La guerra que no se puede olvidar
DESDE SEPTIEMBRE de 1980 se está desarrollando entre Irak e Irán una guerra, en el pleno y horrible sentido que tiene esa palabra: cientos de miles de personas -niños, mujeres, ancianos, combatientes- han muerto en los frentes y en los bombardeos de poblaciones civiles. Ninguna organización internacional -ni la ONU, ni laConferencia Islámica, ni el Movimiento de los No Alineados, a los que pertenecen los dos contendientes- ha podido concertar ni los primeros pasos hacia un alto el fuego. En los últimos días, después de un largo casi olvido, esta guerra ha vuelto a colocarse en un primer plano de la atención del mundo: Irán ha anunciado a bombo y platillo que sus tropas habían cortado la carretera Bagdad-Basora, de gran valor estratégico; si Irak respondiese bombardeando las instalaciones petrolíferas de Irán en el golfo Pérsico, la respuesta iraní sería -lo ha anunciado repetidas veces- el cierre del estrecho de Ormuz, por el que transitan porcentajes muy altos del petróleo consumido sobre todo en Europa occidental y en Japón. Washington ha declarado que mantendrá el estrecho abierto sea como sea, y ha situado en la región algunos de sus barcos de guerra. Tal encadenamiento de los hechos, si llega a producirse, tendría consecuencias imprevisibles. Sin embargo, en los mercados occidentales del petróleo no existe la fiebre de otros momentos de tensión; no se considera muy probable que se vaya a llevar a cabo el cierre del estrecho. Irak no está en la situación tan desesperada que indican los abultados comunicados de Teherán.Toda guerra es horrible en sí. En este caso parece aún más injustificada porque escapa en cierto modo a las coordenadas que determinan los principales acontecimientos mundiales y está descolocada con relación a la confrontación URSS-EE UU. Irak cuenta hoy con la ayuda sobre todo de Francia y de la URSS, pero también con la simpatía de EE UU. Irán se enfrenta con las dos superpotencias, y asimismo con los Gobiernos árabes, solidarios con el de Irak. Pero los abismos del comercio de las armas son insondables, e Irán obtiene, con su petróleo, armas modernas de diversas procedencias, entre otras de Corea y de Israel. Por otro lado, el carácter de la guerra ha sufrido un cambio radical: no es dudoso que el agresor fue el presidente autoritario de Irak, Saddam Hussein, que aspiraba a aprovecharse del caos provocado por la revolución islámica para establecer su hegemonía en la zona, ocupando el papel que el Irán del sha había tenido en épocas anteriores. Fue un error de cálculo colosal. La agresión iraquí sirvió al ayatollah Jomeini de acicate para lograr una reacción patriótica profunda, que despertó incluso el orgullo persa frente al secular invasor árabe. Pilotos de la sofisticada aviación del sha salieron de la cárcel para defender la patria. Del campo se incorporaron al frente grandes masas, incluso niños. La revolución islámica se fusionó con la guerra contra el invasor. Irak ha tenido siempre superioridad en armamento, pero la de Irán ha sido evidente en cuanto a los soldados, tanto en número como en espíritu de sacrificio. Desde el verano de 1982, en que las tropas iraníes recuperaron la integridad de su territorio, el signo de la guerra ha cambiado. Irak ha hecho propuestas para el cese de hostilidades, pero el ayatollah Jomeini ha proclamado, por su parte, la guerra santa, y la prolongación de los combates le sirve para galvanizar a la población y potenciar todos los factores de fanatismo e intolerancia propios de la revolución islámica y que son la base de su poder. Nunca es fácil terminar una cruzada mediante negociaciones diplomáticas. Por eso no es descabellada la idea de que mientras el anciano Jomeini se mantenga en vida, o en el poder, la guerra se prolongará.
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