le llevó al primer lugar en la Tierra.

Lisboa es una ciudad vivida hasta su último rincón. Las guías dirigidas al turista europeo advierten que las calles están perpetuamente llenas de paseantes, las terrazas de los cafés, repletas, y las tiendas, en un continuo trasiego. Es una verdad evidente. Relativamente pequeña, Lisboa es todavía una ciudad manejable y, sobre todo, apta para el paseo. El centro-centro es, sin duda, la plaza del Rossio, presidida por el decimonónico teatro nacional Dona María II, y bordeada de edificios de los siglos XVIII y XIX, cuyos bajos están ocupados por un comercio floreciente y animado. Junto a ella se levanta la chocante estación construida en el siglo pasado en ese estilo neomanuelino, fascinante para los amantes del kitsch. Hacia el río se dirigen, en línea recta, las calles del Oro, de la Plata y la Rua Augusta, fruto todas ellas del plan de reconstrucción del enérgico Pombal después del incendio, cortadas en ángulo recto por otras con nombres de santos, todas ellas dedicadas a un comercio intenso y polifacético: es la Baixa, el barrio bajo, llano y reticular, hermosísimo. Todas van a dar al Terreiro do Paço, donde estuvo situado antes del terremoto el Palacio Real. Su actual aspecto se debe a Eugenio dos Santos, el arquitecto de Porribal: amplia, cuadrada, volcada al Tajo, es el digno remate del barrio que muere en las aguas.

Una obligación que se convierte en devoción es la subida al elevador de Santa Justa -obra de Eiffel-, al final de la calle del mismo nombre, que comunica el barrio bajo con la Rua do Carmo, ya en lo alto. En esta calle, ya camino del Chiado, un recordatorio en las puertas del cuartel donde nacieron los primeros claveles. Y un paseo arriba y abajo: aquí se encuentran algunos de los mejores comercios lisboetas -ropa, calzado, sedas- y unos almacenes novecentistas absolutamente fascinantes. El Chiado sigue siendo, en mi opinión, uno de los barrios más atractivos de Lisboa. Sus calles en cuesta, sus edificios residenciales, sus plazas presididas por monumentos tienen ese carácter de ciudad de toda la vida, sólida, inequívocamente europea. Y al otro lado, justo enfrente, más allá de la Baixa, el barrio de Alfama, el que figura una y otra vez en las guías, popular, de calles estrechas y laberínticas. Sin duda, y a pesar del tópico, merece la pena recorrerla, en bullicio constante, refugio en otros tiempos de judíos, habitada hoy por otros marginados sin distinción de raza.

Tierra adentro se extiende la amplia avenida de Liberdade, bordeada de algunos hermosos edificios decó, que va a dar a la plaza de Pombal y al parque de Eduardo VII.

Lo que no se debe dejar de ver

Además de todos los paseos del mundo, habrá que hacer algunas visitas que ayudarán a conocer algo más Lisboa. En la ciudad antigua, el castillo de San Jorge, que data de época visigoda, y la catedral, del siglo XII, reconstruida en parte después del incendio. En Alfama, la iglesia de la Madre de Dios, casi toda debida a la restauración del siglo XVIII, y la de San Vicente de Fora, con un hermoso claustro adornado con azulejos, y el panteón de los Braganza. En los más cercanos alrededores, dos joyas manuelinas: el monasterio de los Jerónimos y la torre de Belem: imposible irse de Lisboa sin visitarlas. Y de entre los varios museos que señalan las guías, uno excepcional, el de Arte Antiga, que, además de excelentes cuadros de Zurbarán, Bosco, Memling y Durero, guarda el políptico de Nuno Gongalves, la Adoración de San Vicente, una verdadera maravilla del siglo XV. Y, si hay tiempo, una visita al Gulbenkian, con su espléndida colección de arte oriental. Para los aficionados a la botánica, la Estufa Fría en el parque de Eduardo VII, un invernadero de dimensiones sorprendentes. Y, para todo lo que falta y lo que cito, dos posibles guías: la naranja, en español, que no está mal, y la verde de Michelín, en mi opinión más satisfactoria, las dos de Portugal entero. La Oficina de Turismo, situada en la plaza Dos Restauradores, perfectamente eficaz, proporciona planos y toda la información necesaria. Si se quiere salir desde España con documentación, habrá que dirigirse a la Oficina de Turismo de Portugal, Gran Vía, 27, 1º, Madrid, teléfono 91/ 222 44 08.

El viaje.

Iberia y TAP unen, a distintas horas y casi todos los días, Lisboa y Madrid. El viaje en tren desde Madrid, con toda la noche por delante, sigue siendo, para todos los que les gusta este medio de transporte, útil y barato (unas 8.000 pesetas, ida y vuelta en litera con Iberraíl, más una noche de hotel). Y no olvide que, al fin y al cabo, por carretera, Portugal está a un tiro, más o menos largo, de piedra.

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